Estaba ya más que harto de tabernas. Los días se le pasaban apoyado en un mostrador. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, salvo el inciso de la comida, compartía el tiempo con los amigos. Almorzaba y, no bien había acabado de sorber la leche, su hermano mayor le urgía para que fueran a dar una vuelta a ver a quién se encontraban. «¿A quién vas a ver?», lo interrogaba con la mirada. Siempre la misma rutina. Comenzaba a odiar la nieve. No había conocido un año así en su vida: tres semanas sin ir a la cantera, sin hacer nada: limpiar la moto, engrasarla y revisar con mimo las piezas de su armadura para al final no descubrir ninguna anomalía. Su hermano, en cambio, disfrutaba con esos días en balde compartidos con las amistades; a él, sin llegar a ser un misántropo, cuando, como entonces, eran más de una las jornadas festivas, le cansaban. Muy bien un rato los domingos después de misa y por la tarde, pero oír dos días seguidos idénticas conversaciones y encontrarse los mismos rostros, le ponía de mal humor. A sus colegas, por el contrario, el mal tiempo les parecía el culmen de lo que debía ser una buena vida: no dar golpe y andar todo el día en el bar. Le molestaba esa visión tan holgazana de lo que era disfrutar. Tal vez fuera por esta razón, por esa felicidad bobalicona que mostraban sus colegas, por la que se sintiera mal. Una congoja nerviosa lo invadía poniéndolo de mal humor. Quizá era envidia o anhelo de una sencillez de la que carecía, pero esa idea acrecentaba su malestar.
Después
de acompañar a su hermano al bar los primeros días, cuando las jornadas seguían
transcurriendo sin que hubiera el menor síntoma de mejoría climatológica, dejó
de acudir a las llamadas que irremisiblemente le lanzaba la ociosidad. Se
levantaba más tarde, pues en el sopor de la cama hallaba consuelo a su
desasosiego. Encendía la lumbre y, acurrucado en la banqueta contemplando
crepitar la hojarasca y la paja, esperaba sin moverse la hora de la comida. A
la madre le pareció estupendo que no saliera a la taberna, no como el otro, que
todos los días realizaba gastos que el diablo se llevaba y encima lo que haría
sería el tonto y que los demás se rieran de él.
Cuando
terminaba de comer, se marchaba a dar un paseo por el campo. No se alejaba
mucho del casco urbano. Bajaba hasta Las Entrehuertas y por allí vagaba sin
rumbo fijo. Un silencio frío embargaba a la solitaria tarde. La claridad del
cielo se reflejaba en la nieve y sobre esta blancura pura resaltaba el musgo
que abrigaba a las piedras. Por encima de su cabeza cruzaba veloz algún grajo
que con prontitud se refugiaba en las grietas de los peñascos más recónditos.
Por lo demás, ningún ruido perturbaba su paso prieto y pesado en la nieve
pétrea. Ascendía a duras penas sobre un montículo y desde allí observaba el
declive de la montaña. El campo recubierto de una espesura blanca que cegaba la
vista era monocromo y no permitía una recreación minuciosa en los matices.
Descendía la cumbre con solemnidad y lentitud. La luz desprendida del suelo
blanco iluminaba entonces un cielo mucho más cálido. Un frente de oscuridad fue
cubriendo la parte más elevada del pueblo, la estación de tren, el camino que
transcurría hasta los corrales de las afueras, la casa de los funcionarios con
sus dos pisos y, por fin, la torre. Desde allí, el avance de la sombra nocturna
fue vertiginoso: el ayuntamiento, el barrio de la iglesia, el cementerio, las
pozas de lavar, los prados y huertos, el arroyo, hasta que muy cerca la veía
ascender por la elevación del montón de piedras en las que se había sentado. Le
gustó este espectáculo, como si la naturaleza le otorgara un don que a los
demás negaba. Sus ojos —se imaginaba— eran tal vez los únicos testigos de la
muerte de la luz y del parto del frío y de la oscuridad, mientras los demás no
levantarían la mirada del abanico de naipes.
Siguió
dándose este paseo varios días. Su hermano ya no lo conminaba a que se fuera
con él. Al dejar la casa, su madre no le preguntaba dónde iba. Salía y no decía
nada. Era un ser en el que nadie se fijaba; podía hacer lo que le viniera en
gana. Si se encontraba con alguien, lo saludaba ladeando un poco la cabeza,
pero sin despegar los labios. Al dejar el pueblo, miraba hacia atrás: las
chimeneas vomitaban con dificultad un humo de paja y chaparros. Llegando al
monte bajo, merodeaba entre el arroyuelo y los pequeños huertos escalonados:
solo había troncos de berzas con hojas plegadas sobre sí mismas. Los ciruelos
escuálidos tiritaban de soledad con sus ramas inclinadas hacia la tierra como
si buscaran refugio en sus entrañas…
En
un recoveco, entre dos piedras que protegían del viento, chiscaba lo que
encontrara y, engurruñado, veía consumir la vegetación que se resistía a arder
ante lo incomprensible de la mutación de un estado de hielo al fungible del
fuego y de la nada. Cuando conseguía rescoldo, arrojaba troncos de chopo
carcomido y mohoso y negrillo retorcido y duro como el hielo y las piedras. Un
espeso humo asfixiante revocaba en la bóveda pétrea, resbalaba y se
desperdigaba en todas las direcciones. No albergaba temor de que alguien
descubriera la humareda e indagara quién era el tonto que a esas horas se
dedicaba a poner lumbre en el campo. El terreno era favorable al hallarse en
una hondonada y no permitir desde una posición más alta su visión. Podía estar
tranquilo que nadie molestaría su ensimismamiento. Desde allí, cuando la tarde
estaba más serena, podía escuchar el balar de las ovejas en las cijas húmedas y
chorreantes de orín, el mugir de las vacas al salir de las cuadras al
abrevadero; el ladrido de los perros ateridos por la ausencia de sangre en sus
cuerpos y por la rabia que se les acumulaba en sus dientes; las voces de los
pastores, de los vaqueros insultando a sus animales… Voces que nunca musitaban
una plegaria, sino que maldecían a Dios y a sus criaturas; voces que no
emergían de su garganta, sino con fuerza telúrica del abismo; voces que
desterraban el silencio; voces unánimes y firmes como única forma de expresión
que aprendieron de niños y no supieron olvidar; voces que eran fuerza y
violencia; voces que eran una lucha a muerte; voces guerreras; voces anárquicas
en su expresión; voces potentes como sus pisadas y sus cantazos; voces que no
encontraban una distancia corta; voces resistentes al viento, al frío, a la
lluvia, a la nieve, al hielo, a la tormenta, al nublado, a los que desafiaban;
voces en la noche, en el día y, sobre todo, en el ocaso mortecino; voces que
eran gritos…
Con
más potencia y nitidez llegaba el silbido mohoso del tren de las cinco. El
primer pitido era el de la entrada en el túnel. Al salir, se podía escuchar la
fatiga cochambrosa de la máquina trepando por los Vallares. Se observaba una
espesa nube de humo negro que ascendía con dificultad al cielo, como el avanzar
lento y penoso del convoy hasta alcanzar la estación. El segundo, al arrancar,
que más bien era una bocanada de oxígeno para continuar con el esfuerzo
gimnástico hasta coronar la cima imprecisa de un terreno que nunca se adivinaba
cuándo era propicio y cuándo desfavorable.
Por
último, escuchaba el toque del rosario, sin hora fija, dependiendo de la
duración de la tertulia acompañada de café y varias copas de chinchón y del
julepe del cura, el sacristán, el sargento de la guardia civil y el alguacil.
El sacerdote se asomaría a la puerta y avisaría a los monaguillos de turno, que
estarían jugando en la plazuela de la iglesia tras su jornada escolar, para que
fueran iniciando el toque de campanas mientras se aseaba un poco. La primera,
después la segunda y la última, con el esquilín nervioso. Este era el postrer
sonido que llegaba hasta el refugio donde se encontraba. Después todo era
silencio, aunque percibiera el breve lloriqueo de las primeras estrellas.
Al
regresar a casa, subía por el camino del huerto de Los Cacharros, antigua vía
medieval en uso hasta hacía poco más de un siglo, conocida por los vecinos por
ser el paso por donde transcurrieron las andanzas de la Santa en sus primeros
escarceos como impulsora de una nueva orden religiosa. El camino casi
abandonado solo era transitable a pie o en un burro de toda confianza. El agua
que descendía por su lecho la mayor parte del año, había terminado por horadar
la argamasa de tierra, y los cantos, aunque firmes e hincados en el suelo, eran
bolas que emergían sin contornos, constituyendo un trazado demasiado accidentado
como para permitir la circulación de ningún carruaje. Por eso resultaba difícil
hacerse a la idea de que esa hubiera sido la vía de comunicación entre la
llanura y la montaña. Era estrecho por la pujanza de las encinas que desbordaban
las paredes de ambos lados, y oscuro por el abrazo solemne y perpetuo de las
ramas. Siempre le había gustado el trazado del camino y ese paraje. Le
recordaba su infancia. Se preguntaba por qué elegiría, con sus amigos, ese
lugar para jugar estando tan alejado de las últimas casas del pueblo. Ninguno
de sus compañeros poseía por ese paraje prados, huertos ni había motivo que los
obligara a ir por esos contornos. Desde
luego, era un sitio estupendo.
¿Tal
vez era la soledad y tranquilidad que proporcionaba este falso valle?
Recordaba, como si solo hubieran transcurrido unos días, los juegos con los que
se entretenían, en especial, la maya. Cuando llegaban, se sentaban en la piedra
de Peñalba. Este era el punto desde el que mejor perspectiva se obtenía de los
parajes de alrededor. Se preguntaban cómo pasarían la tarde, aunque era obvio
que acabarían jugando al escondite. Antes de comenzar, repasaban las normas que
había que respetar, casi siempre haciendo referencia a los límites hasta los
que se podían esconder o a los lugares prohibidos para el ocultamiento –que no
se podía bajar hasta la arboleda, pues era mucha distancia; que si meterse en
aquella cueva no; que más allá de la tierra del tío Miguel tampoco, porque, si
no, no terminarían en toda la tarde…, pequeños regateos que el que había
acabado mal parado en la tarde precedente procuraba imponer a los otros, como
compensación a una frustración no asumida. Se echaban suertes. Al que le tocaba,
renegaba de su mala ventura y, una vez aceptado el desastre, les recordaba los
acuerdos anteriores, mientras los demás ya pensaban dónde se esconderían.
Contaba, en voz alta, diez números por cada componente, ni muy deprisa para que
los demás no lo regañaran, ni muy despacio para limitar el tiempo de esconderse
y adivinar por el vibrar de algún chaparro la dirección que habían seguido sus contrincantes.
Uuuno, dos, tres, cuatro… Contaría más bajo el resto de números cavilando dónde
se ocultarían: ¿elegirían el escondite de la última vez u otro nuevo? Echaba
cuentas de quién se habría guardado solo o en compañía. Los peores eran los
solitarios, nunca se podía saber por dónde saldrían y se desplazaban de un recoveco
a otro sigilosamente. Las parejas eran más fáciles de descubrir por la jarana
que armaban, aunque eran peligrosos en la carrera, pues se animaban mutuamente…
Treinta y ocho, treinta y nueve y cuarenta, el que no se haya escondido que se
esconda. Entonces era el silencio de la soledad e incertidumbre. El sol cegaba
los ojos recién abiertos. Comenzaba a buscar. Lo más seguro era que no se
encontraran en los lugares más próximos, pero era casi obligado darse una
vuelta por si las moscas.
Primero
visitaba el pilón seco situado más arriba. Nadie se escondía en él en los
lances iniciales del juego, pero a todos les gustaba ir a ver ese abrevadero
que siempre conocieron vacío. Tenía un no sé qué que los atraía. Tal vez lo
visitarían por ver si de la noche a la mañana había cogido agua. En sus paredes
se sentaban a dejar pasar el tiempo… Era estúpido subir al monte en seguida;
hasta que no transcurriera media hora deambularía de un sitio a otro sin afán
de buscar. En ese lapso de tiempo nadie se movería del hueco en el que se
hubiese metido. Era el momento para tumbarse con tranquilidad y pensar si se
estaba solo o de hablar si se hallaba con un compañero; tal vez fueran los
únicos pensamientos y conversaciones transcendentes de toda la infancia, no por
el contenido, sino por el carácter serio y ceremonial que de vez en cuando
adoptan los niños. Eran momentos en los que se revelaban secretos que no se
podían comunicar a toda la pandilla. La amistad se consolidaba con esos lazos
de sinceridad y confianza.
En
realidad, el que buscaba lo único que debía hacer era dejar transcurrir el
tiempo, que concluyera el ensimismamiento de sus compañeros para que dieran
muestras de que estaban vivos. Cuando volvieran a la realidad de la tarde y del
juego, levantarían la cabeza para averiguar por dónde andaba el que buscaba. En
ese momento comenzaría la acción. La pareja se separaría con una estrategia
simple: uno se dirigiría por la izquierda, el otro, por la derecha. Poco a
poco, avanzarían posiciones hasta divisar el pilón y controlar al amigo
encargado de descubrirlos, que muy bien, a su vez, se podría haber ocultado
esperando los movimientos que acababan de iniciar. Incluso, es posible que este
hubiera retrocedido hasta las posiciones iniciales sabiendo de antemano que
toda la batalla se establecería en las inmediaciones del lugar de partida. En
esos momentos se buscaba el colorido de una camisa o de unos pantalones en
movimiento fugaz y misterioso para adivinar quién era y salir corriendo con la
seguridad de realmente haberlo visto y darle la maya. Era desagradable ser
descubierto el primero, aunque se albergaba la esperanza de que lo salvaran;
además, todavía se disfrutaba de la partida, ya que sus compañeros no se
ocultarían de él y podría adivinar la posición de cada uno y los movimientos
indagatorios del acorralado. Si se descubría a otro, el que restaba de
aparecer, seguramente el que se ocultó solo, al final, con suerte y después de
un rato de angustia por el acercamiento hasta su escondite o de alegría por el alejamiento
en dirección contraria, saldría como una bala hasta la piedra donde había
comenzado la búsqueda y daría la maya por él y por sus compañeros. La rabia
sería incontenible para el que le hubiera tocado hacer de guardia esa tarde,
pero todos los demás lo consolarían diciéndole que otras veces habían sido
ellos los perdedores.
El
frío de la noche próxima rodaba monte abajo. A su paso petrificaba en hielo el
aire, las encinas, las casas y el agua ya congelada. Al llegar a su altura, se
detuvo y le impregnó de su aroma gélido. Se subió el cuello de la camisa. Metió
las manos en los bolsillos en busca de calor. Mirando el suelo y con el cuerpo
encogido por los escalofríos, avanzaba lo más a prisa posible. En esos momentos
fue consciente de lo largo de sus paseos. Al salir de casa, con la bonanza de
la luz del sol, no se percataba de que se alejaba tanto, pero, de regreso, el
camino se hacía interminable. A medida que sus pasos lo acercaban al pueblo,
contemplaba cómo la noche robaba el humo a las chimeneas. La estela de su
blancura prodigaba con antelación un calor seco y era el acicate que azuzaba su
andar en busca de la lumbre. Todos se habían recogido en sus casas. Solo, a lo
lejos, adivinaba la fragua en la que el herrero golpeaba el yunque con ímpetu
melómano y por el afán de iluminar la oscuridad de la noche con sus chispas de
fuego. De la taberna, salían los gritos ebrios y enaltecidos de guerreros
celebrando los ritos iniciáticos en su combate contra el frío y la soledad amorosa.
Antes
de entrar, se sacudió el barro de las botas contra el poyo. La hoja superior de
la puerta se hallaba entreabierta. Retiró la aldaba de la hoja inferior y la
entornó con un pequeño empujón; cerró la de arriba y saludó a la madre. De la
cocina, una voz cavernosa le espetó «si eran horas de andar por ahí con lo malo
que hace». Fue hasta la entradilla y tomó un buen tarugo para echarlo a la
lumbre. «Dónde vas con tanto, si donde
mejor se está dentro de nada es en la cama», le refunfuñó la vieja. Colgó la
chaqueta de pana detrás de la puerta y atizó el rescoldo acercando palos
pequeños. Sopló y una llamarada tenue pero enérgica nació de los tizones. Con
el fuelle avivó la llama hasta que prendió la corteza de la madera. La madre
apartó la banqueta al sentir el calor en las piernas. Él se acurrucó y extendió
las manos en medio de las llamas. Algunos pelos se chamuscaron; las retiró y se
las frotó varias veces para extender el calor. Las volvió a introducir entre
las llamas en posición contraria. Repitió varias veces la maniobra hasta que
sintió que recuperaban una temperatura agradable. Sin quitarse el calzado,
repitió la operación con los pies. Del material de las botas comenzó a salir la
humedad en una nube de vapor. Hasta que no sintió el calor en la piel helada de
los pies los estuvo alternativamente colocando en la cresta de la llama.
Calientes las extremidades, el resto del cuerpo se relajó. La madre, mientras
se entonaba el hijo, recogió el cesto de la costura: enredó el ovillo, tapó la
caja de los botones, buscó el huevo de remendar, tanteó con las manos la repisa
en captura de las tijeras y, cuando se levantó, cazó al vuelo los calzoncillos
que había estado remendando echándolos encima del cesto. Lo dejó en el sillón y
del aparador tomó un puchero. Fue al portal a buscar agua de la cantarera y lo
arrimó al fuego. «Que se vaya calentando
a ver si mientras tanto llega tu hermano». Le entregó una cabeza de ajos para
que pelara unos dientes. Arrimó las trébedes y acercó tizones para calentar la
sartén. La madre le trajo una cucharada de manteca y la esparció sobre la
superficie negra de la pieza. Al comenzar a bullir, echó el ajo picado. Añadió
pimiento y lo sofrió. Cuando estuvo a punto, lo vertió en el puchero. Ella
había troceado el pan mientras tanto. Acercó una mesa baja a la chimenea y
dispuso la cazuela con el pan en el centro. Esperaron un poco a ver si portaba
el hermano, pero se cansaron y comenzaron la cena. Cuando acabaron las sopas,
frieron unos huevos en la misma sartén y terminaron de comer. La madre recogió
la mesa y dejó las sobras arrimadas a la lumbre. Puso la leche a cocer.
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