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CANTERO, CAPÍTULO II (Primera parte)

 

El mal tiempo continuaba. Algunos días no nevaba, pero la nieve acumulada hacía imposible regresar a las canteras. Helaba mucho y las piedras seguían congeladas. La gente estaba ya harta de tanto ocio, pero los cantos eran intocables en esas condiciones. A veces, a media mañana, los canteros se daban una vuelta por los cortes y limpiaban de rajos los talleres o prendían lumbre para probar si deshelaba algo la piedra y podían hacer unas cuñeras. Era una pérdida de tiempo. Cuando las picaban, clapaban sin cortar y regresaban a casa hartos y renegando del clima. Sus mujeres les decían que no se enfadasen y que aprovecharan para realizar algunas hazanas de casa o que se fueran a cortar leña, o que hiciesen cisco. Con seguridad tendrían multitud de tareas pendientes que el trabajo cotidiano en la cantera iba relegando, pero en esas jornadas de abulia se sentían menos dispuestos a realizar otros menesteres que los distrajeran del deseo de bonanza y de regresar a los frentes abiertos. Fruto de la convivencia obligada con sus parejas surgían disputas matrimoniales que acababan en voces y en el abandono del hogar por parte del marido para irse a la taberna y regresar con una borrachera, que a su vez propiciaba nuevos enfrentamientos.

Con la proximidad de la fiesta patronal, los enfados se fueron apaciguando y cambió el semblante de los paisanos.  «Total —decían— ya, aunque derrita, no vamos a ir para un par de días». Así que regresaron a la cantera a recoger la herramienta y llevarla a casa. Cuando agarraron el mango se observaron las manos: los callos comenzaban a reblandecerse. De este modo las vísperas empezaron aquel año dos días antes. Prepararon la fiesta a conciencia, sobre todo los solteros, quienes contagiaron a las mozas ese ímpetu festivo. Unos y otras se pusieron en marcha para lograr unas fiestas por todo lo alto. Hasta las casadas, olvidando los enfados recientes con sus maridos, y el cura, catador de los estados de ánimo de sus feligreses y hábil manipulador de los mismos, participaron en el regocijo popular reinante. Las mujeres engalanaron las calles. El cura las apremiaba para que acabasen esos trabajos de tijeras, papel y trapos y se apresuraran a barrer la iglesia y a ensayar algunos cánticos, al tiempo que prevenía a las solteras de los peligros del baile y aconsejaba la decencia a las comprometidas y, en un estado de transposición mística —escapando de sus comisuras unas gotas de salivilla—, se regocijaba con la imagen de verlas comulgar el día de la patrona.

Dispusieron una programación festiva que muchos años después todos recordarían. Prepararon carreras de caballos y juegos de anillas y gallos… Compraron vasijas de barro e introdujeron en ellas todo lo que encontraron, animal u objeto. La calle de Los Carros estaba dispuesta para acoger las distintas actividades preparadas con tanto entusiasmo por la juventud. El ayuntamiento, que solía ser parco en sus dádivas, ese año fue generoso y junto a las aportaciones económicas de los mozos, se formó un fondo público para afrontar los gastos surgidos en la organización de los festejos. Por toda la comarca, tierra de labradores, ociosos en esa época invernal, se corrió la voz y se acercaron a observar los preparativos, dispuestos a participar en el jolgorio.

Los casados, que tenían prohibido tomar parte en las jaranas juveniles, se rebelaron contra la marginación que sufrían y por su cuenta —y riesgo del qué dirán—, armados de un valor desconocido hasta para ellos mismos, que, a la postre, era un grito de queja ante la posición supuestamente placentera que el himeneo les proporcionaba, se pusieron de acuerdo para celebrar los carnavales, que coincidían con los días de la fiesta de la santa. Se juntaron en pandillas, según las amistades que habían mantenido en su soltería, y formaron charangas disfrazadas con habilidad y con un criterio o motivo idéntico. No debió resultar mal la iniciativa, porque al final el baile lo animaron ellos. A partir de esa fecha ya no se vio con malos ojos que en ciertas ocasiones los casados, olvidando su recato marital, se divirtieran por su cuenta. 

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