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8. BELLAS ARTES: BROCHALOCA

 8. Bellas Artes: Brochaloca

 

Andar de una facultad a otra fue igual que pasar de la populosa urbe a un crudo desierto. En la de Psicología había multitudes y mucho bullicio; en la de Bellas Artes, silencio y desocupación. En cambio, una luz reverberaba por los pasillos y escaleras. El policía avanzó por ellos de nuevo con temor; en la masa se podía camuflar, pero en el silencio, el vacío y la luz su figura denotaba intrusismo. Buscó alguna dependencia en la que alguien lo atendiera, mas era harto difícil ubicar las aulas o estudios donde se encontraban los alumnos y los profesores. Pronto se cruzó con algún estudiante zarrapastroso, enfundado en un mono de tela de mahón o en alguna bata salpicada de pintura de amalgamados colores, como si fueran churretones impregnados artísticamente sobre el tejido níveo. Andaban en alpargatas o en chancletas. Las manos portaban grandes lienzos, carpetas, caballetes o algún botellín de cerveza. Cuando se aproximó a lo que parecía el confín de los dominios del primer piso, oyó una música atronadora que, a pesar de los tabiques, le zumbaba en los oídos como si la fuente del sonido se situara a escasos centímetros de su oreja. A través de un pequeño resquicio de la puerta vislumbró un grupo de alumnos pintando afanosamente sobre el mismo lienzo con espray. Una botella de güisqui peleón pasaba de mano en mano mientras pintaban. En una repisa, situada entre dos lavabos, se veía el casete gigantesco que creaba la atmósfera inspiradora de la obra de arte. Desde dentro alguien lo vio y con un gesto amistoso levantaron la botella en señal de invitación. Ambrosio ladeó torpemente la cabeza para negar.

Mientras descendía por la escalera vio a un señor mayor y bien vestido e, imaginando que podría tratarse de un docente, lo abordó.

—Disculpe que lo interrumpa. Ando buscando a algún profesor o alguien que me pueda informar…

—¿Qué pasa, colegui? No hace falta que me trate de don ni de usted… Además, tronco, yo no soy profesor. Soy uno más. De todas maneras, si andas perdido, te digo dónde tienes la secretaría, que allí hay unas pibas guais que te ponen al día de lo que quieras. No hay problema… Me llamo Bonifacio, pero, para los colegas, Boni o Brochaloca.

Ambrosio, mientras se encaminaban hacia la secretaría, no sabía qué decir de lo perplejo que se había quedado ante la metedura de pata. Pero Boni o Brochaloca, a pesar de su atuendo tan formal —compuesto de traje de lino verde semáforo, conjuntado con una corbata beis estampada con pequeños triángulos que enmarcaban pubis de todas formas, colores y razas—, se comportaba como si ya se conocieran.

Cuando llegaron a la secretaría, Boni le abrió la puerta y lo dejó pasar primero. Ambrosio no aceptó tal galantería; sin embargo, al persistir en su ofrecimiento, aunque avergonzado, no le quedó más remedio que adentrarse en los umbrales de una sala soleada y ruidosa donde se afanaban tres jóvenes secretarias.

—¡Buenas! Aquí os traigo a este colega, que se llama…

—Ambrosio —salió en su ayuda, pues no sabía si había olvidado el nombre o no se lo había llegado a preguntar.

—… Ambrosio, o Brosi, para los coleguis. ¡Tratádmelo bien! Hasta otro ratito.

Y, dándole una palmadita en el hombro, desapareció Brochaloca. Ambrosio hubiera deseado llegar de otro modo y no acompañado de ese jovial alumno, pero ya no tenía remedio. Él era policía y al que no le gustara era su problema. Él debía cumplir su misión.

Una de las jóvenes que, por su desenvoltura, parecía ser la jefa del negociado, le preguntó qué se le ofrecía. No sabía cómo desembarazarse y desligarse de la presentación que le habían hecho.

—Ejem… —Trató de aclarar la voz, asustado e inseguro, y, sin decir ni siquiera buenos días, alargó su carné.

La secretaria tomó el documento casi arrebatándoselo con la intención de sacarlo del atolladero, del mismo modo que si se tratara de un atolondrado alumno incapaz de expresar claramente una consulta y la trajera apuntada en una chuleta e, incluso así, no acertara a formularla explícitamente. De todas formas, al comprobar que se trataba de un inspector del Cuerpo Superior de Policía, no varió su semblante y lo miró directamente a los ojos con la urgencia rebosando en ellos para transmitirle la idea de que su tiempo era un don divino y no podía estar contemplando las musarañas.

No fue nueva esa sensación para Escaleras Arriba; en dos días había sufrido idéntica intimidación por parte de dos almas femeninas.

—Bueno. En fin, si no es usted…

—No me trate de usted.

—Perdón. Me gustaría, cómo diría yo, entrevistarme con algún colega o compañero —rectificó raudamente porque enseguida se le vino a la mente la imagen de Brochaloca al pronunciar la palabra «colega»— que pudiera proporcionarme alguna información sobre este compañero muerto en Madrid.

—Sí. Muy bien. Ahora mismo te pongo en contacto con Severino. Según sales, sigues a la derecha y de frente tienes el despacho del decano. Ya lo aviso de que vas para allá.

Y, sin despedirse, se quitó de encima a Escaleras con un gesto conminatorio, como si detrás de él hubiera una inmensa cola de gente que aguardara turno para ser atendida. El tal Severino salió a recibirlo a la puerta por si no era capaz de llegar solo. El inspector esperaba encontrarse delante de un hombre venerable y con la dignidad propia de un anciano, en cambio, se topó con un desgarbado joven que no aparentaba mucha más edad que la suya y que vestía unos ajados pantalones vaqueros y calzaba zapatos deportivos. Era sumamente alto y delgado, delgadez que se acentuaba por un perfil afilado junto a una monumental y puntiaguda nariz que caía por su propio peso. Si ya con su peculiar rostro llamaba la atención, quizá, por si algún despistado no se percataba de su incisiva presencia, perfilaba sus delgados labios un sobrio bigote color rubio pajizo. Nada más abrir sus escuálidos belfos ratoniles, Escaleras se fijó en la separación de los dos dientes centrales, porque un latigazo de salivilla amarilla se fue a estrellar contra su cara.

—Así que vienes de parte de la Policía. Quiero decir que eres un policía. Ya han estado aquí varios de ellos indagando y preguntando por el compañero.

«Bueno, bueno, bueno, lo que faltaba para el duro —se dijo para sus adentros Escaleras—. Además de memo, el menda habla para la solapa de su chaqueta, si la llevara. ¡La que me ha caído!».

No era de extrañar que el buenazo de Ambrosio se echara las manos a la cabeza. No se le entendía de la misa la mitad a pesar de que —no se sabía si porque el rector era consciente de su bajo tono de voz o porque, por su altura, parecía una espiga de centeno— metía su nariz en la oreja del policía, sin apenas mirar a otra parte que no fuera su pabellón auditivo.

—Verá. Seguramente los que han venido eran de la comisaría de Salamanca. Yo soy de la Brigada Central de Madrid —le contestó Escaleras no sin cierto retintín y silabeando para que se percatara de que debía subir el volumen de su apagada voz.

—No, si ya me lo habían advertido los que vinieron, que era muy probable que algún pez gordo llegara de Madrid.

Ambrosio no sabía cómo entrarle. Por mucho que supiera de la vida y milagros del finado, difícilmente se iba a enterar por su forma de hablar. Para su desgracia, porque le iba a hacer perder tiempo y salud, Severino —mejor Seve, lo corrigió en el momento de juntarse— no daba la impresión de estar cargado de trabajo, por lo que lo invitó a un café con leche en la cafetería.

 —Ah, ya has estado. ¡Fenomenal! La compartimos con los psicólogos. Podíamos haber montado otra nosotros, pero la verdad es que nadie mostró mucho interés en el proyecto, pues tanto los alumnos como los profesores preferimos ir a Psicología porque allí hay muchas chicas guapas.

No le parecieron estos comentarios muy dignos de un rector y menos escupidos a un desconocido que, además, representaba cierta autoridad. Pero, por otro lado, Escaleras agradeció que le dieran esas muestras de confianza y se sintió obligado con Seve.

Cuando llegaron al bar, este se encontraba a rebosar. Habían coincidido con un descanso entre clase y clase. Al bajar las escaleras, no se podía dar un paso. Seve abría camino y, de vez en cuando, miraba hacia atrás para comprobar si lo seguía el agente. Al mismo tiempo le hacía guiños de complicidad y le lanzaba mensajes sobreentendidos de ánimo como diciéndole que ya faltaba menos. Llegó a la mitad de la barra y esperó la fatigosa incorporación del funcionario policial. Lo miró a los ojos y, sin abrir la boca, el inspector supo que le preguntaba qué tomaba.

—Un café con leche.

Aunque antes de ellos había un grupo numeroso de chicas, el espigado Seve, mirando al ágil camarero que se movía como loco, le indicó con la mano un dos y pronunció «cafés». Algo de salivilla se le tuvo que escapar al abrir la boca, porque tres de las chicas se volvieron a la vez para mirar qué era eso húmedo que se había posado en sus perfiles y se llevaron la mano a orejas y cuellos para limpiarse. El rector les sonrió y ellas forzaron una sonrisa, aunque inmediatamente les dejaron un hueco en el mostrador no como muestra de amabilidad, sino por temor a los aguaceros que pudieran llegar.

Escaleras sintió vergüenza ajena, pero se dijo que, si para Seve no era un problema, no lo iba a ser para él. El docente no quitaba ojo del grupo de chicas. Ellas aún lo miraban disimuladamente, temerosas de no encontrarse bien cobijadas. Hasta que no se dio la vuelta no se sintieron seguras. Seve, acodado en la barra, oteaba desde su estratégica atalaya todo movimiento femenino digno de su interés. No se cortaba nada en ese minucioso rastreo. Ambrosio se percató de que, cuando el rector surgió para recibirlo a la puerta, lo que le preocupaba no era que no atinara con el despacho, sino salir inmediatamente camino del bar para no perderse el festín visual que se estaba dando.

Poco a poco la cafetería se fue vaciando. Los chicos regresaban presurosos a sus aulas para continuar la actividad docente. Por la extensa barra solo quedaban grupos de profesores ociosos y, sentados por las mesas, alumnos que ordenaban hojas, revisaban apuntes, leían libros o periódicos deportivos o, simplemente, mataban el rato jugando al mus.

Cuando se iban a marchar coincidieron en la retirada con otros dos profesores del mismo departamento del finado. El rector se lo presentó a los dos docentes y los cuatro se dirigieron al despacho de Severino. En el corto trayecto no encontraron una conversación que aglutinara el interés del grupo, posiblemente porque el policía rompía la afinidad de los miembros.

Un sol radiante inundaba el pasillo. El inspector esperaba escuchar el ligero bisbiseo de las letanías de los enseñantes, pero en su lugar una retumbante música dispersaba en miríadas las partículas levemente visibles que flotaban entre los rayos solares.  


 

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