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2. EL REINA SOFÍA

2. El Reina Sofía

 

No sería la única vez que ese día Ambrosio Escaleras descendería a los túneles del metro. Esa misma mañana tuvo que hacer de nuevo el trayecto y volver a tomar el suburbano en dirección a Atocha, ahora a la estación vieja. Cuando subió a la superficie, los tímidos rayos de hacía un rato se habían convertido en una imponente luminosidad cegadora cuando escasamente eran las nueve y media de la mañana.

Al salir de la boca del metro, preguntó dónde se encontraba el museo Reina Sofía; nunca había pisado ese lugar.

—Ahí mismo, torciendo a la derecha —le indicaron dos jubilados que paseaban ya a esas horas de la mañana.

Al girar, se encontró de sopetón con una cola ingente que se prolongaba más allá de los cien metros. Le dio la impresión de que esas personas esperaban para entrar en el centro de arte. Se acercó y preguntó a la última, una mujer madura y elegantemente vestida que miraba con impaciencia a la cabeza de la fila con el fin de comprobar si avanzaba. Ambrosio se quedó perplejo ante la avalancha de personas que visitaban exposiciones. No se lo podía creer. Así, incrédulo y molesto por tener que esperar, volvió a preguntar a la dama. Esta, desengañada quizá por sus juicios precipitados sobre el desconocido, al que había juzgado como un amante del arte, al percatarse de que este se tomaba a mal la demora, le replicó:

—Sí, todos esperamos a que abran; hasta las diez no lo hacen. Hoy, no crea usted, la cola no es muy larga. Los primeros días había gente que llegaba antes de amanecer.

Escaleras dudó si usar sus prerrogativas profesionales. Le hubiera bastado acercarse al portero y enseñarle su identificación policial, pero, armado de paciencia y resignación, esperó como el resto de los parroquianos. La cola era variopinta: jóvenes estudiantes de Bellas Artes, profesores, visitantes provincianos, turistas extranjeros, jubilados… En general, gente madura con ansias inconmensurables de arte y cultura, personas que aceptaban con alegría y gusto la espera. Unos leían el periódico, otros hojeaban catálogos; los de más allá comentaban la originalidad de las torres que albergaban los ascensores, aquellos intercambiaban impresiones generales sobre las posibilidades turísticas que ofrecía la capital. Los jubilados manoseaban y se jactaban de su tarjeta dorada, que los acreditaba como pensionistas y de su derecho al acceso gratuito al museo; algunas esposas habían dejado a los maridos guardando el puesto mientras ellas aprovechaban para mirar los escaparates de las tiendas próximas…

El inspector se arrepintió de haberse vestido formalmente con ese traje horripilante que su esposa le hacía poner porque le favorecía mucho y porque estaba de moda, una indumentaria horrenda formada por una chaqueta azul con unos pantalones verdes. Sonrió al acordarse de cuando aún eran novios y una tarde, hablando del color preferido de la mirada, salió en la conversación «la niña de los ojos» y ella no lo entendió. Creía que describía a alguna mujer a la que su prometido quería encarecidamente. Se puso farruca y se le arrugó el entrecejo y él le preguntó qué le sucedía. Ella no decía nada, pero su semblante reflejaba enfado. «Lo de la niña de tus ojos», confesó al final. Él se quedó perplejo. «Por favor, explícate, no comprendo lo que me dices». Hasta que por fin se enteró de que ese cambio de humor se debía a que había interpretado la expresión de forma literal. Se echó a reír con ganas, a carcajada plena, y entonces sí que ella se enfadó de verdad ante la actitud lacerante y la risa de él, y más cuando le explicó que esa frase se refería a las pupilas…

Lamentó haberla obedecido y no haberse puesto unos vaqueros para sentarse en los peldaños de piedra para leer relajadamente la prensa. Comenzaba a estar un poco harto de las formalidades de la profesión: la discreta elegancia, el pelo arreglado, las composturas… En cambio, el vocabulario procaz que utilizaba la tropa no llamaba la atención de los mandos. Seguramente, si algún compañero lo viera sentado, lo miraría malencarado y más si descubriera que leía un periódico político tildado de izquierdas y no se recreaba con las crónicas deportivas de los diarios As y Marca, manuales informativos que sustentaban las conversaciones de sus colegas de profesión entre pasillos y en la cafetería.

Nunca había visitado ese museo, que había abierto al público hacía poco. Un domingo fue al Prado con su esposa, pero no les había gustado. «¡Demasiado cansancio!». Era la expresión que a modo de conclusión emitían cuando surgía la oportunidad de comentar la excursión cultural de aquella mañana dominical innominada.

El edificio no era nuevo y alguien aseguró que antes había sido un hospital. Casi todos los grupos o corrillos comentaban la oportunidad excepcional de poder contemplar una muestra única de un pintor llamado Antonio López, que representaba a un movimiento denominado realismo. Ahora comprendía la expectación levantada y por qué la gente aguantaba tan larga cola.

Sintió curiosidad por visitar la exposición y poder contar algún día que él había admirado la colección de cuadros del máximo exponente de la escuela realista española… En ese momento, se acordó de que, cuando aún era un mozalbete, también había guardado fila para contemplar los restos mortales de Carrero Blanco y, si surgía alguna conversación acerca de aquellos años de la Transición, al menor resquicio metía baza para soltar que él había visto la caja de Carrero Blanco, sintiéndose un testigo significativo de la historia reciente de España… Una sensación parecida percibió en esos momentos al esperar a que los minutos se desgranaran y franquear la entrada al blanco templo de las galerías de arte. Se le enturbió el don de la clarividencia al ponderar la construcción mental que acababa de realizar. Sentía admiración por las gentes cultas o por las personas listas. Cuando veía a algún científico o médico o abogado perorando en un programa de televisión se le caía la baba. «¡Pero, hijo, si parece que estás en Babia!», le decía su mujer cuando se dirigía a él y no se percataba de que le estaba hablando. Tenía ambición de superarse intelectualmente, porque su cota de sapiencia se elevaba muy pocos metros del mar de los conocimientos. En los momentos de relax, sentado en el sofá, con la luz a su espalda, bien de la lámpara de pie, bien, si era de día, a través de la luz tamizada de las cortinas color hueso que entraba por los grandes ventanales del salón, consultaba la enciclopedia, la Espasa-Calpe, adquisición realizada motu proprio, sin contar con su mujer. Escogía el tomo a cierra ojos, lo abría al buen tuntún y devoraba con avidez el pliego. Lo mismo le daba que fuera un personaje, que un árbol, que un pueblo, que un adverbio. Rara vez retenía algo de lo que leía a trompicones, por eso se consideraba un ignorante. Siempre le habían dicho que no era listo, que no servía para el servicio de las letras. «Lo tuyo es ser un buen policía, o un guardia civil, o un funcionario de prisiones, como lo es tu padre», le aconsejaban. No obstante, aunque respetó la voluntad paterna y seguía creyendo que era del pelotón de los torpes, no cejaba de hacer guiños a los libros, a los periódicos y a los programas de debate y documentales de la segunda cadena de televisión, no por afán de aprender, sino de admirar a los listos. Únicamente un programa le sacaba de quicio: El tiempo es oro, que presentaba un calvo con un pico también de oro. No le gustaba porque le recordaba a los acertijos que le planteaban los mayores para reírse de él. «A ver, chaval, qué tal os enseña el maestro en la escuela, a ver si sabes qué no pudo hacer Dios en la creación del universo». Eran preguntas o problemas prácticos que creía poder resolver, pero la respuesta nunca llegaba más allá de la punta de la lengua. Y, en ocasiones, de lo que se lamentaba era de su mala cabeza, porque se los habían planteado mil veces, pero siempre olvidaba las respuestas. «So burro, pues una cuesta arriba sin una cuesta abajo». Se tiraba de los pelos, pero si era evidente y, por supuesto, no era la primera vez que lo ponían a prueba con ese enigma.

Lo que no sabía hasta aquella mañana delante del Reina Sofía era que la pintura también era una manifestación cultural que entraba dentro de la extensa parcela del saber. Quien admiraba un cuadro y se recreaba extasiándose con la belleza que desprendían los colores era una persona culta. Con este nuevo afán decidió, antes de cumplir con su cometido profesional, visitar la magna exposición de ese manchego universal y se cabreó seriamente consigo mismo porque ya no lograba recordar ni el nombre. Antonio López. Alguien lo pronunció por enésima vez y como apuntándolo a él. «Por cierto —se espabiló el joven inspector—, no debo despistarme de mis obligaciones y desempeñar mi misión como me ha sido encomendada».

La tarea que le habían encargado con urgencia no era otra que inspeccionar in situ el lugar de un asesinato cometido la mañana del día anterior en una de las salas del museo. Una visión ocular que no tenía demasiado sentido porque, además, tampoco sabía muchos datos sobre el fallecido ni las circunstancias del fatal desenlace. «Como ahora se trabaja en equipo…», se decía el policía consolándose. Alguien superior, el comisario jefe, era el que manejaba los hilos de todas las investigaciones sin moverse del «despacho ovalado», dependencia de la que rara vez salía, si no era para visitar las instalaciones recreativas de la comisaría, es decir, el bar. A uno lo mandaba a por los resultados de la autopsia; a otro, que interrogara a los conocidos; a otro, que indagara qué chorizos lilis se dedicaban a tal especialidad… Así, hasta atar cabos y, si al final veía con cierta base que las pesquisas eran certeras, se detenía al sospechoso. Aunque, a veces, hacía lo de las averiguaciones más por pura formalidad y por tener entretenidos a «los chicos» que por necesidad, pues sabía quiénes eran los responsables de casi cualquier delito que se cometiera en su circunscripción. En esto, Escaleras se había sentido decepcionado con su profesión. Cuando anhelaba entrar en el mitificado cuerpo armado, se había hecho a la idea de que el policía era un ser solitario que realizaba sus labores desde el principio hasta el arresto final del criminal, cuando se lo esposaba.

De sopetón la cola se puso en movimiento. «Bueno, menos mal que no nos han hecho esperar mucho». No sabía si habría de pagar entrada, aunque ese detalle lo tenía claro, ¡faltaría más! Si le cobraban, sacaría su carné de funcionario del Estado. Quería pasar desapercibido y que no supieran que era policía o «un madero», como despectivamente eran conocidos entre los maleantes. En su mente no cabía la posibilidad de que la gente, en general, los considerara mal; empero, a medida que fueron corriendo los primeros meses de su ejercicio, comprobó con estupefacción que muchas personas los evitaban cuando se enteraban de que eran agentes policiales.

Con la presentación del DNI le franquearon la entrada. Tomó unos folletines de los distintos pintores que

 exponían y se dirigió a la exposición estrella.   

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