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13. LA COLECCIÓN DE DEDALES

13. La colección de dedales

 

—… Todo comenzó hace ya muchos años. No recuerdo exactamente cuándo, pero aún no nos habíamos casado Cristina y yo. Fue muy sencillo y la colección la iniciamos casi sin querer. Un buen día, pensando qué podía regalarle, se me ocurrió comprar un dedal de plata. Y ahí se inició nuestro hobby. Cuando tenía un detalle con ella, buscaba en tiendas dedales originales y distintos a los que ya habíamos conseguido con anterioridad. También, cuando viajábamos a otras ciudades o a otros países, adquiríamos dedales característicos. Poco a poco, la recopilación se ha ido agrandando hasta formar una muestra bien representativa de este objeto de costura; ahora hay ejemplares de todas partes del mundo, de todas las épocas históricas, desde la Edad de Piedra, pasando por la Edad Media, hasta de la época romántica, así como fabricados con todo tipo de metales y decorados de múltiples maneras o representando objetos variopintos, pero todos ellos elaborados con el fin de ayudar a introducir la aguja en una tela o en una pieza de cuero. La verdad es que es interesante y nos ilusionamos mucho cada vez que logramos uno nuevo. Para ello contamos con la colaboración de los amigos, que, conociendo nuestra pasión, cuando se encuentran con un ejemplar curioso, nos lo regalan. —Arturo acabó su intervención con una amplia y satisfactoria sonrisa.

—Muy interesante —reconoció el inspector, alabando la originalidad de la iniciativa.

Los tres comensales emprendieron simultáneamente la peladura de las manzanas que les habían puesto de postre. Mientras realizaban esta operación permanecieron en silencio y concentrados, ¡hasta se regodeaban con su habilidad para que no se rompiera la tira de piel de la pieza!

El inspector, que había optado por trocear la manzana en cuartos simétricos para facilitar el pelado, los miraba y le costaba creerse que se hallara en presencia de dos eminencias intelectuales cuando los veía afanarse con el cuchillo sobre la fruta.

—Una cuestión que no me ha quedado muy clara en el análisis de las relaciones que mantenéis en la universidad es si hay grupos afines que se constituyen alrededor de intereses comunes. Es decir, si se organizan grupitos que se llevan muy bien, pero que se enfrentan con otros contrarios.

El inspector trataba de indagar de cualquier forma en los conflictos, en los problemas que pudieran afectar al catedrático muerto, para buscar indicios que marcaran pistas por donde conducir la titubeante investigación que hasta el momento se hallaba en fondeadero, esperando la marea propicia que hiciera levar el ancla para poner ruta al puerto de la solución del caso. Sin embargo, la presencia de los dos profesores le causaba un cierto respeto que no conseguía disipar a pesar del trato campechano con que lo mimaban, sumisión que le hacía retraerse a posiciones mojigatas cuando formulaba las preguntas, como buscando no ser demasiado grosero con ellos, después de su desinteresada colaboración.

—En efecto, aquí sucede lo que en todos los sitios. Si bien es verdad que hay épocas en las que los enfrentamientos son más numerosos y evidentes —sentenció Celestino.

Arturo coincidió de inmediato con esta afirmación.

 —En todos sitios se cuecen habas —apostilló, como para dar más validez a la perogrullada.

—Lo que no se puede negar de ninguna manera es que siempre hay grupos dentro de un colectivo tan amplio de personas, que se reúnen por simpatía o porque congenian entre ellos. Ocasionalmente, se originan otros grupillos de naturaleza bien distinta, aunque no tienen por qué ser incompatibles con los anteriores, organizados en torno a intereses comunes, como es el caso de la presión que ejercen en ocasiones los seminarios o las candidaturas que se forman para participar en los procesos electorales de la facultad y de la universidad.

—A eso me refería con la pregunta —intervino el inspector para abreviar el discurso del vivaz profesor.

—Pues bien —el canijo informador inspiró una profunda bocanada de aire—, cuando se originan grupos dentro de un colectivo, surgen problemas de manera irremediable: tanto para los que pretenden mover los hilos de la política universitaria como para aquellos que pasan de estos entresijos del poder y lo único que desean es dar sus clases con la mayor eficiencia posible y no meterse en camisas de once varas. Claro está, hay que ser realista, los cargos hay que desempeñarlos, ya sean unos u otros, pero siempre debe haber alguien que mande y asuma las responsabilidades correspondientes. Eso es indudable y no creo que nadie lo niegue.

—¡Claro está! —intervino Arturo ante la mirada ecuménica de Celestino, sonriendo y dejando escapar las palabras a través de sus pequeños dientes, al mismo tiempo que expulsaba un rocío tamizado de partículas invisibles de salivilla—. Ji, ji, ji… Tienes más razón que un santo. Lo que sabemos todos es que, cuando hay intereses en juego, las reglas de camaradería se dejan olvidadas en el escritorio y comienzan enfrentamientos que llegan hasta el escarnio y el insulto. Eso ya no es agradable, por lo menos para los que no desean verse salpicados con el lodo que remueven los contrincantes.

—Y Eustaquio, ¿en qué grupo se encontraba? Es decir, cuando se originaban estas luchas internas, ¿qué papel desempeñaba? —preguntó el inspector yendo al grano.

El que primero contestó, como si su lengua estuviera sujeta con un sensible resorte que a la más mínima presión saltara, fue Celestino.

—Ya te lo hemos dejado claro antes: a Eustaquio lo de la facultad le importaba menos que un pito. De estas menudencias pasaba olímpicamente. A él, yo creo, que lo de la enseñanza le atraía porque le daba la oportunidad de estar en contacto con los jóvenes; y, para ser concretos, le permitía establecer amistad, charlar, reírse y hasta tirar los tejos a las alumnas guapas. Es así y no hay que dar más vueltas. Seguramente, si no fuera por eso, lo de subir por el centro lo habría abandonado hace tiempo. Bueno, es lo que yo opino. —Y de nuevo echó la pelota al tejado de Arturo, quien, ya no tan circunspecto, no mostró inconveniente en dar su parecer.

—Efectivamente, no se sabe muy bien por qué este hombre dedicaba una parte de su escaso tiempo a la enseñanza. Yo no aseguraría que fuera por las causas que tú has comentado y esto sin negar que dices la verdad cuando afirmas que la relación con los alumnos era su fuerte.

—¡Ya ves tú! ¡Eso lo saben hasta los negritos de África! Tú me dirás a mí, si no. No tienes más que comprobar que, cuando andaba por la facultad, se pasaba más tiempo de comidillas con alguna alumna que con sus compañeros. Prefería charlar a la vista de todos, en los pasillos, incluso tomar algo con ellas en la cafetería, antes que venirse con nosotros —afirmó Celestino, dejando traslucir en su intervención una sombra de envidia hacia su excolega.

—Lo que no me cabe la más mínima duda —retomó su discurso Arturo, con un pergenio ensombrecido por la bravata de su colega— es que lo más importante en su vida no era la facultad. Sé que algunos le propusieron que engrosara las filas de sus bandos. Hasta en una ocasión le llegaron a ofrecer la candidatura al rectorado, pero él, muy educadamente, siempre rechazó tales propuestas… Creo poder afirmar que estas negativas a incorporarse a alguno de los grupillos le acarrearon disgustos o, por lo menos, enemistades. Gente que creía que Eustaquio se aproximaba a sus intereses y a su forma de entender la enseñanza universitaria se decepcionó cuando él no se comprometió con ellos… A pesar de todo, opino que las pequeñas trifulcas domésticas no le importunaban mucho, por estar habituado a fregados de mayor envergadura dentro de su partido y en el Parlamento.

—Eso, cómo te lo sabes tú —le remachó su intervención Celestino.

Escaleras Arriba se perdía en las informaciones que le proporcionaban los dos docentes universitarios. Se esforzaba por no extraviarse en el torrente de palabras que espetaban estrepitosamente; más se asemejaban a los chismorreos raudos de una reunión de amigos que a una confesión policial. Y en ese sentido había ocasiones en las que su interés se centraba más en la curiosidad morbosa que en los intríngulis de la investigación. La sensación experimentada en otros momentos de la conversación de que les había afectado muy poco la muerte de su colega se repetía cada vez con mayor insistencia. Hablaban de él como si no hubiera sido vilmente asesinado, como si el finado hubiera pedido un tiempo de excedencia en su cátedra y dicho periodo se fuera a alargar de manera indefinida. Por otra parte, no lograba encauzar el interrogatorio de manera profesional; se parecía a un pobre periodista interesándose por cotilleos insignificantes y no al sagaz inspector del Cuerpo Superior de Policía que siempre lograba sacar información.

Cuando lo invitaron a tomar un café en la cafetería del comedor, dudó aceptar porque claramente veía que no iba a sacar mucha más sustancia, mas, por no parecer descortés, los acompañó. El refectorio se hallaba ya desocupado. Se incorporaron con pereza, sintiendo la plena pesadez de una digestión que sería larga. Al que parecía que no había hecho mella la indigesta comida era al ratonil Celestino, cuyos aspavientos no se habían visto afectados por la somnolencia. Pronto captó el policía las causas por las que el enano profesor se mostraba tan despejado, que no eran otras que la observación de las maniobras eróticas de las empleadas de la limpieza, que habían comenzado a recoger y adecentar el salón. Entre risillas, mirando disimuladamente e imitando los cadenciosos movimientos de caderas y traseros de las jóvenes que pasaban un trapo húmedo por los fríos tableros de mármol y fregoteaban el suelo dejando al descubierto por la escueta bata de rayas unos muslos blandos y blancos, animaba a los otros a que observaran los contoneos de las alegres comadres que, inmersas en sus hazanas, no se sentían observadas.

—Mirad qué culón más rico. ¡Cómo lo menea! A un lado y a otro. Y cómo se roza con la mesa. Anda que esas pantorrillas y esos incipientes muslazos. ¡Qué ricura! 

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