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10. LA PROCESIÓN


10. La procesión

 

Mientras esperaba la llegada de los dos profesores en el vestíbulo, Ambrosio no sabía qué pensar de la mañana. No había conseguido datos importantes, pero se consolaba creyendo que se hallaba en el buen camino. «Estos dos cantarán lo que saben y, por lo menos, obtendré información fidedigna de una de sus facetas u ocupaciones».

Comenzó a desfilar una masa incalculable de jóvenes que salían hambrientos de sus clases, casi sin aliento, para llegar a sus alojamientos y reponer las fuerzas desgastadas en su carrera por despejar las tinieblas de la ignorancia. De pie y bien recto al lado de la máquina expendedora de refrescos, como un centinela en alerta, trataba de fijar la mirada en los rostros y en los cuerpos que, unos detrás de otros, se alejaban desordenadamente. Los más se apresuraban en salir, pero algunos más parsimoniosos charlaban o intercambiaban apuntes u ordenaban fotocopias hechas en el último instante. Escaleras se regocijaba con el espectáculo de la juventud, de la belleza y de la vida. ¡Cómo los envidiaba!

Al poco tiempo, y mezclados con los alumnos, desfilaron también grupos de profesores que con sus carteras o maletines seguían el mismo camino. También charlaban entre ellos, aunque su cara denotaba fatiga y hastío o quizá satisfacción por la lección bien enseñada. Eso difícilmente lo podría adivinar el policía por muy buen detective que fuera. Los sentimientos de gozo o de sufrimiento a veces son caras de la misma moneda. Probablemente, aquellos dos profesores le podrían sacar de dudas si les planteaba la cuestión.

Se dio cuenta de que la afluencia de personas disminuía y ellos no daban señales de vida. Pensó que la investigación no se desarrollaría siguiendo los cauces habituales. No era frecuente que sus testigos se ofrecieran a acompañarlo a comer. No hubiera sido muy cómodo ni para ellos ni para él, que siempre anhelaba acabar el servicio y olvidarse del trabajo. Sin embargo, cuando se lo propusieron con toda la naturalidad del mundo, aceptó como si mantuviera cierta amistad con ellos.

Estar parado delante de la máquina de Coca-Cola empezó a resultar extraño a los bedeles, que lo miraban de vez en cuando con curiosidad, por eso, casi sin querer, comenzó a pasearse avanzando en pequeños pasos, midiendo cada uno de ellos y sumando las baldosas que pisaba, dando a entender a los conserjes que su actitud era la de quien aguarda impaciente la llegada de alguien. No hubo lugar para la desesperación porque inmediatamente oyó las carcajadas de Arturo y las broncas de Celestino, que fue quien primero asomó por las escaleras. Antes de iniciar la bajada de los peldaños, se detuvo en el borde como si temiera que el otro desapareciera al perderlo de vista. Y en algo hubo de entretenerse Arturo porque Celestino volvió para regresar con él y agarrarlo del brazo.

—¡Vaya rollo que tienes! ¡Te entretienes con las musarañas! ¿No ves que nos van a cerrar las puertas? —Y dirigiéndose al policía, a manera de disculpa—: ¡Este es más pesado que…!

Arturo continuaba con su sonrisa, ahora desequilibrada hacia medio lado, sin prestar oído a lo que de él decía su compañero y con la sensación de ser el hombre más feliz de la Tierra. Cargaba un abultado maletín, que aparentaba más edad que la suya. El policía se enteraría después de que dicho maletín era famoso, pues en él se podían encontrar sapos y culebras anidadas desde épocas inmemorables acompañando a exámenes de alumnos, hojas informativas, prospectos, actas de su comunidad de vecinos, facturas, entradas de museos, libros perdidos por él mismo hacía décadas… Enfundado en un viejo gabán que no lograba abrochar al no abarcar el perímetro de la barriga, su corpulencia se multiplicaba. Mostraba gran aprecio por ese maletín y no lo hubiera cambiado por otra cartera de más calidad, aunque se la hubieran regalado, algo que jamás osaron los colegas ante la desagradable experiencia que sufrieron cuando unas Navidades decidieron obsequiarle un nuevo maletín. Con la mejor intención del mundo, las compañeras dedicaron una tarde de su tiempo libre a comprar un portafolio sobrio, aunque dentro de una línea actual y moderna. Con ilusión, adquirieron uno que fue de su agrado y del resto de profesores. Pero no se lo entregaron directamente, sino que, aprovechando una ausencia, se introdujeron en su habitáculo y traspasaron el montón de documentos y objetos al nuevo y lo dejaron allí, retirando el jubilado. Arturo tornó de impartir su clase. Se había establecido un sistema de aviso para que, en el momento que llegara, los demás estuvieran preparados para observar cómo reaccionaba ante la sorpresa. Salió del aula, pero, antes de dirigirse al despacho, se entretuvo una hora hablando con los compañeros. Cuando por fin entró, anduvo dando vueltas a la mesa, corrigiendo ejercicios, pero sin reparar en el regalo. Solo cuando ya se iba a marchar, echó mano de él y se percató de que no estaba. Dio mil vueltas por la mesa, por la habitación, detrás de la puerta, en el perchero, en las estanterías… Al comprobar que no lo hallaba, fue a preguntar y a mirar en el resto de los despachos. Todos le respondían que no lo habían visto. Volvió de nuevo al suyo y observó la presencia de un maletín extraño. Regresó agarrando la nueva valija con dos dedos, levantándola y separándola lo más posible de su cuerpo, como si le diera asco. «Y esto, ¿de quién es?», preguntaba y preguntaba. Después de múltiples insinuaciones, lo convencieron de que lo abriera a ver si dentro se encontraban sus posesiones. Los allí reunidos desaparecieron por arte de birlibirloque ante la cara de disgusto que puso Arturo al percatarse del trasvase de sus pertenencias al maletín regalado. Ese fue el único enfado que se le conoció en la facultad al simpático profesor.

—¿Tienes hambre? —preguntó con una medio risa Arturo al mismo tiempo que apretaba los dientes.

Se montaron en su Renault 6. Se trataba de un vehículo caduco y con solera; para el profesor era como un baúl, también de los recuerdos, no solo por los kilómetros recorridos y por haber pasado con él mil aventuras en la mayoría de los países comunitarios, sino porque su maletero era un arca en el que se hallaban, junto a la rueda de repuesto, montones de folios, libros, revistas, lapiceros, botellas, cuerdas, paños, prendas de abrigo, jerséis, bolsas de plástico, un termo…

Escaleras cedió el asiento delantero a Celestino y él, retirando más carpetas, libros y hojas diversas, se aposentó en el hueco que consiguió despejar. La impaciencia y nerviosismo del pequeño profesor iba en aumento al comprobar la parsimonia con que se manejaba el conductor. Cualquier comentario trivial le impedía avanzar en los preparativos del arranque del motor: si se estaba abrochando el cinturón, se detenía a la altura de la barriga y no acababa de abrocharlo hasta dejar zanjado el asunto; si Escaleras abría la boca, Arturo miraba atrás y expectante lo escuchaba…

—¡Puñetas! —exclamó Celestino, que ya no se pudo contener un instante más—. ¡Que es para hoy! ¡Eres más tranquilo que el Bombas!

—¿Quién era el Bombas? ¿Y por qué se decía que era tranquilo? —le inquirió Arturo con una sonrisa picarona para colmar la impaciencia de Celestino.

—¡Y yo qué coños voy a saber quién era el Bombas y por qué era tranquilo! Me imagino que… el nombre de Bombas era un apodo de alguien de profesión dinamitero, barrenero o artillero. Y a lo mejor era demasiado calmoso a la hora de montar las cargas que se disponía a explosionar. Quizá las prendía y en vez de apresurarse en la retirada, buscaba refugio tranquilamente y la gente se admiraba de la serenidad de ese buen hombre. ¡Yo qué sé! ¡Si es que tienes unas ocurrencias…!

—¡Muy bien! ¡Muy aguda tu explicación!

 Quizá sorprendido por su misma disquisición, Celestino se había sosegado un poco, olvidando por momentos la rabieta que estaba presto a iniciar.

—¿Qué tal si nos acercamos a un comedor universitario, que hace mucho que no voy por allí? ¿Quizá le pueda resultar interesante? —sugirió Arturo mirando primero al colega para acabar fijando los ojos en el policía.

A Escaleras no le pareció buena idea, pero no se atrevió a formular ningún reparo. Lo que lo inhibía era que pasaría mucha vergüenza comiendo con los estudiantes y, además, rodeado de dos profesores.

—¡Venga! ¡Vamos a allá! —remató Celestino con el entusiasmo y alborozo propios de escolares que suben al autobús al iniciar un día de excursión—. ¿Cuál elegimos? ¿El de las Salesas o el del barrio chino?

—Si quieres vamos al del barrio chino, que hace un siglo que no voy por aquellos parajes.

 

Cuando salieron de la finca a la carretera de Toro, no quedaba casi nadie en la facultad. Una procesión de estudiantes presurosos descendía por ambos lados de la calzada. El viejo vehículo avanzaba despacio para que los dos profesores pudieran avistar el contoneo de las alumnas de Psicología. El mismo Escaleras contemplaba furtivamente y con temor a que lo descubrieran en una de las miradas hacia atrás que echaba el conductor. Siempre le había gustado contemplar a las mujeres por la espalda. A veces caminaba por las calles y se entretenía con un juego apasionante. Observando la constitución del cuerpo de las chicas, el perfil de su talle, su estatura, la redondez de su trasero, la esbeltez de sus pantorrillas y, sobre todo, el color y corte de su pelo, trataba de aventurar, sin mirarlas de frente, si serían guapas y si le gustarían. En muchos casos se llevaba unas desilusiones formidables. Quizá veía a una joven que de espaldas se asemejaba a una cariátide, con unos sensuales andares; observaba su culo con los ojos desorbitados y se imaginaba el tibio contacto de su mano sobre sus piernas desnudas: la boca se le hacía agua. Después de la meticulosa observación, decidía apretar el paso para adelantarla y comprobar cómo era de frente. ¡Cuántas pésimas sorpresas se había llevado! Se encontraba con rostros feos, o con gafas, o con expresión estúpida, o con aparatos correctores en la dentadura, o con unos labios insípidos, o con otros mil detalles que convertían la imagen tan sensual de la espalda en una impresión amorfa y poco sugerente. También se había encontrado casos contrarios. Espaldas demasiado escuálidas u hombrunas, o culos invisibles o enormes, o piernas gruesas o consumidas que no le resultaban atractivas; luego, al verlas por delante, esas mujeres mejoraban notablemente: caras simpáticas, amables, con sonrisas frescas y joviales, miradas luminosas, expresión serena, con un pecho con personalidad y unas caderas voluptuosas… Todo eso y la experiencia habían hecho a Escaleras muy prudente a la hora de emitir un juicio sobre la belleza. Sobre todo, era precavido con las primeras impresiones. El paso del tiempo le había enseñado que las hembras de gran belleza que habían despertado inicialmente sus sentidos, en el transcurso de unos pocos días conviviendo con ellas en distintas circunstancias, habían ido socavando la poderosa y erótica imagen de la primera vez.


 

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