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1. VILLALBA. LA MUJER MUERTA

1. Villalba. La mujer muerta

 

Se habían mudado de residencia huyendo de la ciudad para buscar el remanso de paz de un pueblo de la sierra de Madrid. No lo habían hecho exclusivamente por razones naturalistas o ecológicas, sino porque la vivienda en los pueblos cercanos era bastante más asequible. Recién casados fueron inquilinos de un piso por la zona de Vallecas, pero, al pasar un año y encontrarse con un dinero ahorrado, decidieron, sobre todo ella, comprar una casa unifamiliar e ir pagándola en plazos asequibles, cuyo importe no superaba en demasía a las mensualidades que abonaban al casero. Escaleras, como lo llamaban los compañeros de academia, confiaba en su esposa para el desempeño de las funciones domésticas, sin embargo, cada vez dudaba más del acierto de comprar la casa. Sí, era espaciosa, estaba bien rematada y no compartía el ascensor con ningún vecino, pero cada vez se le hacían más cuesta arriba los madrugones y el montón de caras somnolientas y de mal humor que se tragaba a diario en el tren de Cercanías para llegar a la comisaría.

El paisaje serrano era maravilloso, pero no lo disfrutaba en su plenitud porque nunca le había gustado la vida campestre, pero las necesidades lo habían llevado a entrar en contacto con la naturaleza. Así surgió en él una preocupación ecológica que lo impulsó a extinguir su hábito de fumar, a no tirar lo inservible en las cunetas y a no usar espráis con aerosoles.

Cada mañana miraba esa mole oscura que rompía el frío viento del norte y se consolaba pensando en que ese espectáculo no lo podían contemplar sus compañeros, pero lo que más le atraía era la caprichosa distribución morfológica de los montes, parecida a la postura yacente de una mujer.

Cuando se desplazaba en coche, se introducía en la inmensa urbe de Madrid con volantazos, acelerones, frenazos, insultos, ademanes procaces y palabras malsonantes, buscando un hueco vacío de una hilera de coches que no avanzaba. Un día se le ocurrió que sería un magnífico invento convertir las carreteras en una gran escalera mecánica, como las que existen en las estaciones de metro. Habría unas paradas a los lados de las pistas y unas cabinas en las que la gente se subiría y marcaría el destino; se acoplarían a la carretera movediza y trasladarían a los viajeros hasta las direcciones seleccionadas. Para detenerse —igual que las cabinas se incorporaron y aceleraron su desplazamiento—, el proceso sería al contrario: se situarían en una especie de carril de desaceleración hasta detenerse en el destino solicitado. Obviamente, este funcionamiento debería ser controlado por un sistema informático. Mientras el proyecto no se convirtiera en una realidad, Escaleras disponía de dos opciones: el coche, con los inconvenientes de los enfados matutinos, el estrés y los elevados costes de la gasolina, o el tren de Cercanías, con sus aglomeraciones, olores a sudor y gestos ceñudos.

Ambrosio Escaleras Arriba era inspector de policía. Un joven inexperto dentro del Cuerpo, como frecuentemente le recordaba el comisario cuando lo veía ejercer su oficio con una energía desmesurada, justificándolo, pero vaticinándole a la vez la mella del desdén y del desengaño en cuanto pasara un poco de tiempo.

Ese día de la recién estrenada primavera se decidió por el transporte público. Lo habían llamado a las seis de la mañana de la comisaría para que se presentara ipso facto en su puesto. Le sentó como un tiro. Pensó que, si ya se levantaba de mal humor, cuando se montara en el coche ese cabreo se multiplicaría, así que, prudentemente, eligió el tren.

—Ten cuidado con el tráfico —le espetó su esposa a modo de salutación.

—Cariño, me voy a ir en el Cercanías.

—Pues mira a ver si no eres tan calzonazos y te sabes defender, que parece que siempre te toca a ti la gorda. Te tienen como al pito del sereno; que hacen falta refuerzos, al que llaman primero es a Escaleras; que alguien está de baja, no hay problemas, se telefonea a Escaleras y asunto concluido.

—No te enfades, cariño. Cuando me llaman de comisaría es porque mi presencia es necesaria. ¡Algo habrá pasado!

—Sí, eso es lo que siempre dices y luego resulta que lo urgente es que hagas el turno del Pacense porque de la borrachera que se ha pillado la noche anterior no se tiene de pie.

—¡Qué exagerada eres!

Ambrosio era consciente de que su esposa estaba más cargada de razón que un santo; sabía que, a fuerza de ser bueno, los demás se aprovechaban de su generosidad mas, por el momento, no podía tomar ninguna resolución. Solo aguantar y soportar la acusación de su mujer, cuyo carácter se agriaba a medida que la fecha de la boda se alejaba.

Como acto de rebeldía contra su jefe, resolvió no apresurarse e ir caminando hasta la estación de Villalba. Si se retrasaba, allá penas. No se podía salir de servicio a las diez de la noche y entrar a las ocho de la mañana. «¡No sé para qué coños están los sindicatos si no pueden conseguir que respeten nuestros turnos!», pensó. En un quiosco compró el periódico para que los tres cuartos de hora que duraba el trayecto se le hicieran más amenos. Antes leía más prensa, pero de un tiempo acá se había cansado de ella; le aburría y, además, era cara. Oyó el pitido de la máquina que se acercaba e involuntariamente se dio prisa para alcanzarlo. Mala suerte. Al buscar el bono de transportes comprobó que lo había olvidado en casa y, mientras sacaba un billete sencillo en taquilla, el convoy partió sin él y sin otros viajeros que, a pesar de un acelerón supino, no habían podido alcanzar el tren.

Buscó un asiento donde hojear cómodamente el periódico, pero todos estaban ocupados y la mayoría de los viajeros esperaban de pie.

En poco más de cinco minutos que tardó en llegar el nuevo tren, los andenes se cubrieron con los zapatos de hombres y mujeres que se disponían velozmente a subir para conseguir un asiento vacío y no viajar colgados de una barra. Era una de esas formaciones de coches nuevos diseñados pensando en los trabajadores y empleados de la gran ciudad: asientos y revestimientos acrílicos, cristales ahumados, aire acondicionado, música clásica para amainar los malos humores de la mañana y letreros luminosos que alternativamente anunciaban la hora, la temperatura y el nombre de la estación próxima.

Rara vez se dormía cuando viajaba, pero esa mañana, viendo a algunas personas roncar y percibiendo la fatiga que la noche y la cama no habían mitigado, pensó que si hubiera podido sentarse habría echado una cabezada. Desplegó el diario con ánimo de leer aunque solo fueran los titulares, si bien no pudo. Siempre le habían llamado la atención los viajeros que estando de pie eran capaces de escudriñar los artículos y, más todavía, los que conducían con el periódico desplegado sobre el volante. Él era incapaz: las letras le bailaban y su cuerpo se tambaleaba a la menor sacudida. Los vagones estaban repletos y en cada parada subía más y más gente: oficinistas trajeados, funcionarios pulcros, secretarias elegantes junto a albañiles y peones malolientes y fumadores, empleados municipales con olor a anís, estudiantes madrugadores…, todos formando una amalgama incoherente, inarmónica de colores y aromas.

Al llegar a la estación de Chamartín, el coche de Escaleras se quedó medio vacío. Él continuaba hasta Atocha, para allí coger el metro. El suburbano también estaba repleto. Las mismas personas, las mismas caras, los mismos oficios, los mismos olores que en el tren, pero mucho más acentuados porque el aire estaba más viciado allí, en la oscuridad de las galerías subterráneas. Ambrosio se admiraba de la obra de ingeniería que suponía la excavación de tan ingentes masas de tierras y rocas y de la apertura certera de túneles. Si se paraba a reflexionar detenidamente en la envergadura de las obras del metro, se desazonaba, pues el paso siguiente era considerar los grandes inventos y conquistas de la humanidad en el siglo xx: las expediciones al espacio, los desplazamientos en avión, la capacidad de flote y navegación de los mastodónticos buques, el mismo automóvil; los progresos técnicos, como la televisión, la radio, el teléfono, la luz; los avances científicos en medicina, en robótica, en mecanización… Se volvía loco de pensar en lo que el hombre había logrado en tiempo tan breve, pero se entristecía de inmediato al darse cuenta de que comprendía muy pocos de esos adelantos. Seguía reflexionando y se acongojaba, procurando no dar libre cauce al raudal de descalificaciones que se hacía al recapacitar que, si hipotéticamente el mundo sufriera una hecatombe, tal como una guerra nuclear masiva, y solo quedaran él y unos cuantos más, difícilmente sería capaz de reconstruir ninguna de las mejoras que había utilizado, volviendo casi de seguro a una etapa próxima a la Edad de Piedra. «¡Qué inutilidad! ¡Vaya formación! ¡No sé nada!», se reprochaba sin clemencia.

Los pasillos que comunicaban unas paradas con otras eran un hervidero de transeúntes que se desplazaban ordenadamente en sentido contrario. Iban deprisa, con soltura, mirando el cogote del que marchaba delante. No les hacía falta consultar los carteles donde se marcaban las direcciones; se sabían el camino, los pasos que debían dar, las escaleras que subían o que bajaban, los giros a la izquierda o derecha. Sin embargo, realizaban esas maniobras inconscientemente; bastaba con seguir a quien los precedía, ya que todos desembocaban en el mismo punto. 

Ambrosio se consoló al pensar en la barbarie de la masa de hombres y mujeres que se apresuraban para no perder el transbordo y no tener que esperar cinco minutos cruciales para el objetivo de ser puntuales y fichar a las ocho en punto: no antes, causa de descontento, ni más tarde, motivo de sanción. ¿Cuántas de esas personas eran diferentes a él?, continuaba cavilando. Quizá eran tan ignorantes o más. ¡Vaya humanidad! «Menos mal que de este grupo de borregos sale de vez en cuando un prodigio o un genio que con su sabiduría logra desarrollar inventos y técnicas novedosas de las que nos aprovechamos todos. Pero incluso esos sabios son especialistas en algo muy concreto, en su parcela, y unos negados para otras, con lo cual son un poco más listos, pero, en comparación con el conjunto de conocimientos que el ser humano ha creado, no dejan de estar tan limitados como nosotros, los pobres. Aunque, claro, podrían responder que ellos, al fin y al cabo, ya han logrado algo transcendente», pensaba el joven inspector. Llevaban razón; sin embargo, él, como policía, como guardián del orden, colaboraba a que otros, los científicos, desarrollaran su labor sin ser perturbados por maleantes, ladrones y gente de mal vivir y peor querer.

Cuando salió a la calle, una luz limpia inundaba la plaza. Las tiendas aún permanecían cerradas y las aceras, medio vacías. De las puertas de los bares emergía un vocerío apagado y opaco del que se distinguía el enérgico y alegre «¡marchando!» del camarero. Contraviniendo sus normas habituales, se permitió el lujo de entrar en una cafetería y degustar un café con leche caliente y ver de cerca el trajín del camarero. El agradable regusto del café lo acompañó hasta los aledaños de la comisaría. Al cruzar el umbral, se percató de que todavía llegaba unos minutos adelantado, cuando expresamente se había propuesto llegar tarde.


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