El pub disponía de una pista de baile donde la multitud se abarrotaba. Todo el local se hallaba repleto de gente alegre por las fiestas que se celebraban. El apogeo de las mismas se encontraba en un punto en el que pensábamos que no terminaría y que esa felicidad que nos desbordaba se quedaría con nosotros para siempre.
En el garito reinaba una penumbra que solo permitía distinguir a los más cercanos. Caras alegres y sonrientes y cuerpos que vibraban con el ritmo de canciones conocidas. El círculo central, en el que los más desinhibidos bailaban, era el altar iluminado donde contemplábamos los contoneos de los danzantes. Entre ellos distinguí a mi sobrino Julio. Destacaba inconfundiblemente por su altura, delgadez, blancura y su pelo rubio más bien largo. Lo saludé desde la lejanía, moviendo los brazos y, en ese mismo impulso, agitando mi cuerpo siguiendo el compás de la música. Él me devolvió sonriente el saludo de manera idéntica. Me alegré de su efusividad a la vez que me sorprendió, pues no era habitual una reacción suya tan espontánea. La justifiqué pensando que se había contagiado de la animación general, o tal vez fuera cargado de alcohol. De nuevo, pasados unos minutos, entré en contacto visual con él y agitamos los brazos en señal de mutuo reconocimiento.
Lo terminé de perder de vista. No quise ser pesado, creyendo que lo conveniente era dejarlo en paz disfrutando de la compañía de sus amigos. Quizás yo fuera consciente de que era hora de retirarnos y dejar que la efusiva juventud agotara las últimas brasas de la hoguera de la juerga. Me recosté en un banco de obra alto, corrido a la pared. Al reposar, noté el agobio de la fatiga. Mi hermana, al verme sentado, me entregó a Mario, mi otro sobrino, para que lo tuviera un rato en brazos. El pequeño era una semilla que se desarrollaría según los patrones de crecimiento que había seguido el que se hallaba bailando en la pista. Mario, de momento, era vivaracho y muy divertido, y estar con él era siempre ocasión de disfrutar de su alegría. Así pues, una vez en mis brazos, nos pusimos a jugar, liberando a mi hermana para que pudiera participar mejor de la fiesta.
El cansancio desapareció mientras jugaba con Mario. Su madre nos controlaba para comprobar que todo marchaba bien. Con mi mirada la intentaba tranquilizar y creo que se olvidó de nosotros durante un rato. Cuando quise darme cuenta, me percaté de la presencia de aquel que yo pensaba que era mi otro sobrino. No se trataba de Julio, sino de una chica rodeada por unos amigos. Fue ella la que fijó en mí la mirada sonriendo.
—Perdona, te he confundido con otra persona —me disculpé avergonzado por mi error. No le expliqué que en la penumbra me había parecido mi sobrino.
Le hizo gracia mi explicación. Me sorprendió su disposición a charlar; más bien esperaba que se diera la vuelta y me tomara por un imbécil.
—Es mi sobrino —le aclaré después de que ella le hiciera una carantoña.
Me pareció una chica fuera de lo común. Se trataba de una versión femenina, idealizada de la figura de mi sobrino mayor. Era alta, pero sin que su altura llegara a amedrentar, gracias a su elegante delgadez. Era rubia, media melena, con pelo fino que no me desagradaba; sus rasgos faciales eran delicados y proporcionados, tal vez demasiado diminutos para su espigada figura. Me gustó que no llevara maquillaje y que su cutis mostrara las pequeñas cicatrices y manchas que le proporcionaban una personalidad consolidada y sincera.
—¿Me lo dejas coger?
No se me ocurrió que a mi hermana no le gustara que una extraña tomara a su hijo en brazos. En ese momento, el niño era mío.
—Desde luego —le respondí, mientras se lo ponía en los brazos.
—No, en brazos no, a caballito —me pidió.
Me sorprendió la ocurrencia, pero no le di la mayor importancia. Además, Mario reía entusiasmado con la idea, pues echaba sus bracines para que ella los tomara.
Se sentó a mi lado, apartándose de su grupo. Se estiró la blusa y dejó el bolso en el asiento. Cuando estaba a punto de depositar el cuerpo del niño en su cuello, el brazo de mi hermana detuvo la maniobra. No me dijo nada, pero su mirada era un mensaje reprobatorio serio, como si me reprochara si era tonto o algo parecido.
Se alejó con Mario, dejándome al lado de esa chica. En ese breve espacio de tiempo había podido fijarme en su escote y contemplar, excitado, la base ondulada de su pecho. A su lado me sentía en la gloria. Su cercanía era un fuego acogedor. Me gustaba cómo no apartaba de mí los ojos y cómo escudriñaba a través de ellos mi personalidad. Me sentí avergonzado porque buscaba en mi interior un manantial de sentimientos puros y yo sabía que no podía sino rezumar un agua turbia. Con todo, me quedé a su lado, buscando un cobijo íntimo, aunque solo fuera durante unos minutos más. No era capaz de separarme, sabiendo que ya nunca más disfrutaría del deleite de esa palmera tierna en la travesía de mi vida. Era duro afrontar la aridez de caminar solo. Estaba seguro de que en el momento en que me incorporara sufriría un desaliento prolongado. Por eso la miraba idolatrándola, sin abrir la boca. Sin embargo, fui lo suficientemente osado como para rodear con mi brazo su cuerpo y atraerla hacia mí. La besé en ese cutis fresco, erosionado por sus experiencias sentimentales.
Se incorporó a su pandilla. Interpreté su alejamiento como una oportunidad para que yo reflexionara. Ella entendía que no podía tomar una decisión si no me dejaba solo. No me pareció bien esta separación, pues su ausencia ya me hería. Con algo similar a un ataque de celos observé cómo interactuaba. Su magia se desvanecía en compañía de sus amigos. La pandilla la formaban una pareja y dos chicos, uno de los cuales era de una obesidad llamativa.
Desde el momento en que conocí a Ambrosia, lo demás pasó a un segundo plano. La música y la animación habían decaído y mi familia se había marchado casi sin despedirse, contando con que no tardaría en recogerme.
Transcurridos unos minutos, desperté. No era un sueño lo que me acababa de ocurrir, pero tuve la impresión de que me había adormecido. Ambrosia y sus amigos continuaban allí, a corta distancia; noté que el jolgorio se reavivaba y la música animaba con mucho entusiasmo. Desde la pista, alguien me llamó. Me acerqué a ver quién era. Se trataba de mi amigo Miguel Ángel. Estaba bailando y me animaba a que me sumara. Me puse a mover el cuerpo, pero fui consciente de mis limitaciones. Desde hacía tiempo arrastraba una lesión de menisco que me impedía saltar, por lo que solo me contoneaba, dejando que las olas de la música me mecieran en mínimos giros. Era consciente de que Ambrosia seguía mis movimientos en la pista de baile y me esforzaba por no parecer un paralítico, pero mis músculos eran incapaces de responder a mis deseos de impresionar a la muchacha. De repente la música cesó. Nos miramos unos a otros cuando los segundos se sucedieron sin que volviera a sonar. Todos depositamos nuestra incertidumbre en el disyóquey que manipulaba el aparato de música. Confiábamos en que solucionaría la avería de un momento a otro, pero no sucedió esto.
—No lo penséis más y pasaros al local de al lado —animó a la concurrencia alguien desde la entrada.
—Vete de aquí, cabronazo. No te metas donde no te llaman —le respondió enfadado el que manipulaba el tocadiscos.
Seguíamos inquietos la evolución de la situación. Nadie se había movido del sitio y creíamos que el dueño del pub sería lo suficientemente diestro como para ponerlo de nuevo en marcha. Sin embargo, cuando comprobamos que comenzaba a desenroscar una de las piezas más voluminosas del equipo, nos convencimos de que la avería era seria. Poco a poco, el personal apuró sus bebidas y salieron para pasarse al otro local.
Tardé más tiempo en reaccionar que los demás. No me moví hasta que contemplé a Ambrosia sola, sentada en el mismo banco. Ahora ya no me sonreía. La noté contrariada, como si esperara una respuesta. No tomé en serio su actitud. Antes de sentarme a su lado, creí que sería posible recobrar la intimidad de la que había gozado hacía poco. Sin embargo, cuando otra vez la atraje a mí, supe que no era viable acariciarla si no respondía a la pregunta que no adivinaba y no deseaba que me formulara.
—¿Qué has pensado? —me planteó de sopetón.
En lo más profundo de mi ser sabía a qué se refería, pero no quería ser consciente.
Al notar mi parálisis se impacientó.
—Mira, ya he sido herida tres veces en el mismo sitio —dijo señalando muy levemente su corazón— y no estoy dispuesta…
No quiso continuar, pero entendí que me exigía una decisión sincera. Me asusté y entré en pánico.
—...prefiero aunque sea estar con ese gordo baboso el mes que me queda por estar aquí, que…
Tampoco acabó la frase.
No sé de dónde mis piernas sacaron fuerzas para cruzar la pista ya desierta e iluminada para abandonar el pub, dejando a Ambrosia sentada. No tuve el valor de buscar unas palabras de desagravio o generosas para desearle buena suerte.
En el umbral me crucé con el gordinflón y me dio un empujón. Le oí cómo la llamaba. No me atreví a verla salir acompañada por ese tipo adiposo.
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