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Milú


Te deleitas sabiendo que te sientes observado. Ahora estás de pie delante de la barra de un pub. Te acompañan dos amigos, pero es en ti en quien posa los ojos esa pareja de chicas que está sentada detrás de ti. Lo sabes de sobra, tan solo con haberte dado cuenta de su presencia. No dejarán de contemplar tus anchas espaldas ni las piernas robustas del atleta en el que te has convertido. Las miradas de las mujeres son directas, para bien o para mal. Te comen con los ojos o, si llega el caso, te despachan sin contemplaciones. Ahora, muchas te devorarían si tú consintieras. De momento, las dejas que sufran, que maquinen la manera de entrarte. Puede ser que te vengan a pedir fuego, o a por otra consumición junto a vosotros y os sonrían para que las digáis algo. No tardarán demasiado en intentarlo. Mientras se decidan, sigues ignorándolas. No te importa si te gusta alguna o no. Te es indiferente, tú a lo tuyo. Ahora te encuentras con estos colegas y disfrutas con su charla. Si se acercan, ya no será lo mismo, porque se van a mostrar complacientes con ellas pensando que sienten interés por ellos, ¡pobres tontos!

Aunque no las mires, sabes que están allí y llega a molestarte que continúen deleitándose contigo. Por eso, te darás la vuelta y te apoyarás en la barra para desafiarlas descaradamente. Tu semblante será risueño, intentando contactar con ellas con esa mirada tierna que no necesitas forzar, porque tus ojos siempre cuestionan cualquier verdad que todos estemos dispuestos a aceptar, o la sinceridad del alma más cándida. No es conmiseración, es la mirada de la certidumbre de la inconsistencia humana, tu única fe. Nunca la cuestionarás directamente, pero tu leve sonrisa socarrona y tus chispeantes ojos de distanciamiento no dejarán duda de tus creencias. Y eres de los acólitos que nunca renuncia a sus creencias. Todas para ti son iguales. Hace tiempo que perdiste la ilusión por un alma femenina pura, no contaminada por la maldad y el desprecio que sentiste durante muchos años por su parte. Es tu tiempo de venganza. Ahora eres tú el que las dominas y haces lo que te da la gana, sin ningún remordimiento. 

 

 

 

Antes, mucho antes, saliste de casa. Tienes trece años. En la mano llevas la cartera camino de la escuela. Vas solo. Tu madre ya no te acompaña. Te sientes aseado con ternura. Hueles a colonia, un perfume agradable que te gusta. Caminas por la ancha acera. El sol de la mañana te da en la cara, pero sus rayos no te molestan. Crees que iluminan tu pelo rubio aún humedecido para poder peinarlo. Te gusta mirarte en los escaparates y comprobar que todo está en orden: tu pelo sin crestas, tu piel hidratada, tus dientes blancos limpios, tu ropa elegante, tus zapatos bien lustrados… Caminas con pasos seguros, balanceando la cartera hacia delante, hacia atrás.

Detrás de ti se oyen las risitas hirientes de tres niñas que también se dirigen a la misma escuela que tú. Las conoces de vista, no son compañeras de clase. Ya sabes de qué se ríen; no es la primera vez que te conviertes en el motivo de su risa tonta. No oyes lo que dicen, porque cuchichean. Sin embargo, sabes la letra de sus musitaciones. Y, cuando eres consciente de que se burlan de ti, dejas de pensar en tu impecable atuendo y en lo feliz que eras mientras el sol de la mañana te recibía nada más salir de casa. No cambiarás el ritmo de tu paso, para no dar indicio de que te molestan esas tres mocosas que van detrás, pero, con su presencia, te obsesionas con tu inmenso cuerpo. Te sobra carne y sebo por todas partes, sobre todo, en la descomunal barriga impropia de un niño. No te culpabilizas por ser obeso, ya que no haces nada a propósito que sea su causa. Comes lo que te sirven en la mesa y no compras más chucherías que otros niños, pero tú tienes una barriga prominente y unas piernas y brazos con más volumen. No te lo dicen a la cara, no obstante, sabes que eres gordo. Si los demás niños no se meten contigo por esta causa es porque temen tu reacción, pues tu fuerza es descomunal; además, eres mucho más inteligente. Pero es tu gordura la que corre de voz en voz sin que nadie pueda reprimir sus ansias de proclamarla. Eres gordo sin remedio y tu fisionomía llama la atención de todos.

Podrías detenerte y dejar que te adelantaran esas niñas imbéciles, incluso amedrentarlas, pero sería contraproducente porque a tu defecto físico se sumaría una conducta feroz. Mejor sufrir con resignación sus burlas.  

 

 

 

Como habías previsto, las dos chicas se levantan y piden al camarero otra consumición. Mientras esperan a ser servidas, una, la más atrevida, se da media vuelta con un cigarrillo en los labios.

—¿Me das fuego? —se dirige a ti.

Sin responder, la miras con tus grandes ojos clavados en su máscara, que representa despreocupación.

—Yo tengo —Uno de tus amigos le enciende el mechero en la punta del cigarrillo.

—Gracias.

—De nada…

Continúas mirándola y sonríes.

—¿De qué te ríes? —te dice sin comprender tu actitud.

—De ti, de vosotras…

—No le hagas caso a Ramón —interviene el que le ha dado fuego—. Es un tipo extraño.

—¡Extraño! —se sorprende.

—No es fácil saber lo que piensa —le sigue largando mientras tú continúas hablando con los ojos y la sonrisa contenida.

—¡Qué misterioso! ¿No?

—No le hagas caso, que no sabe lo que dice —formulas por primera vez algo que ellas entienden.

El camarero ha terminado de servirlas y el otro amigo, antes de que paguen, se adelanta y las invita.

—Gracias —dice la otra con el dinero en las manos.

Nadie les pide que se queden con vosotros, pero, de momento, no se van. En la mesa donde antes estaban sentadas se encuentran sus bolsos y sus respectivos abrigos. De vez en cuando, desvían la mirada hacia sus pertenencias.

—¿Sois del barrio? —pregunta la no fumadora.

—Nosotros, no, pero Ramón ha vivido aquí siempre.

Las dos chicas lo miran sorprendidas, como si no fuera cierto.

Tú asientes misteriosamente.

—¿Vosotras?

—También vivimos aquí, en un piso de estudiantes.

—¿Qué estudiáis?

 

 

 

La maestra se empeña en sentarte en la mesa según el orden de tu apellido y te lo recuerda cuando se fija que te has sentado en la última fila. Te ha castigado por desobediente, pero tu empeño por estar detrás es más fuerte. No le dices la causa por la que defiendes tu derecho a elegir el lugar que ocupas. Está tan cegata que no es capaz de descubrirlo. Tu obesidad al fondo se diluye en el firmamento del aula: eres un barquichuelo diminuto que zozobra en ese mar de chiquillos burlones y salvajes. Detrás de ti, solo las mesas junto a la pared donde dejáis apilados los abrigos. Desde tu sitio contemplas el panorama de cabezas que fijan su mirada en la pizarra o en la mesa de la maestra. Puedes ver con detalle a cada uno de tus compañeros. Ninguno de ellos tiene tu misma fisonomía desbordada. Son muchachos desgarbados e, incluso, alguno raquítico. Todos creen tener derecho a juzgarte y despreciarte por tu gordura. No eres un gordo simpático, dispuesto a seguir imperturbable cualquier broma a propósito de tu cuerpo. Te quedas callado y tu mirada es lo suficientemente expresiva como para abortar cualquier continuada chacota. Se podrán reír de ti, pero no estando tú delante, o aireando tú mismo las ocurrencias, según ellos, divertidas a propósito de tu físico. No, que se rían de lo que quieran, menos de ti. No buscas su comprensión ni haces nada por ganarte su confianza, primer paso para que te acepten como eres. Te importa un pepino su amistad, ¡cómo si pudieran compensarte en algo! Son un puñado de imbéciles intrascendentes. Los sacas una cabeza a todos y tu inteligencia sobresale a la suya. ¿Qué te pueden aportar? Nada, solo escarnio cuando se apartan de ti.

 

 

 

No te equivocaste en tus previsiones. Ahora estáis en otro garito y lleváis ya varias consumiciones. Parece imposible que, por la amena conversación que mantenéis, os hayáis conocido hace tan solo unas horas. Ya sabes mucho de su vida, en especial de la chica no fumadora, que se llama Cati, con ese apelativo quiere que se dirijan a ella. La fumadora, Yolanda, habla de manera intermitente con tus amigos. Tú estás sentado al lado de Cati y, de vez en cuando, te echas hacia atrás sorprendiéndote de lo que cuenta, como si pusieras una pizca de incredulidad a su relato. ¡Es tan alegre y expansiva! Debes mantenerte frío para no contagiarte de su entusiasmo. Pero prefieres que sea ella la que largue, a que te pida que le cuentes tú. No te apetece que sepa nada de ti, ni de lo malo, ni de lo bueno. Que sea ella la que se recree contándote intríngulis de su carrera universitaria, de los profesores tan singulares que le dan clase y de sus compañeros de Psicología; o que alabe las bondades de su tierra natal, que tú conoces seguramente mejor que ella, pero no le dices que te la has pateado de un lado a otro; le dejas que hable del mar, de los acantilados, del paisaje verde, de la añoranza de la lluvia… ¡Le gusta la lluvia! Levantas levemente los hombros y contienes una risa que no llega a manifestarse, ya que tus labios no la dejan salir. Cati parece feliz porque la escuchas. A veces desvía los ojos de ti y su mirada vaga como ciega por el universo de ese antro donde ellas os han llevado para que lo conocierais.

—Bueno, Ramón, y tú, ¿qué me cuentas?

Pones la espalda recta y echas hacia atrás la cabeza antes de responder.

—Nada, no te puedo contar nada.

—¡Qué raro! Algo podrás decirme…

—¿Sí?

Y te ríes sin ser descarado, y tus ojos brillan creando un mundo de ilusiones que solo Cati es capaz de observar.  

 

 

 

 —Ramón, ¿por qué no sales a jugar? —te sugiere tu madre.

Te vas porque no puedes aguantar a tu madre angustiada. Sabes que te quiere y que le resulta muy doloroso verte solo en casa, sobre todo cuando el tiempo es bueno.

—Seguramente en el parque hay otros chicos con los que puedes jugar…

Bajas despacio. Tu madre se asoma al balcón para seguir tus pasos, por eso te diriges al parque, pero, cuando te pierde de vista, cambias la dirección. Deambulas por las calles próximas sin hablar con nadie. Al final, acabas yendo al parque. Está muy animado. Hay grupos que juegan al balón o a la maya, otros dan vueltas con la bici, otros trapichean con cromos; las niñas juegan a la goma, o parlotean contándose conversaciones interesantes que han mantenido con amigas que no se encuentran presentes en ese momento. Te sientas en un banco y sacas de debajo del jersey el tebeo que te has traído para entretenerte. Cuando estás leyendo, un grupito de niñas de esas que no paran de reír y hablar se calla y te mira. Al poco, las chicas se carcajean otra vez. Se detienen sin saber por qué, mientras una de ellas les musita. Al terminar, otra vez te observan y comienzan a reírse. Supones que les habrá contado que te conoce y les habrá referido lo gordo y antipático que eres. Otra vez el corro niñas se queda en silencio escuchando sus ocurrencias. Cuando una de ellas se te acerca, entiendes lo que ha pasado.

—¿Cómo te llamas? —te pregunta una niña a la que parece que le han retado para que se dirija a tu banco y te hable.

Compruebas que es la más pequeña y la más inocente. Esta es la razón por la cual no te enfadas.

—Me llamo Ramón y ¿tú?

—Rosalía.

—Rosalía… ¡Qué nombre más bonito!

—¿Quieres ser mi novio? —te pregunta y te sonríe ingenua porque ya ha cumplido el encargo de las mayores.

—Me encantaría, Rosalía, pero es que ya tengo novia.

—¿Cómo se llama?

—Es una amiga tuya.

—¿Cuál?

—Es esa pelirroja con pecas en la cara… Vete y dile que me venga a ver, que le quiero dar un beso.

Rosalía trota de vuelta a donde se hallan sus amigas. Las ves que escuchan atentas el mensaje que les has mandado y cómo la pelirroja se enfada y todas se alejan dejándote en paz.

 

 

 

Te quedas solo con Cati. Su amiga y los tuyos continúan por ahí. Cuando te quieres dar cuenta se echa hacia ti y te besa. Tardas en abrazarla, pero terminas atrayéndola hacia ti. Cuando el beso finaliza, te quedas mirándola, sonriendo. No esperabas que el deseo amoroso se manifestara tan pronto, aunque estabas convencido de que se produciría. Ya está. Ahora dudas cómo reaccionar. No quieres tomar la iniciativa; tampoco tienes prisa por nada. Solo la miras y esperas que sea Cati la que diga algo.

—¿Te ha gustado?

—¿El beso…? Psss, no está mal.

—¡Qué desaborido eres, hijo! —Cati amaga con enfadarse.

Sabes provocar y adelantas que su reacción inmediata será repetirlo con más pasión. Ahora la vas a rodear con tus brazos y ella palpita pegada a tu pecho de lobo. Te da pequeños pellizcos en tu cara barbuda y te pasa la mano por la cabeza, acariciando tu pelo rasurado al mínimo. Le permites que recorra disimuladamente tus brazos titánicos y que sus dedos cabalguen en tu abdomen musculoso. Ese reconocimiento te inquieta, porque cada una de sus leves caricias y roces te recuerdan dolorosamente tu cuerpo deformado de niño. Donde antes había grasa e incontinencia de humores, ahora solo hay músculo que ha terminado moldeando tu cuerpo atlético presente, digno de admiración de muchas mujeres. Sientes casi el mismo desprecio por las que se mofaban de tu obesidad, como las que se sienten atraídas por tu apostura. Estás harto de que dejen perdida su mirada recreándose con tu cuerpo y con tu atractiva cara, como estabas cansado en el pasado de que se mofaran de ti por tu gordura. De niño, tu inteligencia era otro motivo más para meterse contigo; ahora, hecho adulto, es un regalo extraordinario que las deja extasiadas.

—Ay, Cati, Cati…

—¿Qué quieres decir?

—Nada, no quiero decir nada.

Está desconcertada, pero sabes que tu distante actitud no le va a impedir cumplir su determinada voluntad de continuar contigo, y contienes esa risa tuya durante unos segundos hasta que la presa de tus labios la deja salir sin estruendo y lentamente.

 

 

 

 —¿Te lo has pasado bien en el parque?

—Sí.

—¿Has jugado con otros niños?

—Sí. —Mientes, cuando regresas a casa.

No quieres hacer sufrir a su tu madre, por eso engañarás o harás lo que sea para que ella no esté preocupada por ti. La mentira será tu compañera toda la vida, por una u otra causa. Una amiga mala que te produce tribulación por no tener nadie que te comprenda y que te eche una mano. De todos modos, aprendes a soportar el dolor, el aislamiento y el desprecio lejano que te acorrala como un fuego incontrolado del que has de huir para no acabar noqueado. Tú sabes salir de los continuos embates que la vida te plantea: con valentía y orgullo, no dejándote pisar por nadie, pero a costa de no ser feliz. Sin embargo, vives y luchas para que tu madre se olvide de ti y te vea como un niño normal, como los hijos normales de las demás madres. Es triste que un niño se sepa solo, que los adultos no sean conscientes de la maldad que hay en la infancia. Es un mundo en el que debes aprender a sobrevivir sin la ayuda de padres ni maestros. Suerte si tienes un amigo que haga piña contigo y alivie la carga de la mofa que has de soportar, pero la fortuna no te ha acompañado en este sentido. Tu único consuelo en la rutina de tus días de soledad y oprobio son los tebeos, sobre todo, Tintín. Él te introduce en historias en las que el protagonista se rige por la sed de justicia, y te conduce a países donde surgen misterios que nunca se presentan en tu cotidiana existencia. Pero, incluso, esta afición es motivo de escarnio para tus enemigos, que no comprenden que un niño ahorre para comprarse cómics que ellos no entienden, en vez de gastar las propinas en chucherías.

 

 

 

No has querido que saliera de tu casa sola. Los dos bajáis por las anchas escaleras que os conducen a la calle.

—Jo, Ramón, ¡qué caserón tienes en pleno Madrid! —te dice cuando estáis a punto de despediros.

—Ya ves…

No le has enseñado el piso que heredaste, tan solo ha visto el salón y tu habitación, y ahora, ya de día, la noble escalera por la que descendéis. Habéis pasado juntos la noche y, por la mañana, antes de que se despertara, le has preparado un desayuno opíparo, un desayuno como el que nunca había disfrutado. Se ha sorprendido y has visto cómo se ruborizaba. ¿Por qué? ¿Por sentirse extraña en un palacio en tu principesca presencia? La acogiste con naturalidad. ¡No podías dejar sin homenajear a la muchacha que acababa de compartir tu lecho contigo! Desayunasteis despacio, saboreando cada uno de los distintos bocados de todo lo que habías preparado, sabiendo que sería el primer y el último desayuno que compartiríais. Procuraste hablar más que las horas anteriores y le fuiste prodigando detalles de las delicias que estabais degustando.

—Pero ¿fumas, Ramón? —se sorprendió cuando acabasteis de comer al verte que prendías un Malboro.

—Solo después del desayuno.

—¿Y desayunas siempre así?

—Sí, y siempre, después, me fumo un cigarro.

Poca más información sacó de ti, aunque se interesó por tu vida y quiso saber a qué te dedicabas.

—Vivo el presente —le dijiste dejando claro que el pasado no te importaba y no mostrabas incertidumbre por el futuro.

Ahora, cuando estáis a punto de separaros, sigues tranquilo.

—Aquí me quedo, Cati. Ya no te acompaño más —le anuncias.

—¿No quieres conocer mi piso?

—No, Cati. Quizá en otra ocasión.

—¿No quieres que nos veamos otro día? —te ruega Cati, próxima al llanto, anticipando un adiós para siempre.

—Es mejor para los dos. Tal vez, si el destino es generoso, nos encontremos de nuevo y podamos charlar —le consuelas sabiendo que esa posibilidad en Madrid es muy remota.

La abrazas tiernamente para despediros y la obligas a que te dé la espalda y comience a andar. Tú rehaces el camino sin comprobar si ella se ha dado la vuelta para mirarte. Es posible que sea así, pero no quieres enfrentarte de nuevo a sus ojos llenos de lágrimas.

Nada más introducir la llave en la cerradura y de abrir la puerta, Milú, el foxterrier con el que compartes la soledad de tu vida, da un salto y lo coges en brazos.

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