La sala de espera estaba iluminada con varias lámparas que, colgadas del techo, se acercaban a los viajeros. Era una luz intensa y cálida comparada con la escasa luz de los andenes. Éramos muchos los que allí nos hallábamos. En mi caso, esperaba la conexión del nocturno de Santander para llegar a Ávila; la intención de los otros me era desconocida: no sé si aguardaban a que se abriera el despacho de billetes o familiares que los recogieran. Mi mirada se dirigía alternativamente a la taquilla acristalada y al andén, donde en cualquier momento había de tomar el tren. En la estación se habían juntado muchos nocturnos que se dirigían al norte: allí, detenido, estaba el que tenía como destino Irún y La Coruña; también el Rías Bajas , el Rías Altas y el mío, El Cantábrico . Los maquinistas habían descendido de la cabina y departían entre ellos. De vez en cuando miraban hacia la oficina del jefe de estación, esperando la orden de reanudar la marcha. Como la parada se alargaba, también había...