Ir al contenido principal

Las permanencias

 

No le importó echarle una mano a Adelardo, porque su madre se lo exigió. La madre de él habló con la suya y se lo pidió como un favor para su hijo. Adelardo era un muchacho despistado y juguetón al que los deberes que el maestro ponía, le parecían una tarea tediosa, si se comparaba con los juegos con los amigos que se perdía hasta que no los acabara. A la madre se le ocurrió que, con la presencia de otro muchacho más aplicado y con menos pájaros en la cabeza, su hijo se animaría a acometer la tarea sin protestar tanto y con visos de realizarla tal cual la exigía el docente.

El alumno aplicado aceptó el encargo de su madre con la misma resignación que accedía a cuidar de sus hermanos pequeños, o a echar una mano en las tareas del hogar. Aceptaba esa responsabilidad que la vida le había asignado por ser el primero en venir al mundo. Al fin, lo de ir un rato a ayudar a Adelardo, era algo nuevo y podía resultar interesante.

—Ve en casa de tu amigo, Marcolino —le ordenó sin que él se hubiera acordado del encargo que había aceptado con anterioridad.

No le sentó bien lo de «amigo». Adelardo era compañero de escuela, pero no amigo. No le caía bien; tampoco, mal: ninguno de los dos sentía especial simpatía por el otro. Es un bocazas y un descarado, siempre inclinado a protagonizar las travesuras más arriesgadas y a liderar a otros con tan pocas luces como él. Con estos prejuicios, Marcolino ni sentía admiración ni afinidad con Adelardo.

Sabía dónde vivía —no muy lejos de su calle—, pero nunca había entrado en su casa. Le abrió la puerta su hermana. Su madre se encontraba en la cocina y le recibió allí mismo, mientras Margarita buscaba a su hermano. Al atravesar el portal, pudo fijarse bien en ella: era guapa, muy guapa, una moza como había pocas en el pueblo. No es que no supiera que Adelardo tenía una hermana mayor, es que nunca había estado tan cerca ni se había fijado con tanto detalle.

—Muchas gracias, Marcolino, por venir. Este Adelardo es una calamidad. No podemos con él —Se quejaba la madre.

Escuchó la retahíla de reproches, pero ya no los prestó atención. Únicamente se quedó con la idea de que la hermana también era responsable de su hermano pequeño. Solo sería cuestión de estar un rato, y luego, irse, había pensado, pero, después de observar el panorama en esos momentos, se hizo a la idea de que había descubierto una mina, cuyas galerías para extraer placer serían infinitas.

—¡Alelado!, que ha venido tu amigo a echarte una mano… —Margarita entraba en casa regañando a Adelardo.

Ahora sí que le gustó que su hermana lo considerara su amigo. Se fijó en los dos: Adelardo lo miraba con desprecio, y sin llegar a abrir la boca, todos entendieron que se sorprendía de ver a Marcolino en su casa; y se fijó en lo hermosa que estaba enfadada su hermana. Le costaba disimular la fuerza que le determinaba a no apartar la mirada de ella.

La madre, comprobando que su hijo ya estaba en casa, dejó a Margarita su custodia. Esta arrimó tres sillas al arca que había pegado a una de las paredes del portal. Cogió la cartera y la dejó sobre la improvisada mesa. A Adelardo le ordenó que se sentara en medio. Ella se situó a su izquierda y Marcolino, a la derecha. Los tres se quedaron mirando la cartera cerrada.

—¡Alelado! ¡A ver qué deberes te ha puesto el maestro! —le sacó de la modorra en la que se hallaba sumido su hermano.

Adelardo, decidido, abrió la cartera y extrajo el cuaderno. Había cuentas de dividir y de multiplicar; también problemas. Además, una redacción, cuyo tema a desarrollar era El buen tiempo. Marcolino se sintió aliviado al comprobar que la tarea era fácil y que no quedaría mal ante Margarita. En cambio, se decepcionó un poco con ella, porque no comprendía cómo una chica tan guapa, a la que asignaba la perfección también desde el punto de vista intelectual, no supiera corregir a su hermano las operaciones ni resolver los problemas.

Se relamía de placer comprobando cómo su superioridad se imponía sobre ambos hermanos. Adelardo era un negado; Margarita, inculta, le resultaba aún más atractiva. Era como si su ignorancia fuera una puerta por la que podía acceder a ella. Se relamía igual que gato que está a punto de zamparse un descuidado y desvalido pajarillo que picotea entre la hierba delante de su verdugo.

Marcolino procuraba no abrir la boca si no era para explicar los errores y aclarar los razonamientos seguidos para dar con la respuesta correcta, mientras los hermanos se enzarzaban en una bronca cada vez más encrespada. Margarita le llamaba burro redomado, y Adelardo estaba a punto de rebelarse contra ella dándole un manotazo, pero fue la hermana la que se adelantó y le zurció la cara.

—¡Tarado! ¡Que eres un tarado! ¡No te da envidia de tu amigo! ¡Sinvergüenza!

—Tonta el haba, tú sí que eres retrasada —le replicaba Adelardo.

Disfrutaba, pero temía que la trifulca acabara por abortar la relación tan animada que había comenzado.

Margarita, enfadada, también era irresistible. Enzarzada con su hermano, perdía el recato y, entre los manotazos que se arreaban, podía observar los vaivenes de su pecho, más al descubierto, porque uno de los botones de su blusa se había soltado. Descuidada por el enfrentamiento con Adelardo, podía fijar su mirada libre de los reproches que podría recibir, si la muchacha fuera más consciente de su decoro.

No temía a la hermana, temía a Adelardo. Sabía que la poca camaradería entre ellos, a partir de esos momentos dejaría de existir. No le quedaría más remedio que aceptar la imposición de su madre y hermana a que lo ayudara, pero fuera de su casa, no lo miraría a la cara.

Le era indiferente: lo mismo me da que me preste atención que no, es un podenco. Soportaré con gusto su desprecio, en todo caso si es necesario, con tal de estar al lado de su hermana. Marcolino asumía con descaro los riesgos de ayudar. Por lo que luchaba era por que Adelardo no descubriera el fin último por el que acudía a su casa a auxiliarlo con los deberes. No le importaba que se formara la idea de que era un tonto que aceptaba de buen grado ir a perder el tiempo con él; incluso, que la difundiera entre sus amigos. Me es indiferente lo que diga de mí. No me importa ni él, ni sus colegas. Sé lo que quiero. Quiero estar todas las tardes al lado de Margarita: que esté contenta, que esté enfada, me da igual. Siempre será una belleza a la que no me podré resistir. Eso era lo que le daría fuerzas para soportar su desprestigio.

—Venid a que os dé la merienda —indicó la madre, cuando intuyó que habían acabado.

Ambos se dirigieron a la cocina. Entró Adelardo antes; Marcolino, se retrasó a propósito para no perder de vista a Margarita. La muchacha se abrochaba la chaqueta y se recomponía la camisa y el pelo. Se la notaba sofocada, como si la lucha con su hermano le hubiera fatigado de tal modo, que necesitara tumbarse en la cama para descansar. Se metió en una de las habitaciones y ya no la volvió a ver esa tarde. Los dos atravesaron el portal con una rebanada de pan y una onza de chocolate.

—Ahora a jugar —Animaba la madre a los dos para que se distrajeran después del tremendo esfuerzo realizado.

Pero, una vez fuera, Adelardo tiró hacia arriba y Marcolino hacia abajo, sin dirigirse la palabra. Este, mientras saboreaba el chocolate, se regodeaba con los recuerdos que le había dejado Margarita. Sabía dónde se hallaría su panda, pero no quiso juntarse con ellos para alargar la felicidad que le proporcionaba pensar en ella.

Aunque al día siguiente, al acabar la escuela por la tarde, el maestro puso pocos deberes, Marcolino acudió a casa de Adelardo. Le abrió la puerta Margarita, que se sorprendió de su presencia, como si se le hubiera olvidado el objetivo de su venida.

—Vengo a ayudar a Adelardo con los deberes.

En ese momento reaccionó. Estaban lo dos solos. No se amilanó delante de ella: la miró descaradamente, sorprendiéndose de cómo esa chica era tan guapa, de cómo podía tener un cuerpo tan esbelto.

—Voy a ver si lo encuentro en el corral —dijo para escurrirse de la mirada fija de Marcolino.

Arrimó al arca las tres sillas. Adelardo sacó el cuaderno de la cartera. Eran más cuentas, pero no había redacción. Comprobando que la faena no era mucha y que se trataba de lo que ella no controlaba, retiró su asiento y los dejó solos. Adelardo estaba más concentrado que la tarde anterior y se dispuso con mejor ánimo a quitarse de encima las cuentas. Para sorpresa de Marcolino, las solucionó bien a la primera y él solo pudo certificar que así era, aunque las repasó con esmero, deseando encontrar algún fallo para alargar su presencia e, incluso, provocar a su compañero para que su hermana interviniera para poner orden. Sin embargo, todas estaban bien.

—He acabado —Avisó Adelardo a su hermana.

Solo pudo asentir para confirmar que decía la verdad. Sin recoger el cuaderno ni meterlo en la cartera, Adelardo se perdió por la entradilla camino al corral a continuar con lo que estuviera haciendo antes. Margarita apartó las sillas y metió el cuaderno en la cartera.

—Muchas gracias por venir, Marcolino.

Sin que lo acompañara a la puerta ni le diera la merienda, se marchó. Hoy ha estado más serena. También es bellísima cuando la calma ilumina su rostro, pero hoy ha sido poco el tiempo que he disfrutado de su presencia. Ante ella soy un mueble o un objeto que sirve para lo que está diseñado, pero que no despierta emociones. Eso creo que soy para ella: el muchacho que echa una mano a su hermano a cambio de nada. Esta decepción lo atormentó las horas que quedaban del día. Tampoco acudió a las eras donde sus amigos estarían jugando a la maya.

Esperaba que don Alderico, que durante la mañana había estado muy enfadado con ellos por portarse mal y no parar de hablar, se vengara cargándoles de tareas, pero, pese a ser viernes y disponer de más tiempo para realizar los deberes durante los dos días siguientes, los despachó hasta el lunes sin encomendar ninguna tarea, no siendo repasar las tablas de multiplicar.

¡Qué podía hacer! No puedo presentarme en su casa y ser yo el que le pida que me cante las tablas. No podré ver, con suerte, a Margarita hasta que no pasen unos días. Se desesperaba con este revés. Tantas horas sin estar cerca de ella era una travesía interminable en el más horrible de los desiertos, que se prolongaría lentamente pensando tan solo en sus ojos y en su boca fresca.

No la pudo ver hasta el domingo en la entrada de misa. Llegó junto a su madre. Las dos vestían elegantemente. La hija seguía mostrando la misma hermosura, pero no era igual: era patrimonio de todos los vecinos fijarse en ella y admirar su lindo cuerpo, que quedaba desposeído de su magnetismo particular al mostrarse a la luz del día. En casa, con ropas de diario, en la penumbra del portal, era solo para él.

Ninguna vergüenza mostró en merodear cerca suyo a la salida del acto religioso, cuando se demoró en un corrillo con otras muchachas. Intentaba hacerse notar, pero Margarita no le dijo nada, no sabía si por no percatarse de su presencia, o a propósito.

Esperó con impaciencia a que se acabara el domingo. Se recogió en casa antes de la hora habitual y revisó la cartera para comprobar que tenía todo lo necesario para el día siguiente.

Por la mañana, no fue preciso que su madre le metiera prisa para prepararse y llegó a la escuela de los primeros. Cuando apareció el maestro, le notó que traía mala cara. Se alegró. Esperaba que su enfado continuara a lo largo de la mañana, pero no fue así. Sus compañeros, además, tal vez por ser lunes, estaban con muy pocas ganas de armar jaleo, así que no fue necesario reconvenirlos en exceso. Por la tarde hubo algo más de animación, pero don Alderico no se enfadó más de lo acostumbrado y, cuando los despidió, no les puso deberes para realizar en casa. Todos se miraron sorprendidos y pensaron que tal vez se había olvidado. Marcolino, contrariado, no daba crédito a lo que sucedía. No poder ir a casa de Adelardo era una desgracia dolorosa. Otro día más sin estar cerca de Margarita era insoportable. Su ánimo decaído fue una alarma para su madre, pero no consintió en sincerarse con ella. ¡Sería ridículo confesar que echo de menos a esa chica! Además, tampoco deseo que nadie sepa mis sentimientos hacia ella. Era una sensación íntima y más gozosa por ser exclusiva de Margarita y de él.

Durante esa semana don Alderico no mandó ninguna tarea para realizar fuera del horario escolar. Pronto los alumnos se olvidaron de esa tediosa obligación. Tan solo se sorprendieron el viernes, cuando el maestro les entregó una cuartilla para que se la dieran a sus padres. En ella anunciaba que, a partir del lunes, primer día lectivo del mes, con horario de dos a tres, comenzarían las permanencias. El precio era de veinticinco pesetas por alumno. Justificaba la necesidad de esa hora más de escuela porque muchos no realizaban las tareas que encomendaba a diario y los que las hacían, las traían mal.

Marcolino dejó de mala gana ese papel en la mesa de la sala. Sabía que su madre accedería a que acudiera. No le importaba, lo que sentía era que ya no podría ir más a casa de Margarita.

Ese primer lunes de mes, después de comer apresuradamente, Marcolino y Adelardo se encontraron sin dirigirse la palabra entre el grupo de alumnos que se había apuntado. Don Alderico les mandó entrar en la escuela. Como sobraban mesas, les ordenó que se sentaran en las que se hallaban más próximas a la suya. Adelardo se situó justo enfrente de él. Mejor tenerlo lejos, al menos, que no le recordara a su hermana. Ahora era quien estaba enojado y no deseaba que nadie le dijera nada.

El maestro puso la lección y todos los alumnos comenzaron aplicados a trabajar, menos Adelardo, que se quedó mirándolo y riendo descaradamente. No había vez que levantara la vista del cuaderno, que no hallara a Adelardo con esa actitud insolente. En toda la hora que duró la permanencia, no fue capaz de desafiarlo manteniendo su mirada fija en él para averiguar de qué se reía.



Comentarios

Entradas populares de este blog

22. Buscar cinco pies al gato

  —… en realidad, solo los molestaremos unos momentos para formularles unas preguntas. A la faz de Escaleras regresaron la serenidad y el equilibrio muscular proporcionados in extremis por el hallazgo súbito de la palabra y la expresión justa, que lo ayudaron a huir del atolladero por el que se dirigía, fruto de la inconsistencia y la turbiedad de sus intenciones. El dominio del lenguaje, la fiera indomable, era para él una batalla permanente que le llevaba a desear lograr coherencia y luminosidad en su discurso. Momentos había en los que por su boca solo fluían oraciones simétricas y redondas, con una naturalidad y una claridad mental digna del más elocuente orador. Eran instantes que saboreaba con fruición. Orgulloso, olvidaba las veces en las que se atascaba, en las que las palabras, cuyo perfil significativo era inseguro, huían de la pronunciación, retirándose al reino del olvido, como duendes que se dejan ver cuando desean y, si no, se ocultan juguetones. Con ser harto inco...

34. La sinfonía del amor

  No anduvieron mucho trecho antes de entrar en otro bar con el simple nombre de Tal Cual. Allí se encontraron de nuevo con Bárbara y Paloma. Seve se había marchado o le habían dado esquinazo. Se saludaron entusiasmados, aunque no se sumaron a su corrillo por estar acompañadas por un numeroso grupo de estudiantes, entre los que sobresalía un mozo alto con una pelirroja barba que se hallaba concentrado en el ritual de liar un canuto. El Tal Cual era un bar montado apresuradamente aprovechando el momento en el que toda la movida nocturna se trasladó a esa plazuela. Se abrió con lo imprescindible, sin cuidar para nada la decoración, como si esta fuera algo superfluo y de poca importancia, sabiendo sus propietarios que no necesitarían ningún gancho especial para que el público sediento entrara a su barra en ángulo recto. Incluso, el local en forma de estrecho embudo no era muy adecuado para el negocio de las copas, pero no mostraron reparos en comprarlo, dispuestos a hacerse con p...

El carnicero se echa un cigarro

Las vistas urbanas permanecen inmutables pese a las remodelaciones que de vez en cuando los ayuntamientos emprenden. Llevo viviendo más de treinta años en esta ciudad y puedo asegurar que las inmediaciones de la iglesia de La Asunción siguen igual que las vi la primera vez: las palmeras ya se erguían en su afán por emular la alta torre, en los bancos de metal se sentaban las madres mientras vigilaban los juegos de sus hijos, y los viejos a contemplar el ajetreo comercial de las calles del centro y de las tiendas de alrededor… Hoy la iglesia permanece intacta, y la plaza, con sus arriates verdes y sus bancos ocupados, son los mismos. Lo que ha cambiado es la frecuencia de los ritos religiosos que se celebran en el interior del recinto eclesiástico. Estas reflexiones me surgieron después de la conversación que mantuve con el dependiente de una carnicería, cuyo establecimiento se ubica en la pequeña plaza situada al lado de la iglesia. Había entrado en la biblioteca a dejar un libro ...