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Habitación interior

 -¡Fóllatela! ¡No seas tonto!

Me dejó perplejo el consejo de C., el colega al que le conté que había quedado varias veces con M., la novia de otro amigo llamado P. No esperaba que utilizara palabras tan groseras. Era la primera vez que le oía algo tan soez, después de haber convivido con él durante dos años en el pasado.

-No, no puedo.

En ese momento, supe que nunca más podría confiar en él ni sincerarme contándole lo que me sucedía. Apenas había pasado un año y medio desde que me hube de ir de la ciudad para cumplir el servicio militar, pero él ya no era el mismo. Supuse que los primeros años de universidad lo habían curtido en el ambiente estudiantil y de ahí, su grosería.

No es que no se me hubiera ocurrido la idea. Estaba claro que M. buscaba algo. Tan solo era cuestión de que yo dijera que sí, que tomara la iniciativa de atraerla a mis brazos y besarla. Otro en mi lugar no se habría cortado. Yo no estaba pudiendo. Desde el primer encuentro en mi habitación, quedó claro que M. era una osada. Sin embargo, como un caballero, aguanté imperturbable su cercanía fingiendo no notar su sonrisa insinuante. Su visita se me hizo eterna. No parecía tener prisa, pese a decirle cuando entró que estaba estudiando y de ver sobre la mesa los apuntes esparcidos. Le ofrecí una infusión. No sé si porque no era de su agrado o por estar muy caliente, tardó una eternidad en apurarla. No se levantó de la cama en la que había tomado asiento hasta que llegó la hora de la cena.

-Espero no haberte aburrido, y disculpa por la visita.

-No, ni mucho menos —mentí, por no ser descortés.

-Vuelve cuando quieras —la animé sabiendo que con bastante probabilidad me tomaría la palabra, aunque albergaba la esperanza de que se hubiera percatado de que solo era un cumplido.

Me había topado con ella de casualidad cerca del piso en el que había encontrado habitación libre después de retomar mis estudios. Me parecía imposible que llegara ese momento tras someterme quince meses a la disciplina militar. M. vivía cerca, y fue una sorpresa agradable descubrir que éramos casi vecinos. Su novio también estaba realizando la mili. Me imaginé que se sentía sola y aburrida. Se interesó por conocer la dirección de mi piso. Le proporcioné esa información creyendo que tan solo era para hacerse una idea exacta de mi ubicación. Por eso, cuando mis compañeros me llamaron a la puerta de la habitación para comunicarme que una chica preguntaba por mí, no supe quién era hasta que la vi entrar.

-Me he acordado de ti y me he dicho: voy a verlo. Espero que no te moleste.

-No, ni mucho menos.

No podía darle otra respuesta. Me parecía un acto de caridad hacer compañía al solitario. Me vino también a la mente el refrán que decía mi madre: “Mal está el que se mete en una casa, pero peor el que le echa”. Era comprensible que, acostumbrada a P., después de varias semanas de ausencia, necesitara pasar el rato con alguien.

M. no estaba mal. Era una chica bastante agraciada, de rostro atractivo y un cuerpo voluptuoso. Quizá me habría sentido más cautivado, si no fuera la novia de P. No es que no disfrutara de su presencia, ni que no ideara acariciarla y juntar mi cuerpo al de ella. Pero un mandato solemne y pesado, como puerta de acero de una fortaleza, me impedía tomar su mano. Y no es que no tuviera necesidad de estar con una mujer tras tan largo periodo de abstinencia sexual encerrado entre los infranqueables muros del acuartelamiento militar. Más bien todo lo contrario. Ninguna mujer se me había acercado mientras tuve la cabeza rapada y vestí el uniforme caqui.

Quizás ella habría entendido mi situación si se lo hubiera contado. Seguro que no era nada extraño, ya que esa necesidad urgente la sentirían tanto ella, como su novio, cuando este obtuviera un permiso. Pero me callé, y me esforcé por contener la tensión sexual, más al saber que se moría de ganas.

Sí. En el análisis que realicé después de marcharse, no solo me convencí de que me buscaba para liarse, sino que me asusté de su ímpetu. Temí que, si me entregaba, me anegaría en su cuerpo. Que ejercería una fuerza gravitatoria hacia su interior hasta hacerme desaparecer. Que su coraje y entrega exigirían de mí una respuesta similar. Me dio miedo de que esto pudiera producirse. Además, supe que, en el caso de que llegara a ocurrir ese encuentro sexual, no me enamoraría y ella también continuaría la relación con P. ¿Cómo si no hubiera sucedido nada entre nosotros? No estaba seguro. Más bien sostenía lo contrario. Antes o después, M. contaría a P. que nos habíamos visto y que acabamos intimando. Lo diría como lo más natural del mundo. No podría soportar si en algún momento se iba de la lengua. ¿Con qué cara los miraría, sobre todo, a P., cuando me encontrara con ellos? Para M. seguro que no supondría una incomodidad, pero me convencí de que P. no lo aceptaría sin planear una venganza. No estaba dispuesto a vivir esperando el momento en el que él decidiera tomarse la justicia por su mano. No era miedo a una agresión, sino a una venganza sutil y corrosiva que sería imposible soportar. Lo que más me molestaba es que cuando esto sucediera, M. pondría una cara angelical, como si no hubiera roto un plato. No lo podía soportar. Por eso aguanté estoicamente todas las embestidas de M. en las sucesivas visitas. Le propuse que tomáramos una copa en algún pub. Dijo que no. O un café a media tarde en un bar. Me sonrió y me respondió que no bebía café. Así que terminábamos encerrados en mi habitación. No volví a ofrecerle una infusión. Charlábamos. Ella se reía y se acercaba. Me halagaba todo lo que yo la permitía. Le notaba cómo se le iluminaban los ojos y cómo, a veces, le temblaba la voz. Fingía no darme cuenta y cambiaba de tema de conversación cuando estaba a punto de confesar sus sentimientos y propósitos. Si se acercaba y nuestros cuerpos se rozaban, procuraba controlar mi excitación. Siempre lo logré, aunque no tenía todas conmigo de que más pronto o más tarde acabara sucumbiendo a sus insinuaciones. Por esto, y porque la habitación daba a un patio interior y no se aireaba lo suficiente, determiné buscar otro piso lo más alejado de M. Nunca más me encontré con ella, si no era compañía de P.



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