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Lúa


PRIMERA PARTE: LA HUIDA

I.

La noche caía negra y densa sobre el monte de encinas. Una lluvia de fino hielo se desprendía despacio de las nubes preñadas de temor. Por el camino que descendía al pueblo, un muchacho, con sus ropajes inflados por un viento impúdico, acompañaba a unas vacas ateridas que chorreaban gotas de leche que, al contacto con el suelo, se convertían en hielo. Bordeando el mismo camino, cual fantasma, Lúa, una perrita, igual de negra que la noche, ascendía hacia El Encinar. Cuando el vaquero se aproximaba a las primeras casas, la perrita se encaramó en una gran piedra y contempló desde la lejanía al muchacho, su amo. «Adiós, Carlitos». La última vaca de la piara, volvió la testa y, triste, emitió un largo bufido.

Vieja, ¿qué te pasa? —dijo Carlos, dándose la vuelta y sintiendo solo la noche.

Con el hocico pegado al suelo y la cola barriendo sus huellas, continuó la perra. Al finalizar el camino, en el borde mismo del monte, husmeó la presencia de un hombre que penetraba en los dominios desconocidos. Esperó agazapada en un zarzal hasta asegurarse de quién se trataba. «Me cagüen en las narices, me cagüen en las narices», le oyó repetir muchas veces. Apareció trastabillándose, cayéndose y levantándose. Portaba una botella de vino de la que echaba buenos tragos. Lúa observó que trepaba una pared y que rodaba como las piedras que había tirado al caer. Se acercó a él y lo reconoció: era Trebolín, un hombre que vivía solo. «Me cagüen en las narices», repetía una y otra vez. Llamó a la perrita y esta se acercó al trote. Se sacó un mendrugo de pan del bolsillo y se lo arrojó.

Me cagüen en las narices; toba, toba, me cagüen en las narices; hace malísimo, me cagüen en las narices…

El animal se recostó a su lado y empezó a chupar los huesos de aceituna que le arrojaba. Se levantó y Lúa se incorporó y lo siguió.

Me cagüen en las narices, ¡qué malísimo!

Los dos se adentraron en el monte. La espesura no dejaba entrever nada. El hombre rodaba por el suelo en los barrancos. Se levantaba y trepaba. Resbalaba y caía. Cuando vació la botella, se quedó tendido.

Me cagüen en las narices, toba, toba, toma.

Se sacó unos torreznos y se los echó a Lúa. Tumbado sobre retamas, se quedó dormido. La perra se recostó junto a él buscando su calor.

«Es curioso —pensaba Lúa— me daba miedo venir sola a estos parajes que jamás me atrevía a hollar y me encuentro con Trebolín». Este roncaba afablemente sin parecer tener frío. «Bueno, ya no estoy sola».

Lúa siempre había sido mimosa y zalamera. Cuando acompañaba a Carlos con las vacas y este se echaba a dormir plácidamente, le había gustado acurrucarse junto a él. «Ahora no es Carlitos, pero en esta noche no me importa compartir el calor con Trebolín».

Lúa lo había dado muchas vueltas en los últimos tiempos y no se decidió hasta esa tarde. Todavía no era vieja y se sentía en plenitud de formas. En la primavera aún había parido dos hermosos cachorros. Tal vez se había precipitado en una decisión tan transcendental. Pero, poco a poco, las cosas se complicaron y no mostró la suficiente fuerza como para adaptarse a los contratiempos. Ya no podía dar la vuelta, se hallaba en El Encinar. El paso peor ya lo había dado y la suerte fue favorable, porque se encontraba acompañado por Trebolín. Era consciente de que ya no era posible la vuelta atrás, incluso, para un perro. El Encinar era muy grande, un laberinto misterioso, sin caminos. La vegetación se constituía en una selva enmarañada de zarzales y chaparreras que ahogaban a los árboles. Era un destino sin retorno: el que se atrevía a violarlo, no regresaba.

Había oído hablar de El Encinar en muchas ocasiones e, incluso, conocía bastante bien los alrededores, porque las vacas de Carlitos hacían el careo por esos parajes, pero sin adentrarse en el monte, bien enmarcado y señalado por el denso arbolado. Hasta llegar al límite, yendo desde el pueblo, el terreno era cuesta arriba, pero, bruscamente, descendía muy inclinado y comenzaba una vegetación enmarañada. El Encinar era una trampa por todos conocida; también, una salida que algunos buscaban, tanto personas, como animales.

El hábitat del bosque no difería en general del resto del paisaje que lo circundaba, pero, en su interior, la vegetación se multiplicaba asombrosamente. Estaba habitado por jabalíes, linces y muchas clases de reptiles. La abundancia de vida vegetal y animal era consecuencia del respeto que los humanos siempre sintieron por el lugar. Todo estaba allí, en el Encinar, intacto y prehistórico. Los límites entre ese territorio ignoto y el domesticado se mantenía claro, con el deseo humano de tenerlo controlado para que el avance de la masa arbórea no se extendiera hasta los pastos y las tierras de labranza más cercanas. Sin embargo, un frente vanguardista de ese ejército de maraña arbórea había logrado arañar cierta extensión de las colinas circundantes. En la vertiente oeste de El Encinar, sobresalía un ápice. Se trataba de un gran cerro, situado al lado de otras colinas. El poder invasor del monte se manifestaba en esta primera joroba en la que la maleza había cubierto de tupida capa toda su extensión; en cambio, los otros montículos se mostraban limpios, sin apenas un zarzal, pues era una de las zonas aptas para el cultivo del cereal. Esta frontera del paisaje estaba marcada, además, por una cadena de piedras graníticas que delineaba los límites de la masa forestal. La línea continuaba más allá del término municipal, desvaneciéndose en la lejanía de la altiplanicie del norte, siguiendo un curso contrario al de las agujas del reloj. Lúa, cuando andaba con las vacas, solo había visto traspasar esa raya a algún conejo perseguido por ella, que buscaba refugio en el primer matorral que encontraba, y por urracas, que se sostenían en las ramas de las encinas.

Ahora se hallaba allí dentro y era de noche. En la oscuridad solo se escuchaban las ventiscas de hielo. Se fue quedando profundamente dormida. Soñó que jugaba con Carlitos en las eras, que ambos corrían detrás de La Vieja, que la acorralaban y, que, cuando la vaca se encontraba sin salida, se encaraba con los cuernos delante de ella. Carlitos la azuzaba, pero La Vieja bufaba y escarbaba con fiereza la hierba hasta conseguir que el pequeño animal huyera en el momento de embestirla. La vaca, más enfadada, corría otra vez detrás de ella, con sus grandes ubres volteando de un lado para otro, sin conseguir alcanzarla. Así, hasta que La Vieja se cansó después de varias carreras. Hechas las paces y rendida, la lamía dejando su pelaje cálidamente húmedo. Sin embargo, ese placer se convirtió de súbito en una sensación helada que se adentraba hasta los huesos. Se incorporó. Se percató de que se trataba de un sueño, más bien, al final, de una pesadilla. De nuevo fue consciente del lugar en el que se hallaba. Se acercó a Trebolín. Le lamió las manos y las tenía frías, muy frías; le lengüeteó la cara y comprobó que su frialdad era la del hielo que hiere la piedra. Lo mordió, pero no respondía. Era un cuerpo congelado. El final había llegado para él.

Se alejó de allí sin rumbo fijo. Aún no había amanecido por completo. El frío era más intenso en esa madrugada. A su alrededor todo estaba inerte, como Trebolín. Intentaba moverse, sin embargo, sentía las patas engarrotadas e insumisas a sus órdenes de seguir ejercitándose. Sabía que, si se tumbaba, moriría, pero le era imposible avanzar. Con su larga cola se azotaba las piernas, se revolcaba buscando una reacción; se mordía el rabo, hasta finalizar ladrando y emprender una marcha alocada.





II.

La mañana fue entrando despacio. Los primeros rayos de sol aún tardaron bastante en lucir. Cuando aparecieron, multitud de cristales de hielos brillaron antes de enseguida transformarse en gotas de agua. Se acordó de que, en esos momentos, si se hubiera hallado en el establo, habría entrado a calentarse y comerse los moñigos calentitos de los terneros recentales. ¿Se percatarían de su ausencia?, ¿de que no había dormido en la caseta?

Empezó a caminar buscando el trayecto de vuelta. Corría como si se ahogara. Ascendía explorando la salida, mas cuando escalaba esa cota, otra hondonada descendía bruscamente. Divisó unas tórtolas volando. Determinó que, siguiendo su rumbo, la sacarían del boscaje pardo, pero, pese a correr próxima al agotamiento, no consiguió ponerse a su altura. Las vio desaparecer en la inmensidad azul del cielo y lo que la rodeaba seguía siendo la maleza y los árboles hieráticos que, a modo, de centinelas le impedían salir de la cárcel en la que voluntariamente había penetrado. Se tendió en el suelo, sin saber si el término del pueblo estaba cerca o se había adentrado aún más en el corazón de ese espacio cerrado.

Después de reposar de la persecución infructuosa, sintió hambre. No se determinaba si persistir en la búsqueda de la salida o preocuparse de encontrar algún alimento. Optó por saciar el apetito, siendo consciente de sus propias limitaciones cazando. Rara vez había logrado atrapar un gazapo en campo abierto, por lo que, rodeada de maleza, pensó que sería una casualidad que una perrita pequeña lograra echar bocado a un conejo, que, sin duda, la torearía hasta ocultarse en cualquier burladero.

Quería incorporarse y ponerse en movimiento, pero la tierra la atraía sin permitirla iniciar la marcha. Apoyó la cabeza en el suelo y miró fijamente a una vieja encina. Era muy triste la situación en la que se hallaba, sin poder salir de ese enjambre de vegetación arisca. Se arrepintió de elegir ese destino, pero fue consciente de que lo había buscado voluntariamente. De nada servían las lamentaciones. Había sido débil, mas, en esos momentos, debía sobreponerse a las adversidades y aceptar que, en su desesperación, había elegido como solución adentrarse en El Encinar. No se movería de ese lugar. Esperaría quieta la noche y, al amanecer, se habría convertido en un bloque de hielo, como el cuerpo de Trebolín. Tuvo suerte Trebolín, ni se había enterado y, además, con compañía. Es mejor estar acompañada. Ella que siempre eligió la independencia, casi sin amigos, que prefería la soledad y no jugar con otros chuchos, ahora anhelaba a alguien que se tumbara a su lado y la acompañara en esos últimos instantes de su vida. Había sido demasiado altiva despreciando a los demás. Fue orgullosa, o ¿había sido mimada en exceso? Sí, era esto lo que había configurado su personalidad: había sido la primera y sentía sus derechos lastimados y usurpados por extraños que se sumaron a sus dominios. Demasiado egoísta, eso es, esa era la última causa que había desencadenado todo este drama. ¿Para qué seguir buscando explicaciones a una vida que ya no interesaba a nadie? O, tal vez, sí… Era demasiado dura. Seguro que había alguien a quien sí importaba. No solo personas, sino, incluso, animales. ¿Se dejó querer? Tal vez, no. Se creía superior y no admitía la camaradería con otros perros a los que consideraba inferiores, demasiados vulgares y atolondrados como para buscarlos los piojos. Ella sola se bastaba. No le importaron sus semejantes y su vida orbitó en torno a una esfera que no era la suya. Ella era una perra, algo que debería haber tenido claro desde siempre y, en consecuencia, haberse comportado como tal, no buscando entelequias y anhelos impropios de su naturaleza. He ahí el origen de su desdicha: no saber quién era.




III.

El sol se situó justo encima de ella. Sus rayos la herían con su intensa luminosidad, molestándola. Era mediodía. Por un instante, apartó sus angustias y se despertó en ella la curiosidad por explorar el entorno que la rodeaba. Hasta ese momento no se había percatado de la presencia de ningún ser. Sin levantarse, observó que encontraba echada sobre unas cagalutas viejas de conejos. Estaban muy duras y eran del color de la tierra. Coligió que todo El Encinar estaría repleto de ellos. Los había visto cruzar de un lado a otro de esa frontera que separaba la selva indómita y la tierra de pastos por donde Carlitos tenían el careo, sobre todo, en primavera, en busca de brotes verdes de centeno y algarrobas de las pocas parcelas que aún sembraban los labradores por aquellos parajes. También se adentraban en los prados más cercanos y los arrasaban, dejando como testimonio de su paso una parva de excrementos, igual que si se tratara de un rebaño ovino. Por esta razón, los vecinos que se sentían derrotados abandonaban estas propiedades, que consideraban perdidas a favor del encinar. Tampoco la piedra era apta para el labrado, por resultar muy blanda, por lo cual, tan solo los vaqueros horadaban esos parajes limítrofes.

Se incorporó y con parsimonia emprendió un trote. Las encinas adultas y los matojos de sus propios brotes estaban llenas de pequeños capullos, alguno de los cuales despuntaban apareciendo diminutas bellotas negras que parecían alfileres. Como supuso antes, encontró más deposiciones de conejos. Un poco más alejado, divisó unas ropas desgarradas. Se acercó a ellas con cautela, como si temiera una emboscada. Cuando se hallaba a unos pasos, le resultaron familiares. Olían a sangre reciente. No quiso acercarse más. Por allí también estaba una zapatilla y los pantalones. Era un espectáculo macabro, pues no solo eran los ropajes, sino los restos de su esquelético cuerpo. No se imaginaba quién podía haber cometido esa carnicería y las razones que habían movido a los asesinos a realizar esa masacre. Cuando se alejaba del lugar, descubrió unos excrementos asquerosos. Su olor era pestilente; aún estaban frescos. Le resultaban parecidos a los de los cerdos. Se marchó de allí con el temor repentino de que su vida podía estar en peligro. Corrió tropezando contra las matas que estrechaban las sendas e hiriéndose con las espinas de los zarzales. A pesar de todo, no se detuvo hasta que ya no pudo más. Estaba sedienta y terriblemente asustada. Ahora sí había perdido por completo la orientación. Se subió a una piedra alta buscando aislarse de los peligros desconocidos. Puso la mirada en el sol, que ahora lucía menos. Sudaba y su lengua estaba seca. Empezó a tiritar sofocada de miedo. Nunca había presenciado un espectáculo tan macabro como el que acababa de contemplar. ¿Qué seres tan crueles viven en este lugar? Ella no comía carne de ningún cadáver por mucha hambre que tuviera. A veces se encontraba conejos muertos o enfermos, pero nunca clavó sus dientes en esos animales indefensos. No había previsto antes de entrar en El Encinar encontrar seres con tanta crueldad y tan sanguinarios.

Cuando estuvo un poco más calmada, descubrió una oquedad con agua en lo alto de otra piedra. Se dirigió rápidamente hacia aquella pila natural. Con un impulso de su hocico, rompió la fina capa de hielo que aún no se había derretido y chasqueó la lengua con ansiedad. Hacía mucho tiempo que no bebía, y había corrido sin descanso. Bebió tan deprisa que se atragantó, provocándole un acceso de tos. ¡Qué rica estaba el agua!





IV.

El sol había desaparecido hacía rato. La oscuridad a ras de suelo impedía la visión a partir de pocos metros, aunque en el firmamento aún se percibía algo de claridad. Era un cielo limpio, raso: no se movía ni una brizna de aire, pero el gélido frío se adentraba en el espeso pelo de la pequeña perrilla. La piedra en la que reposaba aún guardaba el calor recibido del sol durante el día, que ella había conservado al estar echada, pero, ahora, comenzaba a sentirse incómoda. Con todo, decidió permanecer allí, sin buscar un resguardo. La muerte sería dolorosa, pero no merecía la pena alargar la vida. Cuanto antes finalizase todo, antes dejaría de sufrir.

De nuevo, volvió a sentir hambre. Desde la noche anterior no había probado nada. Se notó sin fuerzas… De repente olisqueó algo desconocido. Era un olor muy fuerte que se intensificaba al acercarse hasta la piedra en la que se hallaba. No podía concluir si el hedor le resultaba agradable o pestilente. Nunca antes lo había olfateado. Otra vez se sintió vigilada y en peligro, pero no se movió. Más sujetos con una sudoración similar se sumaron al anterior, dejando una distancia entre unos y otros, hasta que percibió que la rodeaban. Calculó que eran cinco o seis los seres de los que emanaban esos efluvios. Al intensificarse, el olor le terminó por resultar desagradable. Se sintió asfixiada y asqueada. Emitió un pequeño quejido de miedo y molestia por soportar esas sensaciones desagradables. De repente, oyó un aullido prolongado, que los otros respondieron. Pararon y no se oyó nada durante un rato interminable. Su tensión aumentaba e instintivamente se levantó y se puso en guardia: los labios contraídos dejando descubierta una dentadura de afilados colmillos que relucían en la oscuridad, el pelo erizado, el culo y el rabo levantados inhiestamente apoyándose en las patas delanteras. Gruñó guturalmente desafiando a sus enemigos. Estos no respondieron. Notó su fortaleza y su disposición de ánimo a defenderse de cualquier alimaña que pretendiera atacarla. Sabía que los animales que la amenazaban eran asequibles en una lucha equitativa y reaccionó del mismo modo que cuando era acosada por otros perros. Sin embargo, sus contrincantes no daban la cara. Ocultos, sin retroceder de la posición tomada, su olor permanecía. Pensó que tal vez se tratara de un simple desafío y que la tensión se desvanecería una vez calibrada la fuerza de cada bando. Volvió a gruñir para responder a su provocación. Cuando no lo esperaba, escuchó detrás un aullido profundo. Se dio la vuelta con un movimiento acróbata para encarar al desafiante. En una roca más alta que en la que se encontraba apareció la silueta de un animal que parecía congénere. La tensión fue desapareciendo de todas las partes de su cuerpo. No se lo podía creer, pero se hallaba ante un animal con su misma apariencia. Los restantes componentes de la manada se dejaron ver y se aproximaron hasta su posición. Su actitud no era violenta.




V.

La noche se cerró por completo. En el cielo de súbito aparecieron las primeras estrellas. La luna se hallaba en el primer cuarto de su recorrido. La vegetación adquirió una visibilidad no apreciable hasta ese instante, pero le pareció más tenebrosa aún. La presencia de los animales que la rodeaban persistía, aunque solo se contemplaba con nitidez la silueta del que se hallaba encaramado en la gran bola de granito. Lúa estaba indecisa. No se aventuraba a perder la posición que ocupaba. El que parecía mandar en el grupo emitió un nuevo y prolongado ladrido, que debió ser una orden para que sus compañeros retrocedieran. Este brincó desde la cumbre de la piedra al suelo y desapareció de la vista de la perra. Todos ellos abandonaron con parsimonia el punto en el que se encontraba. Su olor permaneció un rato y pudo percibir ahora sí el rumor de la hojarasca pisada. Lúa continuó vigilante durante la retirada, si bien pronto desapareció el temor. Este suceso dejó al animal perplejo. Al diluirse la traza olfativa, se encontró de nuevo sola. En un estado de zozobra que la paralizaba y ponía muy nerviosa, emitió un amargo gruñido prolongado que al finalizar sirvió para que se sintiera más serena. Había adoptado una postura orgullosa y desafiante: las orejas erguidas, el rabo formando un arco completo con la punta rozando su lomo, y su pelaje, suavizado, se ondulaba como si un viento inexistente lo moldeara. Volvió a aullar otra vez desafiando los peligros de la noche, al mismo tiempo que arrojaba de su alma todos los temores. Una fuerza nacía en ella. Esa energía sintió que provenía de la piedra en la que se hallaba, aunque por el brío con que emergía supo que su fuente era la tierra y la vegetación agreste de ese lugar. Primero, sus manos y, a continuación, sus patas empezaron a escarbar en la piedra. Sus uñas arrancaron el musgo de la roca. Gruñía. Cuando quiso percatarse, notó que de las plantas de sus patas brotaban algunas gotas de sangre. El gañido se transformó en lamentaciones de dolor. Sin embargo, percibió con una clarividencia súbita que la sangre era precisa como bautismo para la nueva existencia que la esperaba en El Encinar. Nacía para la vida y repudiaba la muerte que había ido a buscar a ese lugar. El pasado quedaba atrás, solo la ganas de vivir del presente fluían por todo su cuerpo. Saltó de la piedra cayendo en unas berceas a las que comenzó a morder como si se hubiera vuelto rabiosa. Se fue tranquilizando. Toda la energía consumida era el bálsamo para calmar su ánimo y agotar su cuerpo. Se metió en una chaparrera y, al instante de tumbarse, se quedó profundamente dormida.




VI.

El día tardó en entrar. Durante la noche, una masa nubosa cubrió el cielo, dejando un tiempo moroso. Las nubes habían acolchonado el frío. La naturaleza parecía no despertar de su letargo y reinaba un silencio obligado. El Encinar se encontraba somnoliento en esa madrugada del invierno tardío. Lúa también tardó en espabilarse. La fatiga no se había mitigado, pese a dormir tranquila. Después de despertar, permaneció en el lecho oculto: se sentía a gusto en ese recóndito agujero y a salvo de cualquier amenaza. Se escaparon las primeras gotas que dieron paso a una lluvia fina intermitente. Cesó durante unos minutos, pero otra vez caía sobre las hojas y las ramas que, al principio, fueron una cubierta que impedía que Lúa se mojara, mas, pronto, de ese entramado vegetal, cayeron gruesas gotas que impactaban contra su cuerpo. No obstante, hasta que no se caló, permaneció en el sitio. Se estiró y se sacudió la mojadura. Trotó sin alejarse de la cueva del zarzal. Orinó encima de las cagalutas de un conejo. La intensidad de la lluvia fue a más. Todo el cielo estaba cubierto de unas nubes muy bajas que rozaban los peñascos y las encinas más altas. Seguramente llovería durante toda la jornada y, quizás, por la noche, cuando la temperatura descendiera, podría nevar.

Se alejó de aquel lugar y deambuló sin rumbo fijo. Se resguardaba de vez en cuando debajo de los árboles y de las paredes de los peñascos a los que no les azotaba el agua. En cada refugio permanecía un tiempo. No llevaba prisa, pues se movía sin saber a dónde dirigir sus pasos. En esos momentos se encontraba en una pequeña gruta originada en la interposición de varias piedras redondas de granito. Halló el suelo ondulado, como si fuera la cama de algún animal. La tierra permanecía seca y aseada. Se echó en ella dispuesta a dejar que transcurriera el temporal de lluvia, sin embargo, divisó un grupo de gorriones posados en las ramas bajas de un matorral, un poco más abajo, en la misma ladera. Sigilosamente se puso en movimiento hasta aproximarse a una distancia de ataque. La lluvia no cesaba y, en el pequeño claro que había alrededor del chaparro, caía sin impedimento y con más chapoteo. La ocasión era inmejorable. Además, ella era buena cazadora de gorriones. Todas las mañanas, el primer ejercicio que hacía era ese. Carlitos, antes de salir a pastar con las vacas, sacaba la basura del establo con un carretillo y lo arrojaba en un muladar situado más allá de unas eras. Allí se congregaban muchos pájaros hambrientos en busca de los granos enteros que llevaban las boñigas. Lúa los esperaba agazapada entre los hierbajos altos que delimitaban el basurero. Cuando más descuidados estaban, saltaba sobre ellos. A veces, alguno quedaba entre sus fauces. ¡Bien ricos que sabían! Cuando estimó que era el momento justo, realizó una corta carrera y saltó sobre ellos, agarrando a uno con su boca, y otro quedó inmovilizado, como consecuencia del zarpazo. Hizo ademán de volar e intentó alejarse con pequeños saltos, pero Lúa no lo dejó escapar. ¡Por fin conseguía llevarse algo a la boca después de adentrarse en El Encinar! Al primero lo devoró tragando la mitad carne, la mitad plumas. Al otro, con más calma, lo desplumó con meticulosidad y se lo comió trocito a trocito, degustándolo con placer. Una vez acabado el festín, se frotó el hocico entre sus dos patas delanteras y, acto seguido, se dio unos lengüetazos para asear los pelos de la cara. Se sentía muy bien.




VII.

La lluvia era cada vez más espesa y copiosa. Al poco rato, se transformó en aguanieve. Las nubes grises rebosaban de carga. El monte rezumaba humedad por cada uno de sus poros, y diminutas balsas se formaban en las zonas más hundidas del terreno. De los manantiales surgían chorros intensos que originaban pequeños riachuelos. Toda esa masa líquida lavaba los polvorientos arbustos, las altivas encinas e incluso las piedras, desprendiéndolas de las impurezas adheridas.

Lúa estaba empapada y no hallaba un refugio en el que guarecerse de ese diluvio, primero, de agua; después, de nieve. De los árboles, descendían unas gotas frías que resultaban igual de molestas que la caladura a la intemperie y, debajo de los grandes pedriscales, la tierra se había calado y, al pisar, se originaba un barro pegajoso. El cielo terminó siendo blanco. La nieve caía vertical y pronto también dejó un manto níveo. La perrilla comenzó a andar con el cuerpo contraído. El rastro de sus huellas en la nieve describía una curva. Su destino era una cima coronada por grandes peñascos, donde confiaba en hallar algún recoveco para refugiarse del temporal de nieve. Este, a ratos, arreciaba con mayor violencia, haciéndole cada vez más difícil avanzar por el escarpado montículo. A menudo se detenía para sacudir la nieve acumulada en su lomo negro. Durante la escalada, avistó a otros animales que también buscaban refugio. Dos conejos se resguardaron en la base de un piornal, mientras que una urraca sobrevoló la cumbre hasta perderse de vista. Finalmente, entró en la primera concavidad seca que encontró. No era muy amplia, pero dentro no se mojaba, si bien percibió una humedad molesta. Se refugiaría un tiempo hasta que se recuperara, pues sus planes era descubrir un habitáculo más cómodo. Estaba explorando el perímetro de la guarida cuando escuchó aullidos que, de inmediato, reconoció como los de los visitantes de la noche anterior. Se oían nítidos: procedían de la cumbre del altozano por el que ascendía. Sin duda, habían descubierto su presencia y ahora se hacían notar, tal vez para advertirle que se adentraba en territorio ocupado. A pesar de la sorpresa, los aullidos no la intimidaron. Conocía bien a esos animales; aunque numerosos, ninguno superaba su tamaño. No sabía si quedarse en esa podrida cueva o continuar la subida adentrándose más en sus dominios para buscar otro refugio. Allí, desde luego, no podría permanecer mucho tiempo por lo inhóspito del agujero. Los aullidos persistían, pero no percibió ningún matiz agresivo. A veces, paraban y, cuando comenzaban otra vez, creyó interpretar en su tonalidad un quejido lastimero. Especuló con la posibilidad de que la animaran a unirse a ellos. La desconfianza se atenuó, reflexionando que, ni en el primer encuentro, ni en esos momentos, mostraron una actitud agresiva. En cualquier caso, concluyó que, si hubieran querido atacarla, ya lo habrían hecho, aprovechando su superioridad numérica frente a ella sola.

El viento soplaba a favor de la escalada. Decidió seguir avanzando a las alturas. El destino y el futuro habían dejado de ser un temor.




VIII.

Obviando las súplicas de una tierra ahogada, la nieve continuaba cayendo. Al caminar, las pisadas de Lúa se hundían hasta rozar con la ubre la superficie blanca y, en ocasiones, cuando caía en un barranco, había de ayudarse con el hocico, haciendo de palanca, para salir del atolladero. La tarde declinaba. Al mirar ladera abajo, divisó toda la hondonada oscura.

Escuchaba los aullidos cada vez más cerca; alguno, incluso, provenía de una cota inferior al lugar donde se encontraba. De repente, cesaron. A unos pasos de ella, apareció el mismo animal con el que se había encarado la noche anterior. Casi extenuado, su cuerpo blanco y empapado presentaba un aspecto lamentable. En cualquier momento, daba la sensación de que se podría tambalear y rodar. El otro animal se le fue acercando con lentitud hasta ponerse enfrente. Se dio media vuelta y le empezó a oler con delicadeza su natura. Lúa permanecía sin moverse. El otro le lamió el lomo y ella se dejó acariciar las orejas. Luego, los dos animales juntaron sus hocicos. Los compañeros del clan también se aproximaron y repitieron el mismo ritual. Incluso, dos cachorros comenzaron a jugar con ella, mordiéndole los pezones y el hocico y saltando por encima. Lúa, a su vez, les pasó su sonrosada lengua por el pelaje suave y les hurgó la cabeza.

El que parecía ser el mayoral del grupo empezó a caminar y todos le siguieron, no siendo las crías, que animaban a Lúa a jugar. Permaneció quieta unos instantes, mas enseguida se juntó a ellos emprendiendo un trote, que imitaron los jóvenes que la escoltaban. Al llegar a la cumbre, la comitiva se adentró en una madriguera cuya boca, pequeña y bien camuflada, pasaba casi desapercibida. La cavidad descendía bajo el nivel del suelo, ocultándose en las profundidades. Lúa dudó, pero, animada por los más pequeños, no se quedó en la puerta. Tardó en acostumbrarse a la oscuridad, sin embargo, a pesar de la poca luz, pudo entrever los rasgos faciales de sus anfitriones. Se trataba de un gran macho, que ejercía de jefe del grupo, y otros cinco, contando a la madre, todos hermanos, aunque de distinta camada. La primera en mostrarse más comunicativa fue ella. Se echaron sobre el suelo, menos el macho, que permaneció próximo a la entrada de la cueva. Los dos más pequeños, que fueron amamantados nada más acercarse a su madre, pronto se quedaron dormidos con el pezón en la boca. Lúa sintió envidia: nunca lo pudo evitar, los cachorros eran su punto débil.




IX.

Las dos hembras continuaban su comunicación. La zorra informó a Lúa de su situación personal. Había criado dos veces. Los más pequeños habían nacido hacía poco más de un mes, mientras que los mayores rondaban el año de edad. Su macho también era joven, pues estaba a las puertas de su cuarta primavera…

Se sinceró con ella y le contó que detectaron su presencia en el monte nada más adentrarse, cuando hallaron los restos de un hombre destrozado por unos jabalíes, ya que, aparte del olor a sangre, distinguieron otro desconocido. Le confesó que, al producirse el encuentro de la noche anterior, ellos también se sorprendieron al descubrirla y comprobar su semejanza con los de su especie. No le faltaba razón. Lúa se parecía bastante, aunque era más pequeña. Sin embargo, la cola y el hocico eran similares. La perrilla, a su vez, reconoció que la sorpresa fue doble, pues ella nunca antes se había encontrado con un zorro. Aunque no los pudo contemplar con detenimiento, intuyó que esos seres no diferían demasiado de su propia naturaleza. Se trataba de algo insólito. Había conocido muchas clases de perros, pero ninguno se parecía a ella. Incluso, aunque había alumbrado varias veces, no transmitió a los hijos sus rasgos más personales.

A los cachorrillos se les cayó la teta de la boca y ahora se acurrucaron junto a la madre. Las dos hembras continuaban despiertas; el macho, permanecía en la entrada, aunque, en esos momentos, dormitaba. Después de un breve silencio, Lúa continuó la comunicación con su compañera. Creía haber encontrado una posible explicación a sus parecidos. Oyó contar a Carlitos, sin entender todas sus palabras, que el amo de su abuela fue un cabrero que pastoreaba a sus cabras durante los meses de verano por un paraje apartado del término que llamaban La Lobera. El rebaño y el hombre permanecían varios días por esos lugares, sin regresar a la cija para evitar un camino largo. Cuando parió su perra, el cabrero comentó que había visto a un zorro preñarla. Lúa especulaba con la posibilidad de que fuera cierto, pues, como consecuencia del aislamiento, su abuela no hallaría ningún perro con el que aparearse y lo hiciera con un zorro, o que, simplemente, fuera de acuerdo mutuo. El caso es que, de la camada, solo quedó su madre, pues el pastor se deshizo de los demás y de ella heredó la inmensa cola y el hocico alargado.

Cuando fue el turno de la zorra, le dijo que no había visto antes un perro. Toda su vida había transcurrido en El Encinar y en una parcela concreta, dentro de la gran extensión del monte. En él habitaban muchas familias, cada una, en una porción que constituía su territorio. Con algunas mantenían contacto; con otras, no. Y, con el mundo extraño allende a las montañas donde vivía, la zorra confesó que había oído relatos referidos a los humanos, pero sin mostrar demasiado interés ni por ellos ni por nada que no estuviera relacionado con su territorio y la prole que había de sacar adelante. Sin embargo, se extendió en la descripción de El Encinar, diciendo que, aunque todo el espacio parecía uno, no era así, sino que se dividía en dehesas, en alguna de las cuales existían explotaciones ganaderas, aunque la mayoría solo se utilizaban para solaz de los humanos. Su tamaño era tal que permitía el aislamiento completo de los inquilinos, dada la ausencia de vías de comunicación. Alguno de los suyos se habían sentido atraído por la civilización humana y buscaron alimentos que en el monte no hay. No todos regresaron de esas incursiones y los que volvieron contaron acongojados los peligros que se corrían si se entraba en sus dominios. Se referían a los hombres como seres extremadamente astutos, que engañaban a los animales capturándolos y matándolos. Hablaban de artilugios en los que colocaban carne como cebo para que los intrusos quedaran atrapados, así como de lazos en los senderos para inmovilizar a quienes los cruzaban. Pero lo peor eran unas armas de fuego que disparaban balas de plomo capaces de causar heridas mortales. Los supervivientes de esas expediciones concluían que no ninguno de los suyos serían bien recibidos en esos oasis.

El diálogo entre ambas se extinguió y pronto el sueño venció a las dos. En la madriguera, la temperatura era confortable a pesar de que la noche, sin la presencia de la luna, era oscura y muy fría. Había dejado de nevar, aunque nubarrones negros se desplazaban en formación por las alturas. De vez en cuando, se abría un claro en el cielo en el que se vislumbraban algunas estrellas lejanas. A través de estos espacios despejados, descendía un frío polar.




X.

La mañana despuntó con los mismos síntomas de la jornada anterior. El sol mostraba su cara con vergüenza, escondiéndose de vez en cuando detrás de oscuras y desgarradas nubes. Al despertar, Lúa sintió dolorido su cuerpo y la pesadumbre dejada por los malos sueños. En la madriguera solo se encontraban los cachorros. Se acercó a ellos y los lamió. Abrieron los ojos, pero, enseguida, se durmieron formado los dos una bola suave. Estaban gordos.

Se asomó a la puerta y vio las huellas de los zorros que descendían monte abajo. Siguió el rastro, pero se alejaban demasiado, por lo que decidió darse la vuelta explorando los alrededores. Desde un peñasco contempló la panorámica de El Encinar. Nevado, su grandeza era mayor. Se sintió perdida y muy triste. ¿Qué hacía allí? Se acordó de Carlitos y de sus vacas, de la altiva Vítor y del perezoso pero fuerte Farias, los dos perros con los que convivía. Los añoraba y echaba de menos el establo. Ahora se daba cuenta de que no había sabido valorar lo que tenía. Fuera poco o mucho, era algo. En cambio, en esa fría mañana, se hallaba sola, recogida por unos pobres zorros en su madriguera. ¡Con lo orgullosa que era ella para dejarse que la hospedaran! ¡Qué triste era la vida!

Saltó de la roca y se dirigió a la cueva. Otra vez nevaba. Caminaba con pesadumbre, sin embargo, una pequeña esperanza nacía en su interior: tal vez, los zorros podrían ayudarla a salir de El Encinar, o, por lo menos, indicarle el camino de vuelta. Se animó con esa posibilidad, pero, en seguida, desechó la idea. No obstante, esa obsesión luchaba para que se la tuviera en cuenta, si bien Lúa la intentaba ignorar. ¿No sabía que aquel que entraba en ese territorio ya no regresaba? ¿Por qué obsesionarse con una posibilidad inaudita? Debía aceptar los designios de la naturaleza. Además, quién le aseguraba que los zorros supieran orientarla.

Cuando llegó a la madriguera, se encontró con los cachorros en la puerta. Salieron a recibirla con una carrera graciosa que le alegró. Casi no podían avanzar con sus cortas patas que se hundían en la nieve. Lúa los devolvió al cubil empujándolos con el hocico. Una vez dentro, los pequeños se aproximaron a su ubre para mamar, pero de sus pezones no manaba ni una gota de leche. Les permitió que se consolaran, pese al dolor. Cuando se cansaron de chupar, los aseó buscándoles impurezas en su cuerpo, aunque no paraban de moverse. Lo que querían era jugar, así que Lúa se tumbó, y ellos comenzaron a subirse encima, mordisqueándole las orejas y el hocico. Eran muy fieras y, a veces, le hacían daño con sus afilados dientecillos. Cuando se cansaron, se acurrucaron junto a Lúa y se quedaron dormidos otra vez. Ella los recogió entre sus patas para darles calor. A medida que los pequeños se quedaban profundamente dormidos, a ella también la invadió una plácida somnolencia.




XI.

Un aullido la despertó, a la vez que a los cachorros, que se lanzaron corriendo hacia la entrada. Lúa no pudo calcular el tiempo de duermevela transcurrido. Ahora, se sentía bastante mejor que cuando despertó hacía un rato. Al asomar la cabeza del cubículo, comprobó que continuaba nevando. De nuevo, otro aullido fue la señal para que los hijos salieran a recibir a sus padres y hermanos. Lúa intentó detenerlos, pero no hubo manera de disuadirlos. Pronto apareció la manada. La madre se adelantó. Cuando se produjo el encuentro con sus crías, se sacudió la nieve y se aproximó a la boca de entrada y se tumbó para amamantar a sus hijos. Los lactantes daban pequeñas patadas sobre la ubre y la bamboleaban para estimular la producción de leche. El padre portaba en la boca un enorme conejo y uno de los jóvenes, un gazapillo, que le dejaron a los pies de la invitada. La perra no se decidía a comer, pese al hambre que sentía. El macho insistió ayudándola a desgarrar la piel.

Los zorros volvían agotados. La caza no había sido difícil, pues las huellas de sus víctimas se marcaban claramente en el suelo blanco. Sin embargo, la persecución, al igual que el simple hecho de caminar sobre la nieve, había resultado extremadamente agotadora. Se tumbaron para descansar. La madre, después de dar de mamar a los cachorros, los aseó con más fortuna que Lúa. Una vez listos, visitaron a su padre, a los hermanos y a la invitada, pero, enseguida, regresaron al regazo de la madre. Esta permaneció junto a ellos hasta que se quedaron transpuestos. Cuando salió a la puerta a alimentarse, Lúa la acompañó. Una espesa niebla ocultaba la vegetación; poco a poco, iba ascendiendo hasta la guarida. Ahora no era nieve lo que se desprendía del cielo, sino unas minúsculas gotas transparentes.

La zorra se percató de la tristeza reflejaba en el rostro de su compañera. Le dijo que los inviernos eran duros e interminables. Lo peor no era la nieve ni ese tiempo húmedo, sino el hielo y el viento, que como un cuchillo penetraba en el cuerpo y en las piedras. Todavía quedaban jornadas de intenso frío y era de esperar que las temperaturas fueran más severas, pues las estaciones anteriores habías sido secas y la probabilidad de que se produjeran heladas intensas era muy alta. Con estas previsiones, la zorra intentaba convencer a la perrilla de que debían estar agradecidas de que la situación no fuera peor, ya que, con nieve, la vida aún resultaba llevadera.




XII.

En lo más profundo de la cueva, Lúa sollozaba. Su alma no podía soportar más pena. Los zorros se percataron de su estado y se acercaron a lamerla. No pudo contener por más tiempo los gemidos. La hembra les ordenó que se alejaran para que se desahogara con libertad. Ella permaneció a su lado y con su mirada tranquila intentaba transmitirle consuelo y animarla a superar la congoja que dificultaba su respiración. Ella se encontraba en su casa, y ellos eran sus hermanos y amigos. No debería sentirse extraña. Su presencia no sería ninguna carga, más bien, lo contrario, estaban contentos de poder acogerla en su familia; ya formaba parte de ella. Se sentían afortunados por haberla encontrado.

El macho, desde su posición, confirmaba todo lo que su compañera le decía.

Lúa seguía acongojada y se sentía en ridículo por el espectáculo tan lamentable que estaba dando. No pensó que podría llegar a estos extremos. Le hubiera gustado darles las gracias y, a su vez, tranquilizarlos para que no se preocuparan por ella. No se atrevía a plantearles cuestiones relacionadas con su futuro, o las ideas que por su cabeza habían pasado sobre la posibilidad de regresar a su antiguo hogar. Su angustia la ahogaba y no era capaz de transmitir ningún mensaje coherente, pues se aturullaba y de nuevo comenzaba a gimotear con más fuerza.

La pareja de zorros intentaba tranquilizarla, diciéndole que no se preocupara por nada, que ya habría tiempo de hablar. Lo importante era que ahora descansara.

Lúa pudo percibir la cordialidad sincera. Se retiraron. Continúo cavilando por un tiempo más, pero sus lamentaciones se fueron haciendo más pausadas hasta que se quedó profundamente dormida.

El padre salió de la madriguera, deambuló por los alrededores y orinó en varios puntos para demarcar una línea infranqueable para los extraños.




XIII.

La niebla cubría ya todo El Encinar, una niebla que había ayudado a la noche a caer sobre la tierra. Cuando entró en la madriguera, esta era un remanso de paz; todos dormían. En contra de su costumbre, el padre se echó al lado de su hembra y entre los dos taparon a los cachorros, que esa noche durmieron casi sin aire para respirar.

Al amanecer, solo quedaron jirones aislados de neblina y colchones grises de nubes bajas sobre el lecho de los diminutos valles. Al recibir el macho los primeros rayos de luz, se desperezó. Se incorporó y salió fuera. Los pequeños se escurrieron hasta quedar tapados por su madre. El sol parecía que iba a lucir todo el día y la nieve comenzaría a derretir. El macho, a pesar de que ya era día entrado, no se entretuvo mucho tiempo en el exterior y remoloneando, regresó a la madriguera y se acurrucó otra vez al lado de la hembra. Esperó con paciencia a que despertaran los demás. Al sentir la presencia del padre, los cachorrillos se espabilaron y se apresuraron a encontrar cada uno su respectiva teta. Sin embargo, al poco tiempo, cayeron de nuevo en un sueño profundo. Los hermanos mayores, con el jaleo, se habían espabilado y salieron al exterior. Fuera se estiraron para desentumecer sus músculos y, después, orinar. Se pusieron a correr sin sentido y a jugar y a morderse entre ellos. Ante el escándalo que organizaron, tuvo que ser el padre el que pusiera un poco de orden. Lúa continuaba durmiendo sin enterarse de nada. Estaban dispuestos a emprender una cacería, cuando la madre sugirió que podían invitar a Lúa a que se sumara a la batida. Todos asintieron, en especial, los mozuelos, que vieron una novedad en el trajín diario.

La zorra se acercó a Lúa y, después de lamerla, le propuso acompañarlos. La perrilla asintió con gusto, aunque anticipó que no era buena cazadora. Nada más salir, los dos zorros más jóvenes comenzaron a saltar sobre ella y a encabritarse para darle ánimos.




XIV.

Cuando llegaron abajo, el zorro aligeró la marcha. Remontaron un regato. Se movían con sumo cuidado para evitar ser detectados por sus presas, pues, en caso contrario, la huida se produciría a los lados del cauce, haciendo fracasar la planificación previa de ataque. Se encontraban numerosas huellas de conejos que no se hallarían lejos de ellos, pero el joven macho continuaba obstinado en su avance en línea recta. Lúa le dejaba la iniciativa. Un poco más adelante se echaron sobre la esponjosa nieve. Cuando el joven zorro se incorporó, ordenó a la perrilla que ella permaneciera allí sin moverse y que estuviera con mucha atención a sus movimientos. Él ascendió más y luego, ambos reiniciaron la subida al monte: Lúa a la izquierda, un poco más retrasada, y el zorro, a la derecha, por delante, para cortar la huida de los conejos, en el caso de que eligieran como escapatoria la vertiente sureste. De repente, el macho se detuvo más tiempo que en paradas anteriores. Lúa lo observó, a la vez que percibió el intenso olor de sus presas. Ambos se miraron, confirmando que estaban listos para atacar. Se levantaron y, después de unos pasos, iniciaron una carrera veloz. La perra corría sin ver ningún conejo, aunque oía el roce de matorrales al ser traspasados. Tal como habían previsto, los animalillos buscaron escapatoria monte arriba. Parecía que conseguían dejar a atrás a sus atacantes, pero, al poco tiempo, cuando la fatiga comenzaba a hacerse presente, aparecieron los otros zorros, que atraparon a sus presas sin dificultad alguna. El joven zorro acompañante de Lúa, incluso, capturó a uno. Lúa, por un momento, se sintió frustrada por no llevar un trofeo, pero, de repente, un gazapillo se dio de bruces con ella. Reaccionó con prontitud y fue capaz de sujetarlo con la boca. La cacería había sido un éxito. Todos se mostraban satisfechos por la recompensa lograda, a pesar de que la perrilla resultó herida en un ojo, fruto del encontronazo. La zorra madre le aconsejó que se restregara el ojo en la nieve para consolar la irritación; por lo demás, le aseguró que no revestía gravedad.

Se reunieron en un lanchar, donde el sol había logrado derretir la nieve. Allí mismo despedazaron dos piezas para almorzar y recuperar las fuerzas gastadas. Reposaron la comida, mientras plácidamente eran reconfortados por las caricias de la suave e invisible mano del astro luminoso. No sería mucho más allá de medio día. No había temor de que el cielo despejado se cubriera de nubes y la temperatura cada vez era más suave. El macho pensó que sería mejor aprovechar la jornada e intentar conseguir más presas para tener bien repleta la despensa, en previsión de que por imprevisibles nevadas no pudieran cazar en un tiempo prolongado. La madre y Lúa regresaron a la madriguera, cada una con un conejo en la boca. El que restaba, lo escondieron en el hueco de unas piedras del berrocal, con la intención de recogerlo a la tarde, cuando el macho y los dos jóvenes pusieran fin a la cacería.



XV.

Antes de llegar a la madriguera, la hembra aulló para comunicar a sus hijos que se aproximaba. Estos salieron a su encuentro en busca de la ubre, pero la madre no se detuvo. Los cachorros la escoltaron al mismo tiempo que mordisqueaban las orejas y las patas de la presa que portaba en su boca. Nada más soltar el conejo, la madre los amamantó allí mismo, sobre la nieve. Ya no le quedaba mucha leche; sus mamas menguaban y se arrugaban. Los cachorrillos deberían empezar a comer algo sólido, ya que se quedaban con hambre. De todas maneras, iban siendo grandecitos y tenían unos colmillos bien afilados. Los dos conejos permanecieron en la entrada, por lo que los dos zorros infantes, después de mamar, se pusieron a jugar con ellos mordiéndolos. Era el momento oportuno de empezar a saborear y acostumbrarse a la carne. Su madre los ayudó a partir las orejas para que pudieran probarlas. Las masticaban, pero no se atrevían a tragarlas; sin embargo, en medio del juego, sin querer, dieron el primar bocado. Cuando se cansaron de jugar con los conejos, mordieron la nieve hasta que se aburrieron y se metieron en la madriguera.

Lúa y la zorra subieron a una piedra en busca del sol. Allí se tumbaron disfrutando de la placidez de la bonanza del día. La roca aún estaba fría, pero enseguida la atemperaron con la temperatura de su propio cuerpo y se sintieron a gusto. Comentaron la cacería que acababan de terminar. La madre aseguró que a partir de ahora deberían repetirlas con más frecuencia, pues se avecinaba el tiempo malo y habría muchos días que no podrían salir de la madriguera. Era imprescindible tener la despensa repleta. Además, los cachorros, dentro de nada, serían dos bocas más a alimentar. Lúa se dio por aludida por ser una carga más. La zorra se percató de que podía haberla herido y continuó afirmando que la caza no era un problema, ya que era muy abundante. Ese año se habían criado muchos conejos, pero, si estos faltaban, existían otras posibilidades para completar la dieta. Los pájaros eran abundantes, así como roedores, lagartijas… Si la situación era de absoluta penuria, se podían atrever con algún jabato desperdigado, pero esto era el último recurso, ya que era muy peligroso acometer a un jabalí y de la confrontación, siempre acababan heridos. Además, añadió, somos fuerte, sobre todo, los dos jovenzuelos. Aseguró que estaban hechos unas fieras y que habían desarrollado destrezas increíbles para cazar.

Lúa pensó que era mejor plantear todas sus congojas a su compañera para desahogarse. Ella había sido la que más confianza le había inspirado y, ahora, era una buena oportunidad de hablar las dos solas. Incluso, pareció estar esperando una explicación de por qué razones había abandonado su mundo para dirigirse a El Encinar. No se equivocaba la perrilla con sus especulaciones, aunque no era esta cuestión la que estaba presente en la mente de la zorra, pues la razón de su presencia en el bosque era una cosa que más o menos daba por sabida. En alguna ocasión, El Encinar mostraba despojos de seres que no habitaban allí, pero los zorros no les prestaban atención. Lo que no comprendía era la incertidumbre y desasosiego de la perra. Esta le espetó, como si quisiera quitarse peso de encima, todo lo que deseaba. Se había equivocado en el camino emprendido, de esto estaba segura, pero en lo que no dudaba era en su intención de regresar con los suyos. La zorra bajó la cabeza y su cara cambió de expresión. Lúa continuó sin saber cómo había sentado su deseo. Estaba muy contenta con la acogida que le habían dispensado y se lo agradecía. Si no hubiera sido por ellos, ya no viviría, pero les pedía, por favor, que la ayudaran a encontrar el camino de vuelta. No podía aceptar compartir con ellos su madriguera. Eran muchos y sería una carga. No podría vivir sola en El Encinar. Lo dijo y lo repitió numerosas veces para que la zorra reaccionara y se pusiera de su parte. Sin embargo, calló y tardó en responder. Ella era joven, aunque ya había parido dos veces; el macho era casi de la misma edad. Lo que la quería decir no sabía muy bien cómo, era que ellos no eran nadie y que lo que pedía era algo que estaba lejos del alcance de su mano.




XVI.

Querían ayudarla, devolverla con los suyos, pero, ¿cómo? ¿De dónde venía ella? Ellos no conocían nada, solo el Encinar y para eso, no muy bien. Era algo que no estaba en sus manos.

Lúa se puso nerviosa, a revolverse, a pegarse latigazos con el rabo. La zorra la trató de tranquilizar, pero, como un poco antes, cuando Lúa no había encontrado el cauce más adecuado para exponer sus ideas, ahora su compañera no hallaba el modo de consolarla y ayudarla. Sería mejor esperar, esperar a que las dos se serenaran. Así la zorra comenzó de nuevo. El Encinar, le decía, es muy grande. No sabemos de dónde procedes, por tanto, no podemos guiarte a un sitio que nos es desconocido. Es más, no conocemos otro lugar que no sea este, donde estamos. Si nos pusiéramos a caminar, no llegaríamos a ninguna parte. Nuestro mundo es esta piedra y un poco más. El resto no nos importa. Tenemos resueltas las necesidades. Con estos berrocales, arbustos y encinas y cuatro conejos y poco más, nos sobra. Nuestra felicidad es tan solo esto, no tenemos necesidad de buscar nada más. No es que nos neguemos a saber lo que hay fuera de aquí, porque nos gusta escuchar historias, pero ha llegado un momento que ya no distinguimos la realidad, de las antiguas fábulas de nuestros antepasados. Nosotros somos los amos de este paraje. Tal vez haya otros animales que también se sientan los señores de esta tierra, pero nos respetamos dentro de los límites que nos exigen nuestras necesidades. Es un sitio olvidado. Desde que nací, no he conocido otro paisaje que este que divisamos. La única sorpresa que nos hemos llevado ha sido cuando te encontramos. Los más viejos, que quizá estén locos, cuentan historia que contradicen la realidad que nosotros estamos viviendo ahora, pero, si te digo la verdad, prefiero esta soledad a los sobresaltos de antaño.

También, cuentan los ancianos, el paisaje era diferente. Comentan que la vegetación y los árboles se han multiplicado. Antes había más claros y el terreno era transitable. Había seres humanos que vivían aquí. Cortaban leña, cazaban conejos, recolectaban hierbas… Es posible que no mientan, pero, a nosotros, qué nos importa… Hay más leyendas, muchas, y todas tan extrañas como esas. Cuentan que, a veces, nos veíamos obligados a buscar comida donde vivían los hombres. Los conejos no debían ser tan abundantes y nosotros éramos muchos. Por esta razón, comenzaron a perseguirnos y, también, porque querían quitarnos nuestra piel. ¿Te lo puedes creer? Es difícil imaginarse esas historias. Sin embargo, hay zorros a los que les gusta recrearlas… No sé por qué te cuento esto. Lo que quiero que sepas es que es un problema que no se puede resolver ahora. Debes tener paciencia. Se podría consultar con esos viejos. Si alguien es capaz de orientarte, son ellos, pero será improbable que nos acompañen en la búsqueda de la salida. Son muy viejos y están cargados de achaques…




XVII.

La zorra bajó de la piedra y acudió a comprobar cómo se encontraban sus cachorrillos, a los que había oído lloriquear. Regresó de nuevo a acompañar a Lúa. Se tumbaron tal cual estaban antes. La perrilla se sentía incómoda. Se había ido calmando, pero, a la vez, surgió un remordimiento por no ser consciente de todo el apoyo que los zorros le prestaban. Lúa se trató de dárselo a entender, excusándose por ser demasiado egoísta al pensar solo en sus problemas. Los nervios la habían cegado, no sabiendo comprender la realidad. La zorra también se había tranquilizado y, a su vez, se disculpó por no haber encontrado un modo más dulce de comunicarse. Sin embargo, una cosa era segura: hasta que no transcurriera un tiempo, tal vez hasta la primavera, no se podría tomar ninguna iniciativa. El invierno paralizaba la vida y El Encinar se encerraba sobre sí mismo resultando hermético, incluso, para sus habitantes. No le quedaba más remedio que convivir con ellos hasta que llegara ese momento.

Lúa parecía ir comprendiendo todo de forma inevitable. No le quedaba más remedio que esperar con paciencia…

En su cara surgió una arruga que denotaba una duda. ¿Estarían dispuestos a acogerla durante ese tiempo sin que fuera una carga?

La zorra se percató de su zozobra y enseguida la tranquilizó. Sí, estarían dispuestos a acogerla, a compartir todo lo que tuvieran. No era una decisión suya; la habían pactado como pareja. Estaban encantados con la idea de alojarla. Al fin y al cabo, era uno de ellos.

Después de esta aclaración, sintieron enormes deseos de continuar con la conversación, de contarse más detalles de sus vidas y así comenzaron la dos a hablar al mismo tiempo. Se cedieron el turno mutuamente y mostraron una faz risueña. En esos momentos, callaron. Un aullido del macho las sacó de ese estado feliz. Volvían de la cacería.

El sol se estaba poniendo y comenzaba a hacer frío.




SEGUNDA PARTE: VIDA NUEVA

I.

El invierno se asentó sin pudor en El Encinar. Sus habitantes se resignaron a convivir con el mal tiempo. La luz diurna era escasa y las horas de oscuridad transcurrían lentas. El sol lucía a veces, sin lograr erradicar la temperatura gélida de todo el entorno. El hielo aprisionaba con fuerza las piedras; colgaba de las ramas de las encinas; abatía la caña de las berceas y sacaba punta afilada a los brotes más jóvenes de las retamas. Toda la vegetación se encontraba petrificada. Los únicos focos de calor eran las guaridas de los animales. Estos, si se aventuraban a salir, no se alejaban mucho por miedo a convertirse en témpanos. El silencio cubría el paisaje nevado con un duro manto , tan solo sacudido por brisas polares que se abrían paso hasta llegar a cada uno de los recónditos rincones para asegurarse de que todos los seres que allí vivían estaban subyugados a los rigores decretados por el señor Invierno. A veces, este monarca se alejaba de sus súbditos para permanecer en su trono majestuoso en el reino apartado del vórtice polar. En esas ocasiones el sol lucía con más ánimo y dejaba días morosos. Sus rayos repartían caricias a los animales más necesitados de calor. Pero era tal estrago causado, que los seres vivos reaccionaban con pereza. Salían de sus agujeros y estiraban sus miembros ateridos. Esos breves periodos de solaz concedidos por el severo rey invernal duraban poco y, cuando regresaba, llegaba más impertinente y con deseos más exacerbados de aplastar con su lluvia de hielo a aquellos que se habían atrevido a sacudirse la capa blanca con la que prohibía cualquier destello vital.

La familia de los zorros y Lúa pasaban los días en la madriguera sin apenas sacar el hocico al exterior. Echados, descansaban en el confortable habitáculo. La temperatura era agradable. Eran días a ratos divertidos, a veces, melancólicos. Dormían, soñaban y se relataban anécdotas. El macho, tan silencioso habitualmente, contaba historias de El Encinar y rememoraba a sus antepasados, de cómo vivían, de la caza, de otros habitantes del lugar que habían desaparecido. La familia escuchaba con interés. La hembra también contribuía con otras historias más cotidianas, rememorando travesuras de sus hijos y de cómo conoció a su compañero. Lúa intervenía con relatos referidos a su convivencia con otros perros y con los hombres. Se refería a sus costumbres y recordaba con especial cariño a su amo Carlitos; también echaba de menos a los gatos con los que convivía en el establo. Los zorros la escuchaban absortos e incrédulos del mundo que refería su huésped. Eran charlas con explicaciones larguísimas, pues no comprendían lo que la perra les relataba. Pero cada aclaración era una fuente de conocimiento y un punto de encuentro y de admiración mutua. A veces, reían con las costumbres de esos dos mundos tan distintos; otras, lloraban por las desgracias desagradables que también existían en cada uno ellos.




II.

La despensa se encontraba repleta de piezas, sin embargo, los días en los que el tiempo acompañaba, salían a cazar con la idea de reponer lo que consumían. Lúa aprovechaba estas ocasiones para conocer el entorno del monte donde vivían. A veces, los zorros jóvenes también la llevaban a lugares insólitos en los que el paisaje era llamativo. Los dos habían completado su desarrollo y eran igual de fuertes que su padre. Sus hermanos pequeños también habían dado un estirón considerable. La madre los había destetado y no les quedaba más remedio que comer la carne con la que todos se alimentaban. Al principio, añoraban la teta, pero, pronto, devoraban las piezas con ferocidad. Su pelaje claro se había ido oscureciendo hasta parecerse al pardo de la familia. Cada vez con más frecuencia acompañaban a la madre por los alrededores de la madriguera. Las primeras veces no querían alejarse demasiado, pero, poco a poco, fueron perdiendo el miedo.

Un día el macho le planteó a Lúa la posibilidad de conocer a otros congéneres. No supo qué responder. Casi había olvidado que existían más habitantes en El Encinar. Tuvo miedo de romper la convivencia idílica que disfrutaban. Pensó decir que no, pero se acordó de que, si quería regresar con los suyos, era precisa la información que pudieran aportar los zorros viejos sobre el camino para salir. Era curioso, cada vez se acordaba menos de su mundo y, lo que era más difícil de explicar, ya no daba vueltas a la forma de volver a casa. Se encontraba a gusto con los zorros. El macho no insistió más.

No obstante, pronto la soledad del grupo se alteró. Uno de los pocos días en los que la temperatura permitía moverse por el monte, los dos zorros jóvenes regresaron acompañados por otro. Antes de dejarse ver, aullaron con alegría. La hembra le comunicó a Lúa que el que llegaba era un hermano del macho. Le aconsejó que se ocultara para darle una sorpresa. Cuando se juntaron, después de saludarse, exigieron la presencia de la perrilla. Lúa se mostró dejando paralizado al zorro invitado. No se lo creía. Lo que más le sorprendió fue su pelo negro y la poca altura; en cambio, se percató de que estaba gorda y fuerte. Lúa se aproximó para saludarlo y ambos se olieron y se lamieron. Todos se mostraban contentos y los cachorros no cesaban de correr uno detrás del otro.

Pasó con ellos la noche. Antes de dormir, el invitado no dejó de plantear preguntas a Lúa para que le explicara todo sobre su vida. Al día siguiente, al amanecer, se despidió. Nada más partir, mientras contemplaban cómo se alejaba, la hembra comentó a la perrilla que la noticia de su presencia sería conocida de inmediato. Lo decía con pesar, como si no le complaciera compartir la compañía de Lúa con otros.




III.

El macho pensó que sería conveniente realizar una visita a sus padres. El viaje podía ser una buena oportunidad para que Lúa conociera a fondo El Encinar y a sus otros hermanos, además de presentarla a más miembros de la comunidad vulpina. A todos les pareció estupenda la propuesta. Así decidieron que, cuando llegara la ocasión propicia, emprenderían el viaje. Ese mismo día, después de la partida del hermano del macho, comenzaron los preparativos y, como el tiempo acompañaba, decidieron salir a cazar para que la reserva de alimentos fuera abundante mientras durase su ausencia. Cuando regresaron al atardecer, el tiempo había cambiado. Un viento intenso azotaba el bosque. Se había levantado un poco después de medio día. Al principio no era muy frío, pero cambió la dirección hasta quedar en noreste. Los zorros regresaban exhaustos, sin embargo, la caza fue excelente y portaban una pieza cada uno. La ascensión hasta la madriguera les resultaba más dura que en otras ocasiones. El vendaval los balanceaba y su caminar era lento. El frío penetraba por sus bocas semiabiertas en las que portaban las piezas. Su saliva se congelaba y a sus mandíbulas les faltaba la fuerza necesaria para que no se les cayeran. Al final, cuando se aproximaban a su destino, no les quedó más remedio que soltarlas y arrastrarlas subiendo a reculas. Todos tiritaban y el sudor se había transformado en pequeñas partículas de hielo. Cuando por fin llegaron, comenzaron a restregarse y se juntaron para calentarse, hasta quedar dormidos.

Las ráfagas continuaron durante dos días más y cada vez parecían más gélidas. La comunidad de zorros permaneció casi todo el tiempo dentro de la madriguera, no siendo las ocasiones en las que se vieron obligados a recoger pasto y berceas, con el fin de que sus camas resultaran más calientes, y ramaje para tapar bien la boca de su refugio. Cuando el viento dejó arrasado todo El Encinar, una nueva nevada tendió otra gruesa capa más blanca sobre las anteriores. La entrada de la cueva quedó por completo tapada y supieron que el terreno estaría impracticable durante varios días.




IV.

El invierno estaba ya mediado. Lúa se había ido acomodando a la vida de la familia que la acogió, aunque solo llevara con ellos dos lunas. Ya no estaba tan gorda como cuando entró en El Encinar; sin embargo, se notaba más fuerte y ágil; incluso, consiguió aumentar la velocidad de sus carreras. Había aprendido bastante de los zorros, sobre todo de su actividad cinegética. No era tan buena cazadora como ellos, pues la mayor edad de la perrilla se hacía notar, al igual que su menor tamaño. No obstante, cobraba algunas piezas. Su astucia era semejante. Con esta cualidad conseguía trofeos que difícilmente hubiese alcanzado sin ella. Incluso, no perdía la esperanza de mejorar todavía, ya que tampoco había convivido tanto tiempo con ellos como para pensar que ya había desarrollado todo su potencial.

Conocía el entorno más próximo por el que deambulaban los zorros y se permitía la libertad de salir ella sola donde quería. En estas correrías en solitario cazaba algún pájaro que llevaba de regalo a los glotones de los cachorros.

En una de las salidas, Lúa se percató de que uno de los zorros jóvenes la seguía. Aún perduraba la nieve, pero un cálido sol alegraba la mañana. Pronto se puso a su nivel y deambularon sin mucho sentido por los alrededores. El joven macho no cesaba de olisquearla, hasta que se percató de que estaba en celo. Había creído que su etapa reproductora había llegado a su fin cuando en la pasada primavera tuvo una cría, después de costarla mucho quedarse preñada. Hasta esa mañana, su acompañante la había considerado una compañera, pero ahora se dejaba llevar por sus instintos. Se puso nervioso y la acometió. La olía y lamía su natura. Gemía lastimeramente y trataba de enternecerla. Lúa no opuso resistencia y a su vez correspondió al macho, uniéndose en un apareamiento prolongado. El resto de la jornada continuaron perdidos disfrutando de su enlace. Al atardecer, buscaron refugio en medio de un carrascal, donde ambos podrían continuar a solas con su ritual amoroso durante la noche.

Una vez pasada la jornada siguiente, regresaron a la madriguera familiar. Ninguno de los suyos mostró cara de preocupación por su ausencia, más bien se alegraron al notar el rictus de felicidad de los amantes.

Esa noche, todos se recogieron antes en la cálida caverna para que los enamorados se pudieran recuperar. El joven macho se tendió junto a compañera. La ternura de la nueva pareja fue un nexo más de unión entre Lúa y la familia de zorros.




V.

El invierno coleteaba con sus últimos estertores, si bien aún perduraban jornadas de un frío extremo. En estas circunstancias, el macho y Lúa emprendieron el viaje para visitar al abuelo. Su marcha se inició antes de despuntar el sol y se alargó durante toda su trayectoria. La ruta desde la madriguera hasta la morada del padre seguía esa línea lumínica. Lúa tuvo la sensación de que se adentraban en el corazón de El Encinar. La vegetación cada vez era más agreste. Sin embargo, los grandes berrocales fueron quedando atrás. Viejísimas encinas se enseñoreaban en el espacio, luchando unas con otras por expandir su ramaje. La presencia de seres vivos era innumerable: grandes aves rapaces, enormes jabalíes, manadas de conejos, gatos monteses… Incluso, según comentarios de su acompañante, se multiplicaban las familias de zorros. Antes de llegar a la guarida del padre, se encontraron con varios, que parecían avisados del cruce de los viajantes por sus territorios. Todos sentían curiosidad por conocer a la perra. Cuando se producía el encuentro, los zorros los acompañaban un trecho. En ese espacio de tiempo, mostraban interés por conocer las razones de la presencia de Lúa con la familia del macho. Este satisfacía su curiosidad. La perra observaba también a esos nuevos zorros. Sin llegar a sentir temor, porque iba acompañada por un animal fuerte, pudo percibir que no todos mostraban la misma faz de amabilidad que vio cuando por primera vez se encontró con la familia que la había acogido.

El padre ocupaba una cueva mucho más pequeña que en la que ellos vivían, pero no se hallaba aislado, ya que había otros zorros en las inmediaciones que le proporcionaban alimento suficiente para subsistir.

El viejo era un animal decrépito e inválido. Arrastraba una pata que había perdido la movilidad. El hijo lo encontró en mucho peor estado que la última vez que lo visitó. La parálisis se había extendido más deprisa de lo previsto y lo más alarmante era que se estaba corriendo a la otra extremidad, por lo que muy pronto se convertiría en un paralítico completo que tendría que arrastrar el cuerpo igual que una culebra. Además, cada día se mostraba más inapetente, por los esfuerzos que le suponían masticar y tragar.

El abuelo zorro no se sorprendió de ver a Lúa. La noticia de su presencia era conocida, no la visita de su hijo acompañado por ella. No era la primera vez que había visto perros, sin embargo, se quedó en silencio observándola y comprobando las similitudes con los de su especie. La perrilla le contó el posible origen de ese parecido y el viejo asentía confirmando la teoría. Como animal prudente, tan solo escuchaba las novedades que su hijo le transmitía de su hembra y de su prole, aunque, de vez en cuando, desviaba la mirada hacia la perra como si se complaciera de que fuera compañera de su hijo y sus nietos.

El macho decidió prolongar la estancia unos días más de los previstos, alarmado por el deterioro de su padre, con la intención de cuidarlo y hacerle compañía. Se hizo a la idea que sería la última ocasión que dispondría de estar con él, porque la enfermedad parecía irreversible.

Esa noche, el macho y Lúa hicieron compañía al anciano. Se tumbaron junto a él y pronto los visitantes se quedaron dormidos, mientras el viejo insomne pensaba.




VI.

No tardó en despertarse el zorro macho y se quedó desvelado el resto de la noche. Cambiaba de postura, pero en ningún lado se hallaba cómodo. Oía la respiración dificultosa de su padre: seguramente él también estaría despierto. En cambio, Lúa dormía con placidez.

Un fuerte viento serrano se fue levantando y se hizo a la idea de que escarcharía. Pero no fue así. Cambió de dirección al poco rato y se quedó en una suave brisa de Levante que dejó una temperatura templada. La tierra estaba blanda y en algunos recovecos, húmeda. Un sol limpio iluminaba El Encinar. El anciano zorro seguía con la respiración tranqueante y parecía que no hubiera dormido nada en toda la noche. Cuando el hijo se había quedado traspuesto, su padre, adivinando la bonanza del día, le propinó un coletazo para despertarlo. Hubo de repetir los latigazos hasta que se incorporó. Lúa también se puso en pie y ambos salieron a saludar al nuevo día. El viejo les siguió arrastrando la pata inválida. Su rostro denotaba los síntomas propios de no haber pegado ojo en toda la noche, pero los rayos del sol reanimaron sus ojos acuosos, que brillaron con destellos cristalinos. Su hijo y Lúa decidieron dedicar la mañana a cazar. El semblante del anciano se entristeció al sentir envidia: a él también le hubiese gustado acompañarlos.

Algo después de mediodía regresaron. En poco tiempo habían logrado atrapar dos buenas piezas que ofrecer al venerable anciano. Lúa le presentó una sorpresa, un pequeño gorrión. La perra se había ido acomodando a su nueva vida en el bosque, pero nunca olvidó su antigua costumbre de perseguir a los pájaros. Al anciano le gustó el obsequio y se lo agradeció.

VII

Después de comer, les invadió una placentera felicidad, sobre todo, al anciano, que se mostró muy locuaz. Poco a poco, como si hubieran sido convocados, se concentraron otros zorros, formándose una tertulia presidida por el tullido. Entre ellos, alguno era igual de respetable que el padre del macho. Los jóvenes les dejaban los lugares prominentes para escucharlos con veneración. Todos esperaban el instante de la conversación en el que se abordara la presencia de la perrilla en El Encinar, por eso se acortó el tiempo de los saludos y las preguntas de rigor sobre la salud de los mayores. Hasta el anciano padre del macho dejó sus cuitas de enfermo crónico para dar paso a lo que los congregados anhelaban. Nadie se atrevía a mencionar el tema; todas las miradas se dirigían hacia la perra y el macho que la acompañaba, esperando que ellos mismos tomaran la iniciativa de presentarse. Ambos permanecían tumbados, ajenos a las expectativas que recaían sobre ellos. La que menos Lúa, que ya había olvidado su pretensión de regresar a su lugar de origen, aunque todavía no se lo había comunicado a la familia de zorros con la que vivía. Por eso, cuando quisieron que aportara datos de su procedencia, le cogieron desprevenida las cuestiones que le planteaban. No es que hubiera olvidado su origen, pero este, cada día que pasaba, se alejaba más de la realidad en la que vivía. En ese instante, viendo los rostros inquisidores de la comunidad cánida, se inquietó, porque no le parecía justo ser ella el centro de interés. Mientras repasaba esa galería de hocicos husmeadores, intentaba encontrar una mirada comprensiva, al tiempo que farfullaba mensajes incomprensibles para ella misma. «Carlitos, vacas, la Vitor, el Farias…»

El zorro macho, compañero de la perrilla, acudió en su ayuda y les explicó a sus congéneres lo que Lúa quería expresar. Se sorprendieron. No obstante, lo que deseaban oír, sobre todo, los más ancianos, eran detalles del lugar de donde procedía. La interpelada se tranquilizó al percatarse de que lo que buscaban era una información no personal. Entonces se extendió en detalles que satisficieron su curiosidad. Fue consciente, al terminar, que el motivo principal de los ancianos, era que les ayudara a recordar su vida. Ella había sido la excusa para que ellos comenzaran a recitar sus vivencias o las leyendas escuchadas a sus mayores. Toda esta retahíla de historias carecía de interés para Lúa. Se concentró y se sintió feliz al notar la cría que mantenía en sus entrañas.




IX

Escuchó muchas historias sin prestarles demasiada atención, no así los zorros, que estaban absortos. Únicamente despertó de su agradable modorra, cuando mencionaron el sitio de su procedencia. Ninguno de los presentes lo conocía, pero los más ancianos podían decir la ruta para dar con él. El camino no era muy largo y sin pérdida posible: seguir la trayectoria del sol en sentido contrario hasta llegar a los límites de El Encinar. Después, torcer a la izquierda y descender hasta encontrar en la mitad de la pendiente el lugar: unas indicaciones muy generales que a Lúa le quitaron las escasas ganas que ya tenía de emprender el camino de vuelta. A poco más prestó atención la perrilla, aunque los ancianos dijeron que sus padres les habían hablado de unos hombres que habitaron en el mismo seno del monte. Vivían en casas inexpugnables, con unas paredes de piedra muy altas, a las que, cuando escaseaba la caza, acudían sin remedio en busca de cualquier animal doméstico perteneciente a estos hombres para no morir de hambre. Eran incursiones muy arriesgadas, porque, además de tener encerrados a los animales, disponían de perros feroces muy peligrosos, entrenados para defender toda propiedad humana. Era un suicidio aventurarse en sus dominios. Más allá de las fronteras de El Encinar se hallaba la población de la que había salido Lúa. También se vieron obligados a visitarla en busca de algo de comida que llevarse a la boca. Allí los hombres se dedicaban a partir piedras, cuidaban a otros animales domesticados y arañaban la tierra con un gran tronco para sembrar granos de los que brotaban plantas que espigaban…

Cuando el sol se escondió detrás de las cumbres cubiertas de encinas, los zorros más viejos comenzaron a impacientarse: ellos eran los primeros en notar la bajada de la temperatura. La conversación fue languideciendo hasta acabar con las despedidas. El anciano inválido, dando razón a los de su tiempo, cerró la asamblea, agradeciendo a todos su presencia y deseándoles salud. Los más jóvenes repartieron las presas que habían preparado con anterioridad como obsequio para sus mayores y con ella en la boca acompañaron a cada uno de ellos a sus respectivas madrigueras.

Dos jornadas más permanecieron Lúa y el macho con su procreador. Al tercer día, cuando el tiempo daba muestras de empeorar, regresaron a su territorio. Padre e hijo se lamieron largamente antes de separarse. Ambos eran conscientes de que sería la última vez que se verían y estaban muy tristes, mas el anciano obligó a su hijo a partir.

El regreso fue más rápido. Los dos avanzaban absortos en sus pensamientos. Sin embargo, pronto dejaron atrás la melancolía al saber que no tardarían en hallarse de nuevo con los suyos. Llegaron cuando los últimos rayos del sol estaban a punto de desaparecer. Al encontrarse finalmente, se saludaron como si hubiera pasado mucho tiempo desde su separación.




X

El estado de gestación de Lúa avanzaba. La zorra madre también estaba preñada y esperaba dar a luz en primavera; la perrilla, un poco más tarde, quizá para los primeros días del verano. Todos en el clan conocían estas dos novedades y estaban muy contentos.

Lúa, cuando supo que esperaba descendencia, mostró su deseo de permanecer en El Encinar, de reiniciar una nueva vida con los zorros, pues había alcanzado una felicidad nunca antes vislumbrada.

Ya había explorado los alrededores para buscar una madriguera donde vivir con su camada. Era una cueva no muy alejada, que se encontraba en una cota inferior. Poco a poco la fue acondicionando. Se trataba de un antiguo vivar que adaptó con paciencia. Encima de la boca del agujero había unas piedras no muy grandes. La perrilla fue ensanchando y limpiando las antiguas galerías. Su morada estaba rodeada de maleza que camuflaba el enclave, evitando la exposición a potenciales depredadores. Para llegar a la entrada había que atravesar esa tupida red de ramas y berceas por una disimulada vereda que la perrilla fue despejando cuando se adentraba en el habitáculo. Al zorro consorte le costaba sortear los obstáculos y desenvolverse por ese trazado minúsculo apropiado al tamaño de Lúa, pero pronto se acostumbró a avanzar arrastrándose.

El invierno dio las últimas bocanadas y, aunque el frío se hacía notar durante las noches, ya no helaba. El sol se mostraba remolón y permanecía más tiempo en la esfera celeste.

Cada día que pasaba, la zorra madre tenía más dificultades para cazar. Su tripa se abultaba y la ubre se inflamaba. La última semana antes del parto ya no pudo salir en busca de alimentos. Fue en el momento en el que diminutas flores amarillas despuntaban sobre las matas más pequeñas, cuando alumbró a cinco zorrillos muy hermosos, aunque no muy grandes. Necesitaría alimentarse bien para amamantar y sacar adelante esa prole. Menos mal, que el año venía con abundancia de comida y podrían abastecerse sin dificultades. Por falta de cazadores tampoco sería. Sus anteriores hijos habían crecido mucho y pronto mostraron una aptitud óptima para buscar presas: su padre les había enseñado la disciplina necesaria para saber sobrevivir a los peligros y para sorprender a otros animales que eran el sustento de su alimentación.

Era a comienzos de verano. El sol brillaba y tenía trazas de convertirse en el nuevo tirano que subyugaría sin piedad a El Encinar. Un día caluroso, Lúa desapareció. Habían pasado dos jornadas sin que la familia de los zorros supiera nada de ella. El consorte se aproximó a la madriguera excavada por su compañera. Antes de llegar a la entrada, oyó las lamentaciones infantiles. El alma le dio un vuelco y, sin reponerse, apareció su hembra. Ambos se acariciaron. Lúa lo condujo hasta la cámara. Cuando el macho vio a sus hijos, los olisqueó y lamió su ombligo. Los padres se tumbaron dejando en medio a los recién nacidos. Permanecieron en silencio, contemplándolos y mirándose, hasta que percibieron la presencia de los otros zorros. Los abuelos, adivinando el parto, se acercaron a felicitar a los padres y a conocer a los nuevos miembros de la familia.

Lúa era una buena madre. Poseía abundante leche, por lo que crio con mimo a los dos cachorrillos, que rápidamente se pusieron gordinflones, como si fueran dos globos inflados. Le sobraba leche, por lo que también amamantó a los hijos de la zorra, cuando, sin estar preparados para el destete, a esta le mermó. Tanto las crías de una como de la otra permanecieron juntas durante las primeras semanas, desarrollando una relación fraternal.

Aquel verano calentó como hacía tiempo.

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