Dejamos la ciudad inmersa en una neblina cenicienta y fría. Un olor químico nos empujaba a la estación de ferrocarril a partir de la cual podríamos huir de la catástrofe que bramaba en las entrañas de Grozni a punto de desmoronarse. Muchos habíamos elegido esta vía de escape, pero, en todo caso, solo éramos una parte de la población, por lo que deduje que a mucha gente no le había dado tiempo a escapar. Las cunetas de la larga carretera que nos condujo hasta allí estaban negras y aún humeaban restos de una quema indeterminada. El asfalto se resquebrajaba y los socavones eran tan frecuentes que hacían impracticable la conducción de vehículos por la calzada.
El edificio que albergaba las dependencias ferroviarias no superaba las dimensiones de una simple casa familiar: dudé de que se tratara de la estación. Cuando la sobrepasamos, nadie entró, sino que todos descendimos realizando equilibrios para no resbalar por un terraplén terroso. La plataforma se extendía paralela al trazado de las dos vías, una por cada sentido: hacia la derecha, la dirección era el centro urbano; a la izquierda, la salida de la ciudad. Nadie se encontraba en el andén de enfrente. En cada lado de la estación había dos puentes situados a una distancia desigual desde el punto en el que esperábamos el convoy. En el que quedaba a mi derecha, los raíles formaban una cuerva bastante pronunciada. Cuando llegó el primer tren, solo lo pude ver en el momento en el que ya casi alcanzaba la zona central donde esperábamos. En cambio, el puente de la izquierda era la boca de un túnel recto, desde la cual la máquina aceleraba para desaparecer con una velocidad pasmosa.
Cuando apareció despacio ese primer convoy, sentí alivio y pensé que la suerte nos acompañaba a mi hija y a mí, por no tener que esperar, pero, para mi asombro, cuando ya parecía que se produciría el frenado, siguió avanzando sin llegar a parar. Me hice a la idea de que ya no cabían más pasajeros y el maquinista había desistido de detenerse para que subieran más viajeros, o que habitualmente ese tren no realizaba parada en ese apeadero. Sin embargo, la decepción fue en aumento porque los siguientes repetían la misma entrada lenta sin detenerse.
Más gente había ido llegando y ya no cabíamos más. No perdí la esperanza de que pudiéramos huir, sin embargo, en esa desesperante espera de un tren que se detuviera y nos sacara de Grozni, me dio tiempo a pensar que el viaje que íbamos a emprender lo realizábamos sin billete. Miré a las personas más próximas para salir de la duda de si era preciso pasar por taquilla. No percibí ninguna preocupación en sus rostros relacionada con esta cuestión. Simplemente esperaban con estoicismo. Me hubiera gustado preguntarles por la duda que en esos momentos me preocupaba, pero no hablaba su lengua y todos permanecían en un respetuoso silencio. Viendo que la secuencia de convoyes se alargaba y que, además, no se detenían, opté por perder el lugar privilegiado en primera fila para ascender con dificultad el terraplén hasta alcanzar la puerta que daba a un pequeño vestíbulo en la que, efectivamente, había una ventanilla donde despachaban billetes. Me alegré de que así fuera para viajar con la suficiente tranquilidad y que el revisor no nos molestara. La persona a la que atendían en el momento de llegar se alejó al instante. Miré hacia el interior de la oficina y vi a una mujer al cargo. Estaba sentada en un taburete alto. Solo se le veía el pecho. Me agaché para poder vislumbrar su rostro, pues sabía que para hacerme entender necesitaba que me viera la cara de dificultad que había de tener por no poder expresarme en su idioma. Sin que yo pronunciara palabra ni tan siquiera hubiera realizado ningún gesto, me preguntó por lo que yo deduje eran los dos destinos para los cuales despachaba billetes. Creí entender la ciudad a la cual queríamos llegar y repetí a mi manera su nombre, sin embargo, pese a todos mis esfuerzos por pronunciar bien para que me entendiera, me seguía repitiendo los dos destinos. Al final, intenté extendiendo el brazo y apuntando con la mano señalar la dirección por la cual queríamos salir. Creo que más bien por desesperación que porque me hubiera entendido, me extendió los dos billetes que le había señalado con los dedos de la mano. Mientras me despachaba, había escuchado la entrada de un tren, pero supuse que no se había detenido al igual que los primeros. Sin embargo, al salir de la estación contemplé cómo en esos instantes arrancaba. Me contuve para no maldecir mi mala sombra y me arrepentí de la decisión que había tomado de alejarme del andén. Por otra parte, percibí la maniobra tan absurda que había hecho, pues, aunque ya disponía de billetes, no estaba seguro de que me sirvieran para el trayecto que queríamos realizar. Me consolé pensando que, en el caso de que nos los solicitaran en el viaje y no fueran los adecuados, me podría disculpar por mi ignorancia, pero, por lo menos, demostraría que no había habido mala fe en nuestro proceder.
Otra vez en la plataforma, mirábamos a ese oscuro túnel que nos quedaba a la derecha, esperando la aparición de la poderosa máquina que movía los vagones. Más viajeros descendieron por la ladera, aunque no en un número tan alto como cuando llegamos. Contrariamente a la idea de que la espera sería eterna, no tardó en aparecer la tan ansiada cabeza de la monstruosa serpiente negra, y se detuvo. La revisora, una chica joven y rubia, se apeó para asegurarse de que todos subíamos. Ya sin prisa y aliviada la opresión de la espera, cedimos el turno para que los otros viajeros accedieran primero. Costaba mucho subir, pues el suelo del coche estaba a una altura mayor que la nuestra y, además, la escalerilla se quedaba corta. Por ello, para poner el pie en el primer escalón había que levantar mucho la pierna y ayudarse con un tirón agarrándose a las barras pasamanos de sujeción ancladas a ambos lados de la puerta. Cuando nos tocó el turno, empiné a mi hija hasta situarla en el suelo. En ese momento, el tren emprendió la salida, cuando yo aún no había comenzado mi ascensión. Me extrañé de la premura, sobre todo, porque no esperaba que el maquinista pusiera en marcha el tren sin subir la empleada, pero esta no se hallaba detrás de mí. Me agarré a las barras de acero y el impulso de levantar la pierna para alcanzar la escalerilla me hizo casi perder el equilibrio, aunque con mala postura logré erguirme y situar los dos pies en los escalones. Cuando llegamos a la altura del túnel suspiré aliviado por haber conseguido subir, pero se me quedó el cuerpo con un tembleque que procuré disimular para que ni mi hija ni los demás pasajeros lo notaran. Cuando recuperé el aliento y me tranquilicé al haber pasado lo peor, examiné el vagón en el que nos encontrábamos. Me quedé perplejo, pues yo esperaba una multitud de viajeros; en cambio, los que iban no eran muchos y se hallaban sentados en bancos corridos a lo largo del coche, por lo cual quedaba un espacio central muy amplio. Deduje que a lo mejor era un vagón de carga. Mi hija no tuvo problemas en sentarse en un cojín vacío que había debajo de una de las pocas ventanas por la que entraba una luz sucia. Yo me quedé a su altura, mirando con más detenimiento a ver si hallaba al fondo un banco en el que nos pudiéramos sentar los dos. Volví la vista hacia un asiento vacío que me permitía estar cerca de mi hija para no perderla de vista, pero, cuando lo iba a ocupar, entró la revisora rubia y se sentó en el espacio al que había echado el ojo. Observando con más detenimiento, me percaté de que los otros compañeros era también trabajadores del ferrocarril y comenzaban una tertulia despreocupándose del acomodo y control de los viajeros. Me quedé de pie sin decidirme a nada, a la espera de saber si el viaje que comenzábamos terminaría en el destino que anhelábamos.
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