Llegamos con prisa al muelle. Las avenidas asfaltadas del puerto resultan interminables hasta dar con el edificio con planchas metálicas en el que despachan los billetes. Menos mal que no hay mucha cola, por lo cual me convenzo de que el barco debe estar a punto de zarpar. Meto prisa a mi mujer para embarcar lo antes posible. Corremos al embarcadero en el que se halla el buque. Se trata de un enorme barco negro del que solo se divisa el lado de babor y una gran boca también oscura por la que entran vehículos y camiones cargados con contenedores. A pie del buque, se encuentra una plataforma con escalones por los que hemos de ascender para embarcarnos. En lo alto hay un interventor que controla el acceso de los viajeros. Se trata de un viejo lobo de mar relegado ya a tareas auxiliares. La larga barba blanca le confiere solemnidad. Le enseño los billetes. Estos corresponden a toda la familia y están separados unos de los otros por dos líneas cruzadas de agujeros perforados que permite con facilidad rasgar cada una de las cuatro partes. Se los enseño extendidos y él los dobla con cuidado, sin llegar a cortarlos, y me los devuelve.
—¿Y el título de viaje? —me lo pide en el momento en el que ya nos habíamos vuelto para entrar en el barco.
No me extraña su petición, pero me hago el desentendido, como si no supiera a lo que se refería.
—Lo tiene que sacar en la oficina. Para viajar no solo es necesario el billete, sino que hay que tener un título que habilite —me explica innecesariamente porque sé que es obligatorio, algo que es sencillo de conseguir por tratarse de un mero trámite burocrático.
Hago ademán de retroceder para obtenerlo en las taquillas, pero me detiene y haciendo la vista gorda me permite seguir adelante.
—Muchas gracias —le digo con sinceridad, agradeciendo que no sea muy severo, y añado: «La próxima vez que viajemos lo habré sacado».
Sabiendo que faltan escasos minutos para zarpar, buscamos la entrada.
No sé el destino del barco ni dónde nos dirigimos nosotros, pero lo tomamos con cierta frecuencia.
Las mismas carreras por llegar con el tiempo justo para que el navío no nos deje en tierra; la misma sensación de andar perdidos por los hangares y dársenas hasta dar con el pabellón donde se halla la estación marítima; la misma angustia de cavilar con la posibilidad de que no hubiera mucha gente esperando para sacar billetes para que nos diera tiempo a subir antes de que partiera… Llegamos y los consigo. En taquilla me despachan sin prisas y no me alertan de que me queda poco tiempo para embarcar, por lo que supongo que no andamos tan apurados como pienso; sin embargo, animo a mi mujer a que nos echemos una carrera hasta la plataforma de embarque. Cuando estoy a punto de alcanzar la cima metálica en la que se encuentra el viejo marino de las largas barbas, me acuerdo de que no había tramitado el título de viajero. Dudo por un momento si retroceder para ir a sacarlo, pero mi mujer, también subida en la escalera, me entorpece descender y, por otra parte, estoy seguro de que si regreso a las oficinas, perderíamos el barco. Me acerco titubeando al viejo y le muestro los billetes. Me sonríe con afabilidad.
—¿Y el título de viaje?
Me doy un manotazo en la frente. ¡Cómo podía ser tan olvidadizo! ¡Qué cabeza la mía!
Percibo con claridad que el controlador sabe que mis aspavientos son mera comedia y que estoy echando mucho morro para disculpar mi despiste.
—Pase, pase… —me dice como si le estuviera resultando cargante mi representación.
La verdad es que se me queda muy mal cuerpo, no solo por la vergüenza que acabo de pasar, sino también por mí mismo, por no planificar con tiempo las obligaciones que he de cumplir. Me repito mentalmente la necesidad sin dilación de sacar el título, como grabándolo en mi memoria, para que no me vuelva a suceder lo mismo.
No sé tampoco a dónde se dirige el barco, pero soy consiciente antes de embarcar de que el trayecto me resultará tormentoso por los remordimientos a causa de mi despiste.
Es siempre la llegada al puerto; las prisas por no perder la embarcación; la misma desorientación hasta dar con las oficinas portuarias; la misma soledad de recorrer los muelles solitarios sin que nadie nos pudiera orientar hasta dar con ellas… Siempre se produce una sorpresa cuando paso de la claridad deslumbrante del exterior a la penumbra de la gran nave en la que despachan. Temo llamar la atención de los empleados por llegar todas las veces con la misma agitación, por lo que intento tranquilizarme sabiendo que me expenderán los billetes. Siempre cuatro, aunque solo veo a mi mujer, pues nuestros hijos se supone que deben embarcar con nosotros, pero, al final, los que subimos a bordo somos mi mujer y yo. Miro alrededor esperando hallarlos despistados para urgirlos a que se unan a nosotros para subir, pero no logro divisarlos por ninguna parte. Me hago a la idea de que a lo mejor ya se han adelantado y se encuentran en el navío. Con estas preocupaciones y prisas llegamos a la escalera de embarque. En el momento de extender mi brazo para mostrar los billetes, me percato de nuevo de que no he cumplido mi palabra de sacar el título de viajero. Aunque sé que cualquier disculpa que exponga es ridícula, no por eso intento explicarle atropelladamente que esta sí que será la última vez que nos hace el favor de dejarnos entrar sin cumplir las formalidades reglamentarias. Es tanta mi rabia que estoy a punto de sollozar. Al verme así, el viejo y yo nos fundimos en un fuerte abrazo y él me consuela dándome palmaditas en el hombro y, después, empujándome para que me dirija al barco.
Por la misma plataforma por la que accedimos, bajamos hasta llegar al portón de popa, que se ha ajustado al muelle, por la que entramos vehículos y pasajeros. Las entrañas del barco son oscuras y la vista tarda en acostumbrarse hasta vislumbrar el parking repleto de camiones y furgonetas. Huele a humo quemado y a alquitrán caliente. Desde la bodega subimos por otra escalerilla estrecha y muy empinada hacia los habitáculos reservados a los viajeros. La baja intensidad de la luz es mayor en esta parta alta, por lo cual es difícil ver la cara de las personas que allí se encuentran. Avanzamos con cuidado, no solo por no saber dónde ponemos los pies, sino por el propio bamboleo del mastodonte amarrado. Consigo dar con dos asientos vacíos. Se trata de chaises longs en los que temo acomodarme por anticipar que no me encontraré a gusto; en cambio, mi mujer, sin pensárselo, se echa a lo largo y me mira preguntándome a qué espero a tumbarme junto a ella. Me quedo de pie, indeciso, sin decidirme a seguir buscando un asiento más natural o tenderme en el que allí, frente a mí, se halla. Me pongo de rodillas y antes de dejar caer todo el peso de mi cuerpo sobre la alargada hamaca, comprendí que era verdad, que el viaje que estábamos a punto de emprender sin saber cuál era nuestro destino no sería cómodo.
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