Abilio pastoreaba sus ovejas por esos tesos secos y ralos de pastos. Rara vez los animales escalaban las laderas hasta llegar a las sucesivas cotas sucias. Preferían permanecer en las cárcavas que formaban las torrenteras que recogían las aguas de las escasas nubes preñadas de lluvia que descargaban en ese terreno baldío. Muchas veces, cuando el rebaño enfilaba hasta ese paraje, intentaba variar el careo, apartándolo de esas torrenteras, pero otras veces se encomendaba a los designios del destino.
—¡Que sea lo que Dios quiera!
Sus temores se disipaban pronto cuando la rueda del tiempo corría sin que nada alterara la monotonía. Hasta conseguía olvidar las discusiones sobre el mojón que separaba los cercados de Anastasio y Máximo. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, alrededor de la una de la tarde, cuando el sol de justicia se enseñoreaba en esos cerros, divisó la figura erguida de Anastasio sobre la montura grisácea. Arreaba a la borriquilla hincándole los calcañares en las ingles. Esta traía un trote permanente, como si al amo le urgiera llegar lo antes posible. De propósito, aparentando que no se había percatado, y con disimulo, tiró una piedra a la perra para que cambiara la dirección que llevaban las ovejas. Él mismo, con un tono de voz más bajo de lo normal, las llamó con la intención de que lo siguieran, intentando no encontrarse con él.
—¡Abilio! ¡Abilio!
Sus tripas se retorcieron y el vino que había tomado se le agrió en el estómago. Se detuvo. Aparentó que las voces le sorprendían y que no divisaba a nadie pese al esfuerzo de su mirada de focalizar al que lo llamaba por su nombre, pues se colocó la mano izquierda a modo de visera sobre los ojos para que el sol no lo deslumbrara. Lo peor que le podía suceder es que el anciano creyera que lo evitaba.
La burra no perdió el paso hasta el último instante, cuando Anastasio estuvo a su altura.
—¿No habrás visto por el contorno a ese desgraciado?
Sabía quién era ese que se le atravesaba a su interlocutor.
—No, hace mucho que no se deja ver.
—No seas calandrias, Abilio, que nos conocemos.
—No, te digo que no, que hace mucho que no coincido con él.
Dejó caer el ramal en el punto en que se había detenido y sin decir nada comenzó a caminar. El pastor sabía dónde se dirigía. El animal, alejado su amo, mordisqueó las puntas de una junquera que milagrosamente verdeaba aún. El muy perro dejó la montura a cargo del pastor para que no se retirara. Con todo este se apartó lo que pudo, cuando lo observó pateando la pequeña columna de piedras sobrepuestas, mientras no cesaba de injuriar a un invisible Máximo, al que conjuraba para que apareciera en ese momento con el deseo de lanzarle a su dura cabeza las cuatro piedras del hito. Le oía toda clase de insultos: le deseaba los males más insufribles del mundo al malnacido ladrón que le robaba el esquinazo de su parcela.
—Ojalá te parta un rayo ese melón —decía también figurándose que lo tenía delante.
Con más calma y en silencio, erigió el hito en su lugar, en el punto que separaba su tierra de la del otro.
—Cuando veas a ese tozudo miserable le das recuerdos de mi parte y le dices que el día en que me le eche a la cara se va a acordar toda su jodida vida: se va a comer esas piedras si las vuelve a mover del sitio donde ahora se encuentran.
—Pero, hombre, no seas así…
—Soy como me sale de los cojones.
Abilio se calló. La burra irguió las orejas para estar atenta a las órdenes. La acercó del ramal a una piedra para ayudarse a montar. Sin mirarlo, cuando estaba a punto de desaparecer de su vista, levantó la mano en la que portaba la vara. A Abilio le quedó la duda de si era su forma de despedirse o de jalear al asno para que aumentara el trote.
Aún se aguantaba pastando sin necesidad de recoger a los animales en la red durante las horas del mediodía. A veces las ovejas se paraban y metían la cabeza en la sombra que el cuerpo de alguna compañera proyectaba, o buscaban el mismo frescor en los chaparros ralos que se desperdigaban cada poco trecho. El pastor no necesitaba ese asueto. Se sentaba y se conformaba para aliviar la temperatura con la brisa que de vez en cuando serpenteaba como culebra de aire. Sacaba la petaca y liaba un cigarro. Lo encendía y echaba una calada. Al poco, levantaba la bota de vino y la apretaba para que cayera un hilo blanco por la comisura derecha de los labios. La miaja de almuerzo que portaba en las alforjas era suficiente para él y para dar de comer a la perrilla negra. El tabaco y el vino le volvían inapetente. Ese día ya no le quedaría ganas de nada. El asunto no iba con él, mas le salpicaba sin ser parte interesada en la discusión. Allá penas, se decía. Que con su pan se lo coman. Pero tenía la desgracia de que lo cogían por medio.
Ni por casualidad pensó que los quebraderos de cabeza iban a continuar y hasta que no lo tuvo delante no se convenció de que no era una aparición portentosa. Miró a la perra echándole en cara que no se hubiera dado cuenta antes de su presencia, pero el animal dormitaba.
—A la paz de Dios —saludó y le pareció que venía calmoso.
—Así sea, Máximo.
No le preguntó los motivos por los cuales se dejaba caer por esos parajes para no mentar la soga en casa del ahorcado.
—Va entrando el calor.
—Cada día se nota más. No tardaré en poner la red.
—¿No habrá aparecido por los contornos la mala sombra de Anastasio?
—No.
El pastor se encogió de hombros al mismo tiempo y más que negar categóricamente, el otro interpretó el gesto como que a él no le importaba si iba o venía.
—Seguro que ya ha movido el mojón. ¡Qué malo es!
Abilio estuvo a punto de decirle que no era así, que la señal permanecía donde él la había dejado la última vez, pero no tuvo la determinación suficiente para detenerlo cuando se alejó hacia la esquina en conflicto. Esta vez fue tras él, intentando razonar, con la idea de que de una vez por todas pusieran fin a esa discusión vana.
El hombre, al ver al pastor detrás de él, esperó a que llegara.
—¡No te lo decía yo! ¡Qué condición! ¡No hay quien pueda con él!
Abilio, comprobando que, aunque estaba disgustado, se mantenía en sus cabales, intentó razonar.
—No es que a mí me importe, y ya sabes que el aprecio que siento por los dos es igual, pero no te parece que el asunto no es para que os disgustéis el uno con el otro por un esquinazo que no vale nada.
Máximo estaba dispuesto a dejarle hablar todo lo que quisiera.
—¿Cuánto hace que no cogéis una gavilla de centeno malo? A lo mejor todavía eras un niño cuando tu abuelo Lorenzo sembraba estos ribazos. Hace años que no valen nada las dos tierras, que están perdidas y que no sirven ni para pastarlas por mucho coto que os empeñéis en poner.
El pastor, al no abrir la boca el otro, creía que lo convencía.
—¿Tengo razón o no? —concluyó, como si lo que acabara de decir fuera irrebatible.
—Sabes que te aprecio con todo el corazón, Abilio. Siempre hemos sido como de la familia y tus padres y los míos, casi hermanos. Tienes muy buen corazón y soy consciente de que lo que buscas es lo mejor para los dos. Pero, ¿si es mío, por qué se lo tengo que ceder a ese cretino orgulloso?
—Vamos a ver, que por lo que os peleáis no vale nada, que los dos vais a seguir igual de pobres. ¿Por qué no os ponéis de acuerdo de alguna manera? Ni para ti ni para él, por la mitad.
—Mi abuelo Lorenzo siempre dijo que las lindes que separaban las tierras estaban señaladas siguiendo la línea entre el hito de la segunda piedra que se veía viniendo desde el pueblo, no la primera, como se empeña Anastasio.
—Pero si no llega a tres pasos la distancia entre una y otra.
—Lo que es mío no tiene que ser de otro.
Trasladó las cuatro piedras que se hallaban en la roca semienterrada de escaso medio metro de altura hasta volver a erigir el hito en la segunda piedra de similar tamaño.
—Algún día os va a pesar. No se sabe lo que puede ocurrir.
No respondió. Se colocó la chaqueta que se había quitado para realizar el traslado de los cantos y se despidió de Abilio.
—Ya sabes que tienes el permiso para entrar con las ovejas en mi parcela —le dijo antes de alejarse.
Ni aunque fuera el último forraje de la tierra pisaría con mi rebaño esos surcos deformes que conducen al infierno, juró para sus adentros el pastor.
Una oportuna lluvia a mediados de septiembre hizo verdear las tierras sembradas de cereal. Entre el grano y la paja dejada al segar, y la fina hierva recién nacida, habían conseguido que las ovejas estuvieran lustrosas. Su mirada era más limpia de lo habitual, fruto del hartazgo. Sin embargo, antes de noviembre comenzaron a labrar la tierra y hubo de cambiar las rutinas de los últimos dos meses en los que se perdió por Las Carreras. No fue malo el otoño, pues el campo en general se refrescó y el pasto se hizo más tierno. Las pisadas al caminar eran más mullidas. No tenía necesidad de cambiar el careo por el campo abierto en la parte alta del término, pero el pastor necesitaba romper la monotonía de los días cada vez más cortos de esa temporada final del año. Esta fue la razón por la cual desvió la salida hacia Los Carcabones, no por indagar con morbosidad sobre el conflicto del mojón. Sabía el porqué de su querencia. Desde esas lomas contemplaba la inmensidad del encinar, que como lobo hambriento extendía más sus contornos. Lo habían mantenido dentro de los límites de las dehesas, pero ya casi nadie cortaba leña. También ellos, los pastores y los vaqueros, eran responsables de su desbocamiento. Cada vez quedaban menos y los que aún se dedicaban a estos menesteres eran viejos y con poca fuerza para emprender marchas que requerían mucha energía. Antes fueron los agricultores los que abandonaron las tierras de labor. En esos campos en barbecho, nacían chaparreras que nadie comía o quemaba. Los ratones y los pájaros eran los nuevos labradores del encinar al desparramar las bellotas. Era ley de vida. ¡Tanto que habían bregado sus abuelos y padres por conseguir una cosecha en esas tierras perdidas! Si se levantaran de las sepulturas, los harían avergonzar por no haber mantenido a raya a esa fiera contumaz que acabaría por borrar toda su obra.
En la lejanía divisó una cabalgadura. Parecía que se dirigía a esa parte del término. El animal avanzaba lento, por lo que tardó en identificar al jinete. Era Anastasio, pero no era la carrera habitual de su burra. Hasta que no se aproximaron no pudo explicarse la causa. Acompañando al viejo, montados ambos en el lomo, venía alguno de sus nietos. Se trataba de un muchacho espigado de poco más de doce años. Era un mocoso pelirrojo, lleno de pecas. Traía mala cara, como si no se hubiera recuperado de un enfado pasado.
—¡Jodido de muchacho! ¡Baja, que ya hemos llegado! —le advirtió Anastasio. No valen para nada —esto se lo dijo a Abilio.
—¡Son chavales! ¡Qué quieres que sean!
—Vamos, espabila —le continuó reconviniendo el abuelo.
Anastasio le dio el ramal al niño para que lo siguiera. Él se adelantó, impaciente por inspeccionar el hito.
Abilio, a la altura del muchacho, los acompañó.
—¡Qué mal genio se gasta el abuelo! —le dijo para confraternizar.
—¡No puede ser! ¡Otra vez este cabrón ha hecho de las suyas! ¡Y tú no eres capaz de advertirme!
—¡Pero qué quieres que diga, si yo no he visto nada!
—¡Mira, no vengas con esas! Que de sobra sabes quién va y quién viene. Lo que pasa es que eres un tirillas que no te casas con nadie.
—Hombre, qué quieres que diga…
—Suelta la burra, que no se va a escapar, y échame una mano —le ordenó al muchacho, sin comprender el enfado del abuelo ni la conversación de los dos mayores.
Anastasio arreó una patada a la columna de piedras. Le ordenó al nieto que cargara con la más gorda y la colocara en la pequeña roca que emergía. A continuación le trajo las demás, siendo el viejo el que las asentaba una encima de la otra. Quedó satisfecho con la obra y porque la línea imaginaría que marcaba el mazacote pétreo demarcaba lo que él consideraba los límites de su parcela.
—A ver, jodido casta, atiende bien lo que te voy a decir: este hito que hemos puesto tiene que ir en la primera piedra que vemos cuando venimos, no en la segunda, como se empeña Máximo, ese mal nacido, que dice que su abuelo Lorenzo le dejó bien claro que el límite de nuestras dos tierras debía estar en la segunda. ¡Eso es un embuste!
Anastasio se lo dijo dos veces más para que lo grabara en su mente. El muchacho asentía, pero a Abilio no le cupo ninguna duda de que no le prestaba atención y que el que unas piedras fueran unos metros más allá o acá, le daba exactamente igual. Lo importante era aparentar que había captado lo dicho por el abuelo.
Con más agilidad el viejo que el joven, al que Abilio le tuvo que dar un pie para que se empinara hasta la grupa, montaron sobre la burra y se alejaron.
De nuevo, el asunto del mojón le alteró. No comprendía el empeño de los litigantes por una porción de terreno que ninguno de los dos aprovechaba. No sabía lo que se dirían cuando los dos se cruzaran, pero temía que pudieran acabar pasando de las palabras a las manos. Le daba coraje la miseria por la que peleaban los dos, que decía muy poco de la sabiduría de la condición humana. También le molestaba que ambos le eligieran a él juez de una contienda en la que solo podía aportar la voluntad mediadora que ninguno de los dos reconocía, pues se situaba en el centro de los dos límites que se disputaban. Se alejó no queriendo contemplar más esas laderas ásperas que mostraban una faz violenta.
No hacía mucho que la cija estaba vacía. Había dejado unos borregos para no desprenderse por completo del hato cuando le llegó la edad de retirarse, pero, a la postre, no tardó también en venderlos porque los animales, siendo tan pocos, rezumaban humedad de soledad y tristeza. No había anhelado la llegada de su jubilación, pero una vez cumplidos los años, entendió que ya había bregado mucho en la vida y que se merecía un descanso. No gastaba casi nada y con lo que le daban de pensión se arreglaba bien. A las tabernas solo acudía en días muy señalados y cuando tenía que comprar tabaco, ocasión en la que se tomaba un chato de vino por hacer algo más de gasto. Tampoco en comida era mucho su derroche. Preparó un pequeño huerto en el corral para entretenerse. Todos los que dejaban de trabajar lo hacían. No aprovechaba mucho lo recolectado, no siendo las patatas, las cebollas y, llegado el caso, unos cuantos tomates. No se quejaba de la vida que le tocaba llevar. Sin embargo, no salir de casa y del corral le oprimía en ocasiones, pero entonces pensaba que ya había andado toda la vida por esos mundos de Dios y que ahora era el momento de descansar de las fatigas de andar de un lado a otro con el rebaño. En ocasiones, contraviniendo los principios por los que se regía, salía a hurtadillas por la puerta trasera a perderse por el término en busca de los recuerdos de los días en que pastoreaba. Esta necesidad de andar la sentía sobre todo cuando en el huerto solo quedaban los cuatro tronchos de las berzas en invierno. No poder salir ni tan siquiera a destripar terrones con el azadón le terminaba desazonando. Los días ventosos y las temperaturas heladas lo aletargaban, pero cuando se ponía a nevar y el suelo quedaba oculto por una capa blanca profunda, se veía impelido a salir en busca de la inmensidad de un paisaje que le embrujaba hasta el punto que lo envalentonaba. Se calzaba las botas de goma y merodeaba por los alrededores, sabiendo que las posibilidades de encontrarse con alguien eran muy pocas. Caminar dejando sus huellas en la nieve en la tierra campa le empujaba a alejarse y sus pasos libres lo condujeron hasta Los Carcabones.
Hacía mucho tiempo que no vagaba por esos contornos; incluso, durante los últimos años antes de retirarse, había dejado de acudir al reclamo del paisaje que desde allí se contemplaba. Era que el rebaño fue menguando y no necesitaba buscar mucho pasto para sus animales; era también por los disgustos que soportaba a consecuencia del jodido hito, pues estaba condenado a ser testigo de la disputa de lindes de esos dos cabezotas irredentos que no eran capaces de ponerse de acuerdo de una vez por todas de lo que era de uno y del otro y que amenazaban con dejar su litigio a las generaciones venideras. Por eso, ese día, se propuso no acercarse al punto de conflicto. Ascendió hasta lo más alto que le permitió su resuello. Fue suficiente. Se contemplaba la torre de la iglesia; también, a lo lejos, la meseta cerealista huyendo de los parajes yermos y, sobre todo, el ejército de encinas a punto de asaltar esos tesos hasta hace unos años desnudos e imberbes, en los que ahora afloraban chaparreras de las que destacaban ejemplares robustos que acabarían desarrollando un fuerte tronco y una frondosa copa. La cruzada silenciosa del encinar estaba a punto de culminar su hazaña. No sintió pena porque ese paisaje nuevo contradijera para siempre los recuerdos del poco tiempo que también a él le quedaba de vivir. Era el asombro por el ímpetu de esa maraña de raíces avanzando en silencio hasta llegar a las alturas. Su fuerza había desdibujado los límites de las parcelas consiguiendo borrar las líneas que servían para diferenciar lo de unos y lo de otros. Él mismo, que se había pasado toda la vida pateando el término, fue incapaz de reconocer las propiedades que tan bien antes conocía. El monte desheredaba. Suyo era todo, y también de las alimañas que se enseñoreaban en sus dominios. Se quedó alelado, aun habiendo anticipado hacía mucho tiempo lo que ahora contemplaba. Se metió las manos en los bolsillos y con la cabeza baja desanduvo el camino. Antes de alejarse, quiso comprobar si el hito continuaba de pie. Con dificultad, ya que ese laberinto arbóreo le impedía seguir una dirección con certeza, creyó encontrar dos pedruscos en los que una vez en uno, otra vez en otro, se erigía la pequeña columna de piedras indicadora de la universal estupidez humana. No había rastro del mojón. Sin saber cómo, se vio silbando una alegre tonada que fue repitiendo una vez tras otra hasta estar de vuelta en casa.
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