Abilio pastoreaba sus ovejas por esos tesos secos y ralos de pastos. Rara vez los animales escalaban las laderas hasta llegar a las sucesivas cotas sucias. Preferían permanecer en las cárcavas que formaban las torrenteras que recogían las aguas de las escasas nubes preñadas de lluvia que descargaban en ese terreno baldío. Muchas veces, cuando el rebaño enfilaba hasta ese paraje, intentaba variar el careo, apartándolo de esas torrenteras, pero otras veces se encomendaba a los designios del destino. —¡Que sea lo que Dios quiera! Sus temores se disipaban pronto cuando la rueda del tiempo corría sin que nada alterara la monotonía. Hasta conseguía olvidar las discusiones sobre el mojón que separaba los cercados de Anastasio y Máximo. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, alrededor de la una de la tarde, cuando el sol de justicia se enseñoreaba en esos cerros, divisó la figura erguida de Anastasio sobre la montura grisácea. Arreaba a la borriquilla hincándole los calcañares en las ingle