Ambrosio Escaleras, el sabueso que había enviado la Dirección General de la Policía, según las cábalas que se habrían formado los salmantinos y el propio Chomín, se encontraba más perdido que un pulpo en un garaje. Ciertamente, ese tipo de investigaciones o, mejor dicho, interrogatorios, solían ser vacuos en cuanto a resultados. Buscar pistas a través de preguntas a testigos precavidos de antemano, seguros de no verse inculpados en el asunto, era perder el tiempo y estar abocado al fracaso más rotundo que le puede suceder a un policía: perderse en los vericuetos de los cuestionarios indagatorios y no entrar en acción. No era ni levemente parecido enfrentarse a un delincuente o a un inculpado al que se le ha pillado con las manos en la masa que a esos leguleyos de la ocultación y la mentira más hipócrita. Los allegados del finado no se oponían a que los entrevistaran, pero nadie soltaba prenda que pudiera dañar la buena imagen del diputado y profesor. En esas circunstancias, el inspector escuchaba las contestaciones de los correligionarios del congresista del mismo modo que el que oye el ruido del tráfico en una gran ciudad: siempre presente, pero sin prestar atención.
Las palabras se desgranaban entre los afilados y blancos dientes y los belfos carnosos de los declarantes y, bien por saber el tedio que le iban a producir las respuestas, bien por ser hora de agasajar a los estómagos como era de ley, según las costumbres de Chomín, Escaleras las dejaba escapar por el espacio invisible de la habitación. Su concentración se atenuaba cuando las interpelaciones eran sobrepasadas con pértiga, sin entrar a desmenuzarlas. Así las cosas, el interrogatorio se perfilaba como algo formulario y monótono, no como el medio policial por antonomasia para descubrir a los arcanos del crimen y del delito. El investigador de la capital era a ráfagas consciente de su debilitamiento en la contienda verbal; luchaba por espabilar una modorra galopante que le daba vueltas en el cerebro, como si su voluntad estuviera siendo trillada por una pareja de burros perezosos; mas el sopor del confort y de la alocución aséptica y bien modulada vencía sus ánimos devaluados. Quizá porque al final el sentido de responsabilidad y cumplimiento del deber derrotan a la desgana en la lid, a Escaleras se le hizo patente la necesidad de preguntar lo que fuera para lograr que la luz despejara las tinieblas de ese caso tan hermético. La persistencia es la segunda gran cualidad que debe adornar al buen policía en su investigación y estar preparado para cuando surja la sorpresa. Con dicha premisa, notando la revivificación de sus energías, miró de cara, uno a uno, a los dos diputados y sin llegar a ser una muestra de enfado manifiesto, sí que se convirtió en un acceso del que se siente tratado como si fuera tonto.
—¡Bien! Miren. Vamos a dejar las cosas claras, que el que más y el que menos aquí está muy ocupado. No sé si ustedes se hacen una idea del asunto que hay entre manos. Un diputado, elegido por esta provincia, compañero suyo, ha sido asesinado en un museo madrileño en circunstancias raras, por denominarlo de alguna manera. El caso es intrincado, porque ya de por sí el lugar que el asesino eligió para liquidarlo no es habitual en un crimen. Móviles aparentes como el robo no existieron en la mente del que se lo llevó por delante… Todo es muy extraño, como el hecho de que a un salmantino se lo vayan a cargar en Madrid. ¡Seamos claros! En una ciudad pequeña la gente se conoce. No me vengan, igual que los profesores, con remilgos de ningún tipo, ¡joder!, ¡que no somos tontos! Aquí no se habla claro.
Chomín, sorprendido por la inesperada reacción de su colega, lo apoyó mirando con la misma firmeza a los dos diputados.
—Seamos claros, como dice mi colega —metió baza el barbudo policía—, nadie se cree que por razones políticas y por motivos escolares apuñalen a un hombre, pero la vida de Eustaquio se centraba en estas dos actividades primordialmente y aquí es donde investigaremos con ahínco hasta dar con la clave que nos explique este desagradable acontecimiento. Por eso, aunque sea doloroso para ustedes y para su partido, deben colaborar con nosotros de la manera más diáfana para clarificar cuanto antes este crimen, porque si no las dudas y las medias verdades comenzarán a pulular en boca de todos.
—El asunto no sabemos cómo se solucionará, pero que a nadie quepa duda de que se esclarecerá como sea, con su colaboración o sin ella, aunque mi consejo es que deben mostrarse más abiertos y menos desconfiados —dijo resueltamente Escaleras, deduciéndose de sus palabras una firmeza ignota.
En la amplia sala, aséptica y funcional, por unos breves instantes reinó un silencio amenazante. Las bocas permanecían selladas y las miradas se perdían en detalles insignificantes que decoraban las paredes: el retrato de Pablo Iglesias, el de Felipe González o los insípidos cuadros de motivos ornitológicos que colgaban desperdigados en las pálidas paredes.
—Seamos francos —volvió a imprecar Chomín—; estamos interesados en resolver el caso como sea, pero me imagino que al partido le sucederá tres cuartos de lo mismo. Y, cuanto antes brille la luz en este trágico suceso, mayor será el beneficio para ambas partes, para el partido y para la policía… Despejad los problemas entre vosotros y comunicadnos lo que nos puede servir en las investigaciones. Si no, los acontecimientos se pueden desbordar. No hablo en parábolas; me refiero a que, si no se ve colaboración, quizá la prensa, con cuatro conjeturas, formalice hipótesis escandalosas sobre vuestro grupo político.
Estas intervenciones se transformaron en una puya que los diputados captaron como provocación descarada y sin fundamento; no obstante, no osaron reaccionar violentamente. Asumieron la reprimenda, reflexionando que era lógico que los policías sospecharan que no eran imparciales y hasta que creyeran que no contaban lo que sabían. Sus frases hirientes se podían interpretar como una técnica de provocación necesaria para aguijonear su amor propio e incitarlos a hablar de forma más desinhiba. Por todo ello el diputado nacional, más sereno y capeado que el provincial, dijo que, aunque les parecieran evasivas, sus respuestas no lo eran ni mucho menos.
—Casi me imagino cómo se sentirán ustedes en estas pesquisas, pero les aseguro honradamente que las informaciones, pocas o muchas, que les hemos ofrecido son sinceras y que no ocultamos nada… Por lo menos, nada conscientemente —confesó con sinceridad, como si se excusara por no ser más útil.
Ambos policías permanecieron en silencio mientras evaluaban si las palabras del diputado nacional podían ser ciertas. En rigor, era muy comprometido pensar que los estaban engañando, aunque por la naturaleza de los sospechosos —para un policía cualquiera lo puede ser— debían andar con cuidado, pues esa ralea de personas son unos artistas del lenguaje y unos actores excelentes que despistan al más enterado. Sin embargo, llegar a una conclusión sobre el particular era harto difícil. Por eso, una vez que habían arriesgado su actuación apostando por un tono agrio, pujante y agresivo, no les quedó más remedio que continuar en esa línea, aun sabiendo que era muy aventurado y que podían meter la pata hasta el fondo.
—Por cierto —intervino Escaleras, cambiando de tercio inesperadamente, cuando los diputados esperaban una continuación de la reprimenda—, no sabemos casi nada de su vida familiar. ¿Nos pueden poner un poco al corriente?
El diputado provincial, más ducho en cuestiones domésticas, fue el que dio cumplida cuenta de dichos pormenores. El profesor vivía solo, estaba divorciado desde hacía por lo menos siete años. Recordaba perfectamente a su mujer, pues en alguna ocasión habían coincidido, aunque no eran amigos. En ese momento le pareció oportuno proporcionar un dato para justificar que él y su pareja no fueran amigos del profesor y de su esposa: ellos pasaban los sábados y los domingos en un pueblo que no llegó a nombrar, porque era muy raro y totalmente desconocido, si bien aseguró que se hallaba próximo a las Batuecas. Amplió la información afirmando que no solo disfrutaba allí de los fines de semana, sino también de las vacaciones navideñas y de las estivales. No había vuelto a ver a la exmujer del diputado, pues cuando se separaron se trasladó a vivir a Madrid con las dos hijas habidas en el matrimonio. Ni él ni el compañero se acordaban con seguridad de cómo se llamaba. Pronunciaron varios nombres: Alicia, Berta, Amelia, Antonia… El diputado provincial creía seguir una pista que irremediablemente lograría éxito. Este rastro no era otro que su nombre comenzaba por una de las dos primeras letras del abecedario. El profesor mantenía excelentes relaciones con su exmujer. Se sabía, aunque él nunca realizara ningún comentario de esos asuntos, que siempre que viajaba a Madrid visitaba a su familia. Hasta era probable, añadió, que en muchas ocasiones se hospedara en su vivienda, en vez de en el hotel reservado para los diputados. Es más, incluso se iba allí bastantes festivos. Eso sí, bien el domingo a última hora, bien el lunes a primera, regresaba a Salamanca. Quizá esa relación tan amistosa que mantenían se debía a que ella era una persona muy inteligente y la fractura matrimonial la llevaron de una manera tan civilizada que prácticamente no rompieron, sino que quedaron como amigos con una responsabilidad común: la educación de sus dos hijas. La causa de su ruptura era desconocida, aunque era fácil de adivinar, sabiendo la condición de calavera del profesor. Fue su mujer, por supuesto, la que dio el paso para largarse. Ella lo quería, pero no soportaba sus continuas trapisondas y aventuras amorosas. Debió de ser bastante discreta, aunque no lo tan tonta como para soportar por mucho tiempo las debilidades de él; probablemente, se concedió un plazo, no porque creyera en la capacidad de regeneración de su marido, sino por esperar a que las hijas, en una edad crítica, habidas una de detrás de la otra, superasen esa etapa en la que la ausencia de la figura paterna podría resultar más traumática. Debieron de tener muy clara la situación, ya que consiguieron el divorcio en un abrir y cerrar ojos. Ella regresó a Madrid, se instaló en un piso de soltera de su propiedad y se puso a trabajar de nuevo. El diputado creía que era una prestigiosa decoradora de alto nivel.
A Escaleras le apareció una mueca de contrariedad en el rostro. Era una pena que la esposa, que debía conocer tan bien al asesinado, se encontrara en Madrid. Al apreciar a los inspectores pensativos, el diputado provincial detuvo su pormenorizado relato. Tuvo la vaga sensación de que examinaban demasiado sus sinceras palabras.
—¿Dónde vivía Eustaquio? —preguntó Escaleras, como si acabara de descender de una nube misteriosa en la que se hubiera aislado durante un tiempo indefinido.
A Chomín le sentó mal que formulara esa pregunta a los políticos, pues quedaba en entredicho el prestigio y la valía de la policía salmantina. Antes de que los diputados dijeran la dirección, le guiñó un ojo al madrileño y este rectificó rápidamente.
—Bueno, es igual. Ya nos apañaremos nosotros… De momento creo que es suficiente. Si tuviéramos necesidad de hablar con ustedes, ya nos pondríamos en contacto.
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