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Segunda carrera

 

Viajaba contento y muy excitado en un Renault 4 camino de Salamanca, donde había estudiado en su renombrada universidad. Estaba eufórico porque era viernes, día laborable a todos los efectos, y tenía la sensación de estar escaqueándose del trabajo, si bien su ausencia era justificada: se examinaba de una asignatura de la nueva carrera que había iniciado. Sí, a sus treinta y pico años, después de unos cuantos dedicados a la docencia, sentía nostalgia de su época estudiantil y había decidido reemprender su antigua actividad comenzando los estudios de Psicología, ahora con el propósito de aprender por placer. Aunque le pareciera a veces un espejismo, pensaba, por las asignaturas que había ido aprobando, que era un alumno brillante. Sin lugar a dudas, las notas hasta el presente confirmaban esa realidad, no obstante, intermitentemente, se acordaba de que el expediente de su anterior licenciatura había sido mediocre. Pero en esa etapa de su vida era distinto: creía ser una persona madura e inteligente. Cuando en sus clases sus alumnos se quejaban del gran número de lecciones que entraban en los exámenes, les respondía: «Yo también soy estudiante y sé lo que es estudiar, así que no me vengáis con disculpas. Hincad los codos y ya veréis como aprobáis».

Iba seguro al examen. Llevaba estudiando dos meses y a su edad, se animaba, no iba a ponerse nervioso. Quizá para no caer en la tentación de echar un último vistazo a los apuntes, se le ocurrió pasar por el piso donde vivió de estudiante. El barrio había cambiado; no así su bloque. Observándolo le parecía imposible que hubieran transcurrido tantos años desde que lo abandonó. No pudo reprimir su curiosidad por saber quiénes vivían ahora. Iba a llamar al portero automático, cuando se dio cuenta de que el portal estaba abierto. Lo pensó un momento y creyó conveniente cerciorarse previamente de los inquilinos en los buzones. ¡Sorpresa! En el papelito se encontraba escrito aún su nombre: Llonte Reinoso y el de sus antiguos compañeros. Presionó el botón del panel y al poco una voz de mujer contestó.

¡Hola! Soy Llonte Reinoso. No creo que me conozcas. Estuve viviendo hace cuatro años en este piso. Tengo curiosidad por saber si aún permanece alguno de mis antiguos compañeros Ricardo y Fermín.

Sube.

Abrió la puerta una joven cuyo rostro no pudo escudriñar bien. Intentó repetir la presentación, pero ella, con deseo de despacharlo pronto, lo interrumpió inmediatamente.

Sí. Ya sé quién eres. He oído hablar de ti. Fermín ya no vive aquí. Está trabajando en Santander. Solo queda Ricardo.

Lo pasó a su habitación y le continuó explicando que su antiguo compañero no se encontraba en esos momentos. Le informó que había terminado la carrera hacía dos años y que seguía allí preparando oposiciones.

Encima de la mesa de estudio vio una carta que estaba dirigida a él.

De vez en cuando te llega aún correspondencia.

Lo llevó a la conocida cocina y de un armario sacó un fajo inmenso de cartas y revistas. Pensó que sería propaganda. Le dio las gracias y no queriendo entretenerla más, —se imaginó que ella también tenía un examen inminente—, le tendió la mano para despedirse.

No le había parecido bien abrir la olvidada correspondencia delante, pero al llegar al coche, lo primero que hizo fue dar un vistazo a ese amasijo de papeles. Entre las cartas de banco, las revistas, la propaganda de distintas casas comerciales, le llamó la atención dos sobres amarillos. Le dio un vuelco el corazón al observar que el membrete era del Palacio de Justicia. Abrió nerviosamente la primera: era un auto de citación; la segunda contenía también la imperiosa orden. Resopló y se le nubló la vista. En su cabeza comenzaron a bullir multitud de temores. Las releyó. Sí, eran dos citaciones judiciales. La primera, para el 1 de septiembre, y la otra, para el 15 de octubre, fechas ambas de hacía dos años. El mensaje no era explícito; únicamente le ponían un día, una hora, y un lugar: el Juzgado Número Cinco. Reaccionó rápidamente al comprobar que casi eran la dos de la tarde y estarían a punto de cerrar los juzgados. Arrancó el R-4 y fue como una exhalación hasta las mismas puertas del tribunal. Al tiempo que procuraba sortear el tráfico, caviló que quizá erraba yéndose a meter en la boca del lobo. Si habían pasado dos años sin que nadie lo hubiera molestado, ¿por qué iba a preocuparse él de acudir? No creía que tuviera la obligación de vivir siempre en la misma dirección postal. Así, si en algún momento lo acusaban de no haberse presentado, podría disculparse diciendo que había dejado de residir en la ciudad hacía ya mucho tiempo. Pero enseguida se imaginó siendo detenido y esposado mientras impartía una clase. Esa hipotética vergüenza lo determinó a asumir la responsabilidad de resolver el problema cuanto antes, fuera lo que fuera.

Los largos pasillos, las encaracoladas escaleras, la penumbra de descansillos, los portalazos y ruidos de llaves que atrancaban puertas, los gestos de ponerse el abrigo mientras salían las oficinistas de sus despachos, le angustiaron ante la contingencia de no llegar a encontrar en su puesto al personal encargado del juzgado de lo Penal Número Cinco. Miraba los letreros situados encima de los dinteles, mas no era capaz de atinar con el destino con las imprecisas y desganadas indicaciones del sordo bedel al que preguntó. Iba a inquirir a un corrillo de hombres trajeados luciendo unas llamativas corbatas, pero, sólo con mirarlos, desistió ante la posibilidad de que desde ese instante se le ofrecieran por si necesitaba los servicios de un abogado.

Por fin dio con la puerta. Se encontraba cerrada. Era opaca, sin una mala cristalera que permitiera vislumbrar la estancia interior. Acercó el oído y no oyó nada. Imperceptiblemente golpeó con los nudillos en medio del madero, que resonó compactamente. Sintió miedo de que no hubiera nadie y, a la vez, también de la presencia de alguien que lo despachara con cajas destempladas por la hora que era. Una voz meliflua, como si fuera el último hilillo de energía después de una agotadora jornada, le dio permiso para entrar. Iba a dar una explicación que justificara su presentación a tales horas, sin embargo, la chica, al fijarse en las dos hojas con la citación, sin levantar las gafas de un tomo grueso y alargado que se salía de los bordes de la mesa, agarró las dos cuartillas y hojeó con un inmenso esfuerzo el mazacote de papel garabateado. Las piernas le temblaban; era incapaz de emitir una palabra. Enigmáticamente, sin abrir la boca, sin mirarlo, la diligente y silenciosa secretaria repasaba sus registros. Se levantó y desplazó una escalera de mano hacia el anaquel de una alta estantería. El joven se percató de que difícilmente podría sacar el archivador y estuvo a punto de ofrecerse para ayudarla, pero su timidez y recato se lo impidieron, al creer que ese auxilio lo consideraría un soborno. A pesar del mal momento que estaba pasando, no pudo por menos que fijarse en las bien configuradas pantorrillas apoyadas en los peldaños y en el culo, un trasero ancho, amplio, de pasar sentado mucho tiempo.

Aquí está.

Por fin abrió la boca. Satisfecha con sus habilidades detectivescas, le mostró un expediente como si fuera el trofeo obtenido en una ardua competición, o la presa agitada frenéticamente por el cazador después de una larga persecución.

El expediente, que desparramó en la mesa, estaba desordenado y, aunque las hojas aún no amarilleaban, daba la sensación de haber sido manoseado por multitud de funcionarios antes de terminar en esa balda inaccesible.

Se puso nerviosísimo. ¿Qué sería ese montón de papeles? Iba a preguntarle si todos esos documentos se referían a él, pero era tan evidente que se abstuvo de formular esa impertinencia.

¡Qué curioso! ¿Usted es Llonte Reinoso?

No fue capaz de abrir la boca. Le parecía imbécil la muchacha. Ladeó la cara en señal de fastidio.

Se lo pregunto para asegurarme. Porque, si usted es Llonte Reinoso, se encuentra en buen lío. Tiene una orden de busca y captura.

¿Cómo va a ser eso posible? Si yo no he hecho nada. Si yo no he tenido en mi vida un problema con la justicia…, ni con nadie.

Se encogió de hombros y, como si con ella no fuera nada, le dijo que era buscado por las fuerzas policiales por varios asuntos: asalto a mano armada, robo en distintos establecimientos y otras menudencias menores.

Procuró serenarse; sin embargo, no controlaba sus emociones. Resoplaba, no paraba de patalear y de refunfuñar diciendo que era imposible. No obstante, trató de tranquilizarse, pues le entró el temor de que pudiera asustar a la muchacha: era un delincuente y ella, una pobre mujer indefensa. No quería huir e intentaba comunicarle que era buena persona, que había cometido esos delitos y, sobre todo, que no la atacaría y mucho menos huiría. Iba a meterse las manos en los bolsillos, pero desistió al considerar que ese movimiento podría interpretarse como una maniobra sospechosa para sacar alguna arma.

Sin poder evitar el primer sollozo y contener las lágrimas, observaba a la señorita, quien con la mayor naturalidad del mundo, como si estuviera acostumbrada a tratar constantemente con gente de esa calaña, lo miró por primera vez a los ojos y, con gesto de enfado, temiendo que el acusado se echara a llorar y ella tuviera que consolarlo, le ordenó imperiosamente:

Siéntate y no lagrimees. ¡Sois peores que los niños! Luego dicen de las mujeres… Cualquier contratiempo os desborda. Cálmate. Tú, a simple vista está, no eres un ladrón y menos capaz de llevar con soltura un arma… Dices que tú no sabes nada de esto. Pues, muy bien, serénate y trata de demostrarlo. No tienes por qué preocuparte, si realmente estás limpio. Voy a llamar a los guardias que están abajo para que vengan, pero tú no te asustes. Será cuestión de poco tiempo…, mientras se aclara este entuerto. Entre tanto, debes estar custodiado por las fuerzas del orden.

Antes de poder realizar la llamada telefónica, de nuevo lo tuvo que consolar porque ahora sí que lloraba a lágrima viva.

Bueno, qué lo vamos a hacer. ¡Hale! Gimotea todo lo que te dé la gana. Desahógate. ¡Vaya hombre!

Mientras lo confortaba, no perdía el tiempo y ordenaba la mesa de trabajo recogiendo el material esparcido, dejándolo preparado para el día siguiente. Unos golpes de nudillo en la puerta le interrumpieron el llanto. Al aparecer la Guardia Civil, ya no le quedó la menor duda de que se encontraba ante un buen aprieto. Como le dijo la muchacha, lo mejor era serenarse y pensar para no cometer ninguna tontería. Lo que le tuviera que pasar ya sucedería. Sin embargo, en el momento en el que los guardias le fueron a esposar, se vino abajo de verdad. Las piernas no le aguantaban de pie y no oía nada de lo que le decían. Casi estuvieron a punto de darle dos cachetes para que reaccionara. Esta operación la realizaban ya los guardias, pues la secretaria se había desentendido. Cuando volvió a ser él, la vio ya con el abrigo puesto y la bufanda enrollada en el cuello.

Llevadlo al juez de vigilancia y le entregáis este informe.

Y a él, como forma de despedida, pero sin disculparse, le dijo que no tuviera miedo, que no le pasaría nada, mientras miraba a su reloj y comprobaba con cara de disgusto lo tarde que era.

Lo bajaron al primer piso escoltado en ambos flancos por sendos guardias. No lo miraban a la cara, pero el trayecto se hacía demasiado largo como para no sentir cierta tensión por las dos partes, y le preguntaron con desidia de qué le acusaban.

No lo sé. Esta mañana fui a la casa donde viví hace unos años...

Ellos esperaban una respuesta rápida y cuando vieron que se enrollaba, lo dejaron de atender. Notó su desinterés y se defraudó porque necesitaba desahogarse con alguien, de contar la verdad.

Llegaron a las dependencias del Juzgado de Guardia. Llamaron de nuevo golpeando la puerta con el puño. Abrió una joven cuya primera reacción fue mirar fijamente la cara del reo, como si intentara escudriñar los delitos por los que estaba preso solo a través de las facciones de su rostro y la luminosidad de sus ojos.

El señor juez aún no se ha incorporado. ¿Le habéis tomado declaración? Si queréis os lo lleváis vosotros y adelantáis trabajo.

Él dejaba hacer. Incluso, había perdido interés. Era una marioneta en manos de los guardias. Estos se miraron y sin decirse palabra se pusieron de acuerdo para llevarlo al cuartelillo. En sus ojos vio cómo trataban de quitárselo de en medio. Seguramente, si se quedaban esperando al juez, no comerían hasta muy tarde… Dejaron la documentación a la diligente y regordeta muchacha que los recibió para que fuera estudiándola.

Lo sacaron por la puerta de atrás y lo subieron a un coche celular. Mientras se dirigían al cuartelillo, sin considerar su inoportuna presencia, los dos guardias hablaron de problemas laborables internos y se quejaron y criticaron a sus compañeros y de que el sargento siempre les ponía los peores servicios. Afirmaron que eso era una casa de putas y que cada cual se las arreglaba como podía. Ni tan siquiera se dignaron mirar hacia dentro para comprobar lo que hacía el detenido.

Cuando llegaron al cuartel, lo desposaron y lo sentaron en un banco de madera con respaldo. El mueble parecía más bien propio de un coro catedralicio o de un salón de audiencia, que de una sala de espera de un cuartelillo. Le ordenaron que se sentara allí. Nadie se quedó vigilándolo. Los que pasaban delante lo miraban y se extrañaban al reparar en una nueva cara por sus dependencias. Por su parte, él observaba a través de una cristalera el monótono y desganado ajetreo de la oficina de la cual esperaba que surgiera el encargado de interrogarlo. Sin embargo, no fue así. Alguien vestido de paisano se le acercó y mirando un papel le preguntó si él era Llonte Reinoso. Le dijo educadamente, como si no estuviera retenido, que si podía acompañarlo. Su interlocutor fumaba una larga y gruesa tagarnina a la que propinaba unas chupadas profundas y pausadas. Lo llevó, según leyó en un cartel incrustado en la puerta, al gabinete de identificación. Este sí que tenía ganas de conversación y le dejó hablar y contar toda su historia, mientras, casi sin darse cuenta, lo fue retratando de frente y de perfil y le tomó huellas digitales. Después de referir sin interrupción su versión de los hechos, su paciente oyente le aconsejó a modo de conclusión:

Hay que tener cuidado; a veces la gente hace cosas que piensa que no son ominosas, pero están fuera de la ley. El otro día trajeron a un buen hombre detenido que lo único que había hecho era comprar un casete robado…

Alguien entró e interrumpió al buen hombre.

¿Está listo ya? Pues venga, que lo están esperando para interrogarlo.

Un tipo estaba sentado delante de una máquina de escribir dispuesto a teclear con avidez. Le preguntaron si tenía abogado; si no, se lo designarían de oficio. Llonte no conocía a ninguno y optó por aceptar la propuesta de ese letrado que no cobraba. Este no tardó en llegar. Cuando se presentó, ni se dignó hablar con él a solas. Se sentó a la mesa y pacientemente aguardó a que el sargento comenzara a desgranar las preguntas.

Nombre, apellidos, natural, hijo de, residencia, edad, D.N.I., profesión...

Profesor de Instituto.

¿Cómo? Usted, ¿es maestro? ¿Cómo es esto?

Eso mismo me pregunto yo: ¿por qué me tienen detenido, me han esposado, me han retratado y me han tomado las huellas dactilares y…?

Con desgana relató su desgracia. En un reloj de pared comprobó que eran ya las cinco. En ese instante comenzaría el examen. Ni se había vuelto a acordar. ¡En la hora que me dio por estudiar de nuevo! Como si ese afán intelectual fuera el origen de lo que le estaba pasando.

A medida que avanzaba el interrogatorio, se dieron cuenta de que algo no cuadraba. A pesar de que el autor de una serie de infracciones era supuestamente un tal Llonte Reinoso, natural de…, la personalidad de ese detenido no correspondía con la de un delincuente reincidente. Lo tenían muy claro, no obstante, su deber era seguir los cauces reglamentarios. Así se lo dieron a entender con su buena voluntad, aunque, en definitiva, cuando firmó la declaración que le habían tomado, lo volvieron a esposar.

Otra vez lo llevaron al juzgado. El coche celular lo tenían aparcado en la calle. El día estaba consumido; aún había una menguada luz que iluminada tamizadamente el perfil de las personas que pululaban por las frías avenidas. Las miraba con el propósito de comprobar que no las conocía. ¡Solo faltaba que alguien lo hubiera reconocido para colmo de males!

Cuando llegaron al juzgado, ya era de noche. Se percató de que llevaba todo el día en ayunas, pero no se atrevió a pedir de comer, con la esperanza de que el juez lo pusiera en libertad; entonces podría hartarse.

Una vez más, aunque esta vez se trataba de otros guardias, se encontró frente a la misma puerta y con la cara redonda de la joven rolliza, que no apartaba la mirada de su rostro, intentando discernir su verdadera calaña. No sabía por qué motivos ocultos había depositado toda su esperanza en la razonabilidad del juez. Creía que este lo soltaría y comprendería y le aclararía el entuerto formado… Incluso, había aventurado la posibilidad de reclamar a la justicia por los malos momentos padecidos. A pesar de todo, se dijo a sí mismo que, con tal de ser liberado, estaba dispuesto a perdonar y olvidarse del asunto.

En el instante que le quitaron las esposas, respiró aliviado y de alguna manera afianzó las posibilidades de que lo liberaran. Pero se decepcionó cuando le volvieron a tomar declaración y vio que la que le preguntaba era la chicuela achaparrada que aún lo seguía mirando inquisitivamente.

Desea usted declarar ante el juez o se reafirma en lo dicho a la Guardia Civil.

El abogado de oficio ya había desaparecido. Le hubiera gustado consultarle esa cuestión. Se le pasó por la cabeza contar otra vez la historia, pero pensar solo en tener que repetírsela a esa muchacha que esperaba sonriente con un mohín sardónico, le ponía malo. Lo que deseaba era salir lo más rápido posible de allí.

No. Lo que he dicho a la Guardia Civil lo vuelvo a repetir y no sé nada de lo que me acusan. Soy Llonte Reinoso, pero no he cometido delito alguno, por lo menos ninguno de esos que se citan en ese montón de papeles. Si puede ser, querría hablar con el señor juez.

La secretaria regordeta lo miró sonriente.

Firme usted aquí.

Esas funcionarias le caían fatal. Estaba pasando la experiencia más amarga y dolorosa de su existencia y las oficinistas y los guardias que lo atendían y vigilaban lo miraban como si el drama que vivía fuera moneda de uso común en el trajín cotidiano de su profesión. Esa insensibilidad lo exasperaba.

Los guardias civiles le pidieron nuevamente que los acompañara. Entre las cábalas pensadas, estaba que, como mucho, el juez lo dejara libre con una fianza, mientras las turbias aguas judiciales se aclaraban. En sus planes no entraba que lo metieran en la cárcel; así, cuando vio que lo bajaban a los sótanos, preguntó casi con desesperación que si se encaminaban a los calabozos.

Eso es lo que nos han ordenado. De todas formas, no se preocupe usted. Es, como si dijéramos, la sala de espera de los detenidos, mientras estiman si entran en prisión o se les suelta. No se asuste al entrar; está un poco oscuro; después de unos instantes, la vista se acostumbra.

El portón era de hierro forjado. Solo un agarradero retorcido y el agujero de la cerradura eran indicios de que aquella lámina férrea impedía la salida de los presos y franqueaba la entrada a los detenidos. El color era un gris traslúcido y frío. Se abrió este portón. Después, un corto descansillo, con una pelada bombilla de cuarenta bujías, daba a otra puerta semejante a la primera, pero con un ventanuco a la altura de los ojos y una abertura con una portezuela o trampilla hacia la mitad que servía para introducir las bandejas de la comida.

¡Qué sea lo que Dios quiera! Se animó a hablar claro una vez que advirtió lo ineludible de su situación. Preguntó:

¿Hay servicio ahí dentro? Porque llevo desde a mediodía sin comer y sin entrar en el váter.

Ya se te podía haber ocurrido antes.

No les sentó bien. Sin embargo, la cara de seguridad y de desprecio con la cual lo solicitó, no les dejó dudar. Entró y orinó abundantemente y se echó un trago de agua del grifo. Notaba el estómago vacío y se sentía medio desmayado. Insistió en la segunda demanda, pero esta ya no era de su incumbencia, añadiendo una mirada con la que le parecían advertir que no se pasara, que lo poco y lo mucho desagrada.

No lo empujaron, pero debido al traspié que dio al no ver dos escalones de bajada, podría decirse que lo forzaron a entrar.

Rozó con unas piernas. Pensaba que iba a estar solo.

Perdón. He tropezado.

Ya lo he visto. Es la primera vez que pisas la trena, ¿verdad?

No era una interpelación, más bien era una acusación imperiosa. Además, el tono de la pregunta era una recriminación, como si estuviera en un lugar íntimo que acababa de violar al introducirse sin pedir consentimiento a sus huéspedes.

Lo siento. De verdad que no lo había visto, ni a usted ni al escalón.

Vale, tío, no hace falta que te confieses.

Pensó que solo estaban él y su desconocido interlocutor, pero al ir acostumbrándose a la oscuridad, descubrió que el local estaba lleno hasta los topes. El silencio era sepulcral. Alguno dormitaba en diluidos sueños. Se sintió angustiado y comprometido, cuando ese mismo con el que había tropezado se apartó y le dejó sitio. Era un chaval, no tendría más de veinte años.

¿Tú de qué vas?

Llonte Reinoso trataba de establecer un vínculo afectivo con el joven, pero las palabras y, sobre todo, el tono lo intimidaban. No sabía cómo responder y comportarse. Esa jerga, ese léxico y ese deje le eran antipáticos. No obstante, su apariencia y jaez le resultaban agradables. Hubiera agradecido mantener una conversación con él para ganarse su aprecio, como si ese muchacho, en caso de apuro, le pudiera echar una mano. Sin embargo, siguió silencioso y ensimismado.

Un rato antes de que llegara un carrito con las bandejas de comida, los reos se impacientaron. Se movían de un lado a otro, insultaban a la pasma, maldecían su suerte, juraban venganza, echaban pestes de colegas, se cagaban en sus muertos, se lamentaban de ser ellos los que se estaban comiendo el marrón…, expresiones que levantaban a la vez la curiosidad y el temor en Llonte Reinoso. ¡Quién le hubiera dicho a él que iría a parar a un calabozo! Ya tendría anécdotas para contar y ganarse la admiración de sus nietos. Este pensamiento, en el que se vislumbraba un final feliz como si todo hubiera sido una pesadilla, le levantó el ánimo. Sería solo cuestión de tiempo.

Poco después se oyó el chirrido de los goznes de la primera puerta. Una voz ronca y enérgica anunció:

¡El comedero!

Y comenzó a nombrar a cada retenido por su sobrenombre, como si fueran comensales habituales de esa casa:

¡Tito! ¡Chirlas! !Peñalbuto! ¡Bocas! ¡Fitipaldi!

Acudían y recogían cada uno su bandeja. En las dos concavidades había un caldo a modo de sopa y un escalope. No sabía cómo lo nombrarían. Deseaba que no le llamaran Llonte Reinoso, por miedo a que todos lo miraran. No lo nombraron. Cuando se quiso dar cuenta, se oyó de nuevo el chirrido de las bisagras.

Corre, tío, que te quedas sin papear.

Se levantó apresuradamente e intentó llamar al carcelero, pero no fue capaz. Abatido y casi lloroso se sentó de nuevo.

Despídete hasta mañana. ¡Ese cabrón se ha olvidado de ti! Son unos hijos de la gran puta. Seguro que no han dado parte de que estás aquí. La cocina manda solo los justos. ¿Tienes hambre? Toma la mitad del filete.

Gracias, muchas gracias. Te lo agradezco en el alma, pero cómetelo tú.

Venga, colega, no andes con tantos cumplidos.

Sin darle opción a negarse, partió el filete y el bollo de pan en dos mitades y preparó dos pequeños bocadillos.

Venga, que tienes caras de hambre; no te cortes.

De verdad que está rico. Estoy en ayunas desde esta mañana. Te lo agradezco.

¡Qué pesado eres! Jama, y tú, tranqui.

Cuando se acabaron el bocadillo, seccionó por la mitad también la manzana y se la ofreció. Hacía tiempo que no degustaba unos manjares tan exquisitos como los que acababa de ingerir. Cavilando que el caritativo compañero no iniciaría una conversación fluida, estuvo a punto de tomar la delantera él preguntándole las causas de su detención. No obstante, aunque a él solo le interesaba el mero hecho de conversar, no lo hizo por miedo a violar su intimidad.

Procura sobar lo que puedas. Hasta mañana ya no podrás resolver nada y cuanto menos lo des vueltas, mucho mejor.

Tenía razón. La gente, una vez que terminó de cenar, apiló las bandejas en un vasar. Paulatinamente, los rumores de las conversaciones se fueron amortiguando y los reclusos buscaron acomodo en el espacio disponible. Su compañero se hizo un ovillo. Enseguida comenzaron a oírse ronquidos. Le recordó los dormitorios de la mili. Buscó con la mirada un lugar donde recostarse, mas fue incapaz de moverse: le parecía imposible llegar a dormirse. Sin embargo, apoyando los codos en las rodillas y sujetando el rostro con las manos, se le iban cerrando los párpados y una somnolencia persistente se apoderó de él hasta rendirlo. Se puso de medio lado, apoyando aún los pies en el suelo, pero recostado el tronco sobre el estrado o tarima de cemento en el que había estado sentado. Todavía, entre sueños, oyó abrirse la puerta; alguien los iluminó con una linterna, como si estuviera realizando un recuento o reconocimiento. Durmió profundamente. El cuerpo, a pesar de la postura y de la dureza del firme, descansó. En el sueño, reparaba en el frío que se incrustaba en los riñones. En la quimera onírica, se echaba en cara, él mismo, la relajación en la que se había sumergido. ¡Cómo es posible que puedas dormir en una situación tan estresante como la que estás sufriendo!, se repetía una y otra vez. Se sentía abismalmente fatigado; su cuerpo no era capaz de reaccionar a estos estímulos intimidatorios que le enviaba el cerebro. Sus piernas eran columnas pesadas y sus brazos estaban igual que si hubieran sido atados o crucificados…

Cuando se despertó, alguien lo zarandeaba y lo miraba con una expresión burlesca.

¡Duermes bien, macho! ¡Hale! ¡Despiértate! ¡Tienes que presentarte ante el juez! ¡Suerte!

Miró hacia su silencioso compañero y le dio las gracias. El encargado del calabozo seguía con su sonrisa socarrona cuando terminó de cerrar las puertas. Se puso él en cabeza y comenzaron a subir empinadas escaleras. Llonte Reinoso caminaba soñoliento detrás del carcelero, como un perro dócil tras su amo. Al llegar a la planta principal, se fijó en los guardianes que lo observaban con cara de asombro, profiriendo jocosos comentarios que no lograba descifrar. Al entrar en los despachos, los administrativos mostraron la misma curiosidad que los anteriores. Se dirigieron a él con amabilidad.

Tome usted asiento, enseguida lo recibe el Señor Juez.

Allí continuaba la secretaria de cara redonda. Ya no lo miraba, simplemente lo evitaba. Entonces reparó que no estaba custodiado y tampoco esposado. Se puso de malhumor.

Al poco rato, un hombre alto y delgado, con gafas de concha y cara chupada, elegantemente vestido, le rogó que pasara a su despacho. Enseguida averiguó que se trataba del juez, con quien no pudo entrevistarse cuando llegó detenido al juzgado. No se sentó hasta que Llonte Reinoso lo hizo. Lo estaban camelando, haciéndole la pelota, lo percibió con claridad. Comenzaba a comprender las reacciones de todos. ¡Por fin!, se dijo. Estuvo tentado de putearlos. Ahora le tocaba a él. Le hubiera gustado ser capaz de despreciarlos con la serenidad equilibrada que proporciona el aplomo. Lo intentó.

Soy el Juez de Guardia y le pido disculpas por las molestias que le hayamos podido causar. El sistema judicial comete a veces errores en el desempeño de sus labores. Siempre estamos atentos y celosos en el ejercicio de nuestra profesión para evitar estas anomalías, ajenas a la voluntad de los que servimos a la Justicia, sin embargo, ...

Con la cabeza ladeada observaba los cortinajes que impedían el paso de la oscuridad de la calle; eran horribles. El mobiliario era austero, recto, sencillo y barnizado de un color muerto. Incluso, percibía un olor a humedad proveniente de las paredes desnudas. En esa atmósfera, las palabras del juez le resultaban abovedadas y lejanas.

...claro, que la Justicia dispone de inherentes mecanismos de protección contra las deficiencias inseparables a su funcionamiento y esto, usted, por su profesión, lo comprenderá. Y, es más, en aras de la verdad, el sistema judicial, si se llega a las últimas causas desencadenantes de los traspiés jurídicos, nunca…

La perorata continuaba en boca del magistrado, mientras la desesperación de Llonte Reinoso se manifestaba en la persistente frialdad ante la vehemencia del juez.

Algo de culpa tiene usted. Sí, no se sorprenda. Por haber perdido su D.N.I. Han estado utilizando su identidad.

Lo miró asombrado. Así que era eso. Alguien le robó la cartera y no solo le interesó su dinero, sino también sus documentos. ¡Vaya gracia que le hicieron!

El juez se dirigía a él con tono conminatorio, como si la culpa de todo lo que había pasado lo hubiera tenido él.

Para otra vez, a ver si tiene más cuidado. ¿De acuerdo? Puede usted irse cuando desee.

El juez le tendió la mano, Llonte lo miró fijamente a los ojos; se levantó parsimoniosamente de la silla y salió del despacho sin decir nada.

Eran las tres de la mañana. Anduvo por la acera y en el primer hotel que encontró, pidió habitación. Mientras le tomaban los datos, se deleitó saboreando un café con leche extraído de una máquina dispensadora, sin pensar en nada, con una paz como no había sentido en mucho tiempo. Durmió de un tirón.

Nada más despertar, el enfado que aún persistía, como una nube cargada de agua dirigiéndose hacia él, lo llevó a tomar una decisión irrevocable: abandonaría Psicología y pasaría mucho tiempo antes de volver a poner los pies en Salamanca.



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