—Seguro que este cabrón no llama. Eso ya me lo sé.
Las últimas señoras y hombres solitarios abandonan la carnicería con sus compras para el fin de semana. Los odia y, a la vez, le dan risa. Ellas, sorprendidas: esas horas y sin comida. Ellos, con la angustia de estar sin víveres para el sábado y el domingo, y tener que tomarse bocatas aceitosos y menús baratos en bares de mala muerte, o discurrir cómo apañárselas con los huevos que aún quedan en la despensa.
Está harta. Desea escapar. Recoger y fregar todavía. ¿Es que no tiene fin este jodido día? El sonido de la caja registradora le parece la batería de Judas Priest; las voces de las clientas para pedir vez, gritos del cantante de Iron Maiden; el cuchillo afilando, un solo de guitarra; la voz del jefe, chillidos de Keen Murgy y la respuesta de las empleadas, el coro de espectadores que le responden que las deje en paz.
Estaba dispuesta a lanzarle cualquier día un mazacote de carne picada. Qué imbécil es el pobre. Se limpia las manos pringosas en un trapo. Se percata de que su delantal blanco está salpicado de manchas de sangre y pimentón. Baja la mirada hasta fijarse en la porosa asquerosidad de las vísceras en el cubo de los desperdicios que tiene debajo del mostrador… Pero su imaginación es indómita. Colgado de un tosco garfio, un costillar adobado que ha de meter en la cámara, se le asemeja a una chaquetilla roja que le quedaría guay con su falda de tul.
—¡Este cabrón ya no me llama! ¡Como no se presente con la entrada, se acuerda!
Por un momento, siente la excitación y el nerviosismo de una actuación en vivo. La tarima que hay debajo de sus pies se eleva varios centímetros y su figura se impone. Unos focos la iluminan, a la vez que otras luces recorren cada recoveco del local. ¡Hay expectación! El público silva, grita, levanta las manos. El ambiente es magnífico. Los motores de los frigoríficos empiezan a funcionar. El ventilador mueve sus cabellos.
—¿Qué queréis mamones? Sí, decidme lo que buscáis. Usted primero, señora. ¿Filetes baratos y tiernos? Tome, tome. ¿Están sedientos? ¿No os apetecerá un poquito de sangre para refrescaros?
Pepi da un salto y sube al mostrador con su fregona y rasga una guitarra galáctica. Animada por su colega, Lola, con un jamón, la acompaña con unos rítmicos acordes que hipnotizan al público que se contorsiona. Toñi se siente arrastrada y golpea fuertemente el tajo de madera de partir las chuletas con cacillas de servir aceitunas.
—¿Qué queréis mamones? Sí, decidme qué buscáis. ¿Tal vez una dependienta amable que os recuerde que se olvidan de comprar jamón york para los sándwiches? ¿O tal vez querrían que me interesara por su catarro? ¿O que hiciera una ñoñería al nene? No, ustedes vienen a por carne, carne, carneeeeee…
La tarde muere. La ciudad se sumerge en la luz dorada de las altas farolas que iluminan los escaparates. Sara deja el bar de su barrio y atraviesa populosas calles trotando con la mirada alta, sin prestar atención a la muchedumbre que va quedando atrás. Espera encontrar a los colegas en El Martillo, aunque, tal vez por la hora, ya estén en el PeKAS. Llega al primero y toma una cerveza con Kimbo, que le informa que sus colegas la están esperando. Atraviesa la zona de El Lavabo, poblada de marcha pija de la ciudad, para llegar a La Mocha, donde casi todas las caras le resultan conocidas. Los colegas están allí. Toman una ronda de botijos. Mientras hacen tiempo para el comienzo del concierto en El Kalima. Cuando llegan, ya han comenzado a calentar el ambiente los teloneros, unos chavales del barrio de Pepe, a los que aplaude a rabiar. El local está lleno. Los botes de cerveza sobrevuelan sobre las cabezas del público como si fueran golondrinas. En el suelo, no muy lejano del escenario, hay algunas potas. Este mismo suelo sucio está tachonado de vidrios que, al igual que las bravas aguas de un océano convulso, los espectadores han de sortear en su danza estentórea. Los clavos y las cadenas de las chupas brillan como minúsculos astros en la tenebrosidad del local. El público impaciente exige a los músicos que están en el escenario que lo abandonen y que salga el grupo principal. Ante el barullo, se produce un cambio accidentado de instrumentos y artistas, pero, al fin, Los Recios comienzan a desgranar la primera canción de su repertorio. Es tal la euforia que despiertan, que el público enloquece y no deja de pegar saltos, empujarse los unos a los otros, hasta que algunos espontáneos suben al escenario para estar próximos a los guitarristas. Es tanto el entusiasmo por acercarse, que los impiden seguir con la actuación. Los de abajo protestan por la interrupción y abuchean, lanzándoles lo que tienen más a mano. Las peleas se suceden…
El grupo de jóvenes sale agotado a recorrer la ciudad, ahora amos de la noche, emitiendo gritos de libertad. La orientación es ciega y cualquier bar abierto es un oasis en el que refrescar las bocas secas, en las que los besos buscan el manantial del amor. El tiempo, llueve; la hora, las seis. La pasión puede surgir en la misma acera, cama de piedra: es hermoso.
¡Maldito amanecer! Antes de clarear, los pájaros despiertan. Los colegas nos encontramos sentados en el banco de un ordenado parque. Estoy tan feliz, lo he pasado tan bien… Estamos ya tranquilos, algunos dormidos, apoyados los unos en los otros. No tengo sueño. Estoy despierta, relajando mis pies cansados. En mi regazo descansa Pepe, que respira muy lentamente. A lo lejos, en la otra punta del parque, un jardinero empieza a manipular una carretilla que chirría. Se acerca por la avenida. Porta un escobón, una rastrilla y una pala. Viste una chaqueta de pana encima de un mono azul. Lleva boina. Pasa delante fumando. Me mira y lo sonrío. No hay apenas tráfico. Estamos solos en la ciudad: el jardinero y nosotros. Las farolas del parque se apagan. La luz matinal no me molesta. Las luces de los bloques de pisos cercanos se encienden paulatinamente. Una furgoneta se detiene en el quiosco y deja varios paquetes de periódicos; otra, una canasta de pan en una tienda de comestibles. A lo lejos, en la estación, se oye un pitido de tren. El sol rasante encandila mis pies, que se estiran buscando los primeros rayos. Todos siguen durmiendo, ahora un poco más encogidos, notamos el fresco de la mañana. La escoba del jardinero rasca la tierra de la avenida, como si hurgara, recogiendo hojas caídas y pequeños palos. Marga despierta, bueno, abre los ojos, se abrocha la chaqueta y parece dispuesta a dormir más. Beso a Pepe en la frente y le acaricio el pelo. Poco a poco siento los ojos pesados y me quedo dormida, con una felicidad en la que están ausentes los sueños.
El despertador suena. Se sobresalta. Después de unos segundos, lo apaga. Se frota los párpados con el dedo índice y no encuentra legañas, sino una lágrima, que deja caer sobre su mejilla. Se viste y sale chutando al trabajo.
—Buenos días, señora.
—Dame unos filetes de hígado… ¡Hija, no me los hagas tan gordos!
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