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No dejabas de mirar

 

No dejabas de mirar, estabas sola
Completamente bella y sensual
Algo me arrastró hacia ti como una ola
Y fui y te dije "hola, ¿qué tal?"

Gavilán o Paloma”, canción compuesta Rafael Pérez Botija



Estaba sola, apartada un poco adelante de la barra del bar, en las áreas iluminadas que cambiaban sucesivamente conforme giraban los focos de la pista. Aparecía por un momento y luego su zona quedaba en penumbra. Era como una diosa mulata, pequeña, sinuosa, con la cara triste de una niña castigada.

El miedo a que no estuviera allí en el próximo recorrido del haz de luces paralizaba al joven situado al lado contrario de la pista de baile. Parecía hallarse en una hornacina rodeada de botillería. A veces apoyaba una mano en la barandilla que separaba la zona alta de la barra del resto de la discoteca. En su mano mantenía un vaso alto del que sobresalía una pajita con la cual sorbía pequeños tragos. Para ello inclinaba la cabeza hacia la mano. Podía adivinar una raya que separaba las dos partes de su media melena negra. De nuevo el recorrido de luces la iluminaba un instante y podía comprobar que permanecía allí inmóvil, con la mirada perdida en la penumbra indefinida del local. Ese baile de luces y sombras confería al espacio una dimensión alucinatoria en el que la pequeña figura de ella, invariablemente fija, era un faro en el que posar la mirada del navegante perdido en el oleaje vibrante de la gente que llenaban el local. Cada vez que las luces iluminaban su cara y adivinaba su cuerpo, se sumergía en la zozobra de la pasión ciega; sin embargo, permanecía inmóvil e indeciso, con miedo a moverse y perder para siempre el fanal de su rostro melancólico.

Sabía el momento y cómo hacerlo. No era más que apartarme de mis compañeras con la disculpa de saludar a algún conocido. Todas éramos conscientes de que, aunque comenzáramos juntas la noche, al final cada una seguiría sendas diferentes: a veces era yo quien se separaba primero, otras veces, ellas. Elegíamos al chorbo que más nos interesaba, pues habíamos comprobado que era difícil encontrar el chico que más nos gustaba en un mismo grupo. Tan solo era cuestión de elegir, de descubrir quién era el más interesante. A veces, sobre todo antes, nos consultábamos para conocer el juicio que merecía el elegido, pero ya no nos era necesaria la confirmación o beneplácito: era tal la perspicacia que habíamos desarrollado, que pocas veces nos equivocábamos con la elección. En muchas ocasiones, era cuestión de esperar con calma a que en la rueda de pretendientes apareciera aquel en quien ya habíamos puesto nuestros ojos. Siempre era halagador para ellos sentirse conquistadores, pero a nosotras también nos gustaba, en ocasiones, tomar la iniciativa y mostrarnos descaradas, ya sea por el simple placer de cazar a la presa elegida o porque así marcábamos el momento en el que dejábamos de ser solo amigas charlando y comenzábamos la elección del chico más interesante. […]





Había salido con el deseo de ligar, de encontrar a una chica con la que calmar las olas de pasión amorosa que se desbordaban sin poder contenerlas. Finalizaba exhausto la semana y con la inquietud desesperante de los problemas de relación entre el personal de la oficina. Éramos muchos y todos con ganas de sobresalir, de ser mejores que el resto con el afán de promocionar. Por eso nos comportábamos como si estuviéramos en una competición en la que vencía el que más productos financieros colocara entre los clientes. Acababa agotado y con deseo de no sé qué, pero esperaba que la noche del sábado me relajara y me diera ocasión de divertirme para paliar las penurias laborables. Lo único positivo era que no me faltaba el dinero.

Antes de llegar a la sala de fiestas, me había puesto unos vaqueros ajustados y una camiseta que resaltaba mi prominente pecho y mis anchas espaldas, junto con una cazadora azul marino que ya me habían asegurado que me quedaba muy bien. Mi presencia no pasaba desapercibida, ya que mi altura superaba la media de los demás hombres. No me podía quejar de mi físico; sin embargo, casi siempre sentía frustración por no lograr llamar la atención de las chicas que me gustaban. En cambio, más de una vez tuve que rechazar propuestas de otras que se insinuaban. A veces, desesperado, cedía y entonces me sentía un miserable porque siempre me quedaba la amargura ácida de que se habían aprovechado de mí por no decir no.

El propósito de mis amigos cuando salíamos a ligar no era exactamente el mismo que el mío. A ellos no les importaba tanto la personalidad de la chica con la que se relacionaban, sino más bien la idea de «puntuar», como ellos decían. Algunos días la suerte estaba de su lado y la chica era más atractiva, mientras que otros días no tanto, pero eso les daba igual, siempre y cuando pudieran «puntuar». Yo no podía estar, incluso si lo intentaba, con ninguna mujer que no despertara mi interés, y este interés no se limitaba únicamente a su atractivo físico, sino también a su simpatía y naturalidad. [...]


A veces se aproximaba algún chico y le dirigía la palabra. La conversación duraba solo unos instantes, y los sucesivos pretendientes que la abordaban se alejaban, al igual que las olas que chocan contra la enhiesta roca. No dejaba de mirar a la pista y dar pequeños sorbos a su bebida. Ni tan siquiera se movía al ritmo de la música suelta que en aquellos momentos salía de los inmensos bafles. Era una pequeña diosa que aparecía y desaparecía y que poco a poco se empequeñecía y se disolvía en la penumbra oscilante del local. Eso temía el chico que continuaba observándola. Estaba convencido de que no podría mantenerse en su trono mucho tiempo, que alguien se la arrebataría o que ella se marcharía por no haber ningún motivo para continuar allí como divinidad a la que nadie reverenciaba. Era una comunión espiritual entre los dos: ambos se dirigían miradas que no se perdían en el caos lumínico que debían atravesar hasta enlazar con el fuego que ardía en los pebeteros de sus respectivos ojos. Sin embargo, el miedo a su rechazo, a que no atendiera a sus plegarias, paralizaba al chico. […]





Todas las noches eran idénticas. Ya lo había interiorizado y ahuyentaba a los pretendientes con la misma paciencia con la que espantaba las molestas moscas. A veces lo hacía de tal manera que no era consciente del rechazo. Solo aquellos que insistían o que sus proclamas eran más bastas, lograban despertar la conciencia con la que realizaba la operación de cortar sus aspiraciones. Sabía, porque ya lo conocía de sobra, las ventajas de algunas de las propuestas que recibía, pues el trato era más franco y no eran necesarios demasiados rituales para enlazar en un mismo cauce los deseos de esa clase de chicos y los míos, pero ya sabía el recorrido de esa relación. A veces arriesgaba por el simple placer de fracasar, de desilusionarme al creer que podría encontrar un amante diferente. No era fácil hallar a estos y las dificultades para establecer comunicación eran casi siempre insalvables. No se atrevían a insinuarse y a mí cada vez me costaba variar. Estaba cansada. Ya no era la mujer inconsciente llevada por el anhelo de encontrar el hombre ideal. Había perdido esa ilusión con el paso del tiempo, con la fatiga de soportar de pie muchas horas despechando cajas de pastillas, jarabes, cremas…; de estar toda la jornada atada a una bata blanca de la que no lograba apartar el olor a farmacia, a medicinas, a alcohol… Instintivamente me olía las manos y siempre se desprendía esa fragancia tan aséptica que mataba cualquier leve agitación de ternura que quedara adherida a mi piel. […]





Mis amigos ya habían encontrado a las chicas con las que pasarían la noche. Me alegré de que así fuera, pues me permitía vagar sin su presencia. Llegó un momento en el que desapareció la necesidad de ligar. Me sentía a gusto solo, observando a los demás y divagando sin obsesionarme con una idea fija. Esa soledad en medio de la multitud era una isla tranquila en la que contemplaba el ajetreo de un mar agitado en el que todos los demás se desenvolvían en busca de pareja o de una alegría bulliciosa. En esa calma, descubrí a la sirena misteriosa que desde el altillo de la barra contemplaba el mismo mar agitado que yo. Era un ser de una belleza inaudita que permanecía oculta a los navegantes que se afanaban por las aguas turbulentas de la pista o a los mariscadores de las orillas. No me podía creer que existiera tal perfección: su cuerpo menudo, sin embargo, era sinuoso en sus caderas y en su inmovilidad había una gracia irresistible. Solo podía adivinar su melena y un poco sus rasgos acaramelados del rostro, que juzgué como exóticos. Tal era su atracción que me paralizaba, al tiempo que me recreaba con esa imagen que se iluminaba y ensombrecía con un ritmo regular. Mi ánimo despertó de la atonía anterior y mostró el deseo de aproximarse a ella, de conocerla de más cerca, tal vez de atreverme a captar su atención, mas me era imposible mover las piernas para dirigirme a donde la chica aparecía y desaparecía. Con la discreción que proporcionaba la distancia y la multitud que me rodeaba, estimé demasiado pretencioso que ella también se hubiera fijado en mí y que no apartara la vista. Al fin, con una fuerza que no provenía de mí, me abrí paso con disimulo hasta irme aproximando. No tenía nada en las manos y creí que podía aprovechar a pedir algo de beber en la barra para llegar a ese punto estratégico a partir del cual establecer contacto. Por un momento juzgué ridícula la idea que me había formado de que yo despertaba su interés, pues ella seguía mirando la pista, pero, cuando pagaba la consumición, comprobé que se había situado a mi lado en la barra, aunque su mirada continuaba perdida en el centro de la pista de baile. Pude verificar que la beldad imaginada desde la lejanía se conformaba con creces de cerca. Sus ojos negros almendrados, su pequeña nariz de gata melosa y sus afrutados labios eran para desesperar a cualquier amante. Quizá era más baja de lo que había estimado al contemplarla encaramada en el saliente y yo estar en un nivel inferior, pero eso, si cabe, la hacía más tierna. Los dos nos quedamos en silencio, aparentado ser ajenos el uno al otro, esperando el instante y cualquier motivo para que nuestras caras se enfrentaran. [...]





Dos personas que miran juntos la inmensidad de la noche atrapada en una sala de fiestas acaban por decirse algo.

¿Quieres? —le ofreció la caja de Malboro cuando él iba a sacar un cigarro.

Gracias.

Aceptó un cigarrillo y esperó a que le diera fuego con su mechero dorado.

¿Qué tal? ¿Estás sola?

No, estoy con dos amigas.

Yo también ando con unos colegas.

No entraron en los detalles que explicaran las razones por las cuales no se encontraban en compañía de ellos.

¿Eres de aquí? —quiso saber él.

Sí.

Nunca te había visto antes.

Ni yo a ti.

¿Vienes mucho por esta discoteca?

A veces.

¡Qué pena no haberte conocido hasta este momento! —dijo galante él y ella sonrió sin realizar ningún comentario.

A todo esto, ¿cómo te llamas?

Pedro. ¿Y tú?

Paloma.

Los dos echaban caladas al mismo ritmo que se hacían preguntas, dejando pequeñas pausas que les permitían saborear el momento de sentirse juntos los dos, de adivinar las palpitaciones de sus respectivos cuerpos.

¿A qué te dedicas? —quiso saber ella, percatándose de que era una pregunta que diluía la felicidad de percibirse uno al lado del otro, pues suponía renunciar al éxtasis amatorio por miedo a que la pasión estallara demasiado pronto.

Los dos se relajaron al proporcionar información de sus respectivas vidas.

¿Quieres que nos sentemos? —propuso ella. [...]




Me sentía muy bien al lado de Pedro. Enseguida me di cuenta de que no era el lugar adecuado para hablar con él, porque sus palabras se diluían en el barullo, sin embargo, con su simple presencia me hacía muy feliz. Notaba un bienestar que me colmaba y deseaba que se prolongara indefinidamente, sin que pasara nada más. Solo escuchar lo que me decía y contarle cosas de mi vida. Me gustaba su sonrisa franca y sostenida; también, sus ojos comprensivos. A veces, cuando me hablaba de él, me perdía en la cadencia de su entonación serena y me hacía sentir el suave descenso en el tobogán de sus frases. Me gustaba su sinceridad. No percibí que adornara los detalles que me relataba con ínfulas, ni que se quejara de los sinsabores con más inquina que la necesaria para comprender su malestar, que no era diferente al mío o al de cualquier otra persona que trabaje. También me gustó que no necesitara abusar del alcohol para hablar con una chica. Se había pedido una pobre cerveza que se le estaba calentando. La tenía sobre la mesa y allí permanecía hasta que yo sorbía un poco de mi refresco y él también se la acercaba a la boca. Sus manos se movían al compás de sus palabras, sin resaltar en exceso su carga significativa y, cuando yo intervenía, las dejaba caer serenas. Estando con él, me percaté de que no me importaba todo lo que me rodeaba. No supe lo que hacían mis amigas, ni presté atención a los saludos de otros amantes. Solo estaba para Pedro, esperando que esa dicha se prolongara sin que llegara a su fin o que me diera sus manos para juntarlas con las mías. [...]




Supe pronto que Paloma sentía interés por mí. Sin embargo, mi satisfacción crecía en la misma medida en que mi cautela me alertaba de que me podía estar equivocando. Con esta inseguridad, sabía que lo mejor era esperar y no correr más de la cuenta. Por otra parte, ¿qué prisa tenía cuando estaba disfrutando de su conversación? Mis ganas de enrollarme con una chica eran similares a mi curiosidad y el hecho de que Paloma fuera farmacéutica me la había avivado, por lo cual la animaba a que se explayara relatándome los gajes de su oficio. Notaba escuchándola que mi deseo morboso aumentaba al saber que la chica se desenvolvía entre mejunjes que afectaban a los cuerpos y las mentes de las personas. También me regodeaba con la falsa inocencia que mostraba ante ella, al aparentar que no me percataba de su cada vez mayor interés por mí, mientras yo no daba muestras evidentes de que la correspondía. Me limitaba a contarle aspectos intrascendentes de mi vida que ella parecía percibir con un entusiasmo desbordado, que era su forma de decirme sin palabras que podíamos entendernos. Esta conclusión fue más evidente cuando me percaté de que yo no dejaba de soltar pormenores cada vez más personales, mientras ella permanecía con la boca abierta o sonriéndome sin confesarme nuevas interioridades. Fue un momento de excitación nerviosa, pues era consciente de que, si paraba de contar, debería abrazarla o tomarla de la mano y sacarla a bailar. [...]




La pista de baile se quedó en penumbra al tiempo que la caterva de luces encabritadas se escabullía en los filamentos de los focos del techo. Se produjo un silencio expectante en el público al oír la melodía melosa que invitaba a emparejarse a aquellos que se encontraban en el centro de la sala o a levantarse de sus asientos a aquellos habían esperado ese instante para abrazar a su pareja mientras se mecían con las cadencias aterciopeladas de las canciones de amor.

¿Bailamos? —le propuso Paloma.

Le dejó con la palabra en la boca, mientras ella ya de pie le tendía la mano para ayudarlo a incorporarse. Lo condujo hasta un lado del círculo en el que se proyectaban tenues haces de luz roja que caían en línea recta en el pavimento pulido. Le rodeó con sus brazos el cuello entregándose para que la atrajera hasta quedar los dos cuerpos juntos. Por un momento, se miraron a los ojos. Pedro tomó con naturalidad ese acercamiento, no como una invitación a gozar de la unión.

Abrázame —le susurró, cuando ella posó su cara contra su corazón.

Intentó con naturalidad ceñirla con ternura, pero era consciente de que la tensión de sus brazos no estaba vinculada a sus emociones. Mientras calculaba la presión y la extensión del contacto hasta sentirse cómodo, temía que Paloma notara su envaramiento. Fue la música, las voces de los cantantes que expresaban su pasión, y el cálido y tierno contacto de su cara, los que le hicieron entregarse sin ataduras ni miedos al después. Bailaban muy juntos, sin besarse. Los dos necesitaban ese abrazo para notar los estremecimientos que se originaban en las entrañas y recorrían la orografía de su piel. [...]




Notaba sus brazos ciñendo mi cuerpo y con sus manos recorría despacio mi espalda. Su contacto conseguía transportarme a un espacio mental vacío en el que mi pasión oscilaba sin que ningún obstáculo impidiera su desarrollo. Me arrastraba y me entregaba sin ser dueña de mí misma. Anhelaba que me besara y apoyar mis manos en su pecho para percibir su palpitar. Primero juntamos las caras y después nuestros labios se buscaron. Cerré los ojos para sentir el contacto ardiente de su saliva, mientras mi lengua recorría su asombrosa boca. Había besado a muchos chicos, pero en esos momentos los olvidé, como si él fuera el primer hombre al que me entregaba con toda mi inocencia. No me importaba lo que pudiera ocurrir después. Me conformaba con lo que vivía en esos momentos.

¿Quieres que demos un paseo? —le propuse cuando me di cuenta de que necesitábamos estar solos.

No le dije que si me invitaba a su casa o si quería venir a la mía. Al realizar la propuesta pensé en que me gustaría pasear con él por la ciudad, recorrer la alameda, sentarnos en un banco en la plaza a observar la luz de las farolas y contemplar el vagar de los noctámbulos, quizá entrar en cualquier garito de guardia a tomar algo y seguir charlando viéndonos al natural.

Ya fuera caminamos agarrados por la cintura.

¿Dónde vamos? —me preguntó.

Me gustaría que hubiera adivinado mis pensamientos, por eso no le sugerí nada. Los dos seguimos avanzando, con nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, deteniéndonos para besarnos. Había perdido la noción del tiempo mientras seguíamos deambulando por las calles sin rumbo fijo, sin embargo, disfrutaba de la compañía de Pedro y su sensibilidad despertaba mi pasión.

Hubo un momento en el que sentí vergüenza porque mi deseo no contenía las sacudidas que había de notar Paloma. Intentaba separarme para que cesaran, pero ella no parecía ser consciente de mi excitación o, en todo caso, no la molestaba, ya que no cedía su presión a mi cuerpo.

Cuando me propuso dar una vuelta, me sobresalté porque me preocupaba que el encanto de la discoteca que había facilitado nuestro encuentro desapareciera; además, me entró pánico pensando que en la calle, podrían desvanecerse los atractivos que Paloma había encontrado en mí. Sin embargo, no pude exponer mi reticencia porque el convencimiento de ella de que era mejor marcharnos era absoluto. La seguí y fuera, nada más despedirse del portero, me buscó la mano para entrelazarla con la suya. Ese contacto en la noche me hizo perder todos mis temores: supe que la Paloma de dentro seguía siendo la misma fuera. Pronto nos abrazamos y comenzamos a caminar sin un destino concreto. Nos dejábamos llevar por el trayecto hecho de las aceras que conducían a cualquier parte de la ciudad. Al ver un pub abierto le sugerí que si entrábamos. Pero ella, sin negarse, me hizo ver con claridad que prefería disfrutar de la libertad de la noche. Albergaba el temor a que nuestros abrazos acabaran por saciarla y que me tomara por un ser sin iniciativas, pero Paloma no daba la sensación de estar cansada de gozar con mi presencia. A veces, en el recogimiento que proporcionaba la frondosidad de un árbol, nos sentábamos en un banco y nos besábamos una vez más. Después, como si el camino que aúno nos faltaba por recorrer fuera largo, nos incorporábamos para continuar. La desorientación que había presidido nuestro deambular se fue disipando y fui consciente de las calles que recorríamos. [...]




La noche estaba serena. El silencio de la ciudad que duerme es placentero para los noctámbulos que se sumergen en sus calles y plazas vacías. Paloma y Pedro, arrimados a las paredes de los edificios, las recorren buscando inconscientemente distintos decorados en los que vivir su pasión. Su amor, apoyados en un escaparate, sentados en los peldaños de acceso a un portal o en los bancos para ellos solos, se exhibe ante los astros celestes que con su silencio son testigos de su felicidad.

No sabrán si en algún momento se pusieron de acuerdo para subir al apartamento de ella. Pedro se deja llevar. Al abrir la puerta y ver iluminado el interior de la vivienda solo con la luz del rellano, le despierta el mismo temor que adentrarse en una cueva oscura. Incluso, cuando Paloma enciende las luces, el espacio iluminado le infunde miedo. Los muebles que hay en el salón y la cocina, la disposición de los sanitarios en el baño, los colores de las paredes y las cortinas le causan un temor similar al que experimentaría al adentrarse en un paraje desconocido, donde podría surgir un sobresalto en cualquier momento. Se queda parado sin saber qué hacer mientras Paloma acondiciona su apartamento, apagando las luces del techo y encendiendo otras más tenues de lámparas que ocultan el espanto del espacio desconocido.

Ven —le invita tendiéndole la mano.

Pedro se deja arrastrar hipnotizado por la suavidad y ternura que transmiten sus dedos. Paloma le quita la cazadora y le ayuda a desprenderse de su camiseta dejando al descubierto su pecho, que acaricia con la mano subiendo y bajando sus pendientes. Lo besa deteniendo las caricias de él. Lo quiere por entero, desea amarlo, venerar a ese joven con la devoción íntima y egoísta de que es para ella sola. Por eso recorre su propiedad sabiéndose dueña. Lo hace despacio, verificando que cada uno de sus poros de esa piel tersa ocupa su lugar. Lo presiona y lo besa. Le manda dar la vuelta para inspeccionar su espalda. Se aparta un poco para contemplar la simetría de sus anchos hombros y de sus escápulas; deja caer al mismo tiempo sus manos por la cadera hasta que las detiene el cinturón, se lo desabrocha y le baja el pantalón y el calzoncillo. Como si fuera un bolo gigantesco y torpe ayuda a Pedro a que se siente en la cama para que se quite los zapatos y se saque la ropa que arrastra. Mientras él acaba de desnudarse, ella se desviste dejando a la vista las respingonas y descaradas tetillas. Antes de que sus manos las atrapen, Pedro las calma con sus cortos y espasmódicos besos, como si quisiera cumplir con cada milímetro de piel. […]




Una vez que supe que era verdad, que Paloma se entregaba y que los dos nos enlazábamos en una pasión desbocada, cerré los ojos deseando que ese amor transcendiera y se inmortalizara hasta convertirse en eterno. Aspiraba a que no finalizara o que yo muriera en esa experiencia. Los dos estábamos inundados de tanto amor que por nuestros cuerpos manaban fuentes de placer. Consciente, me impuse disfrutar con calma de esa dicha; sabiendo que el instante puede pugnar por convertirse en inmensidad temporal, retenía cada beso y eternizaba el deslizamiento de mis dedos sobre su piel. Le fui bajando muy despacio los pantalones.

Te necesito —no paraba de suspirar—. Abrázame más fuerte.

Es difícil explicar qué sensación me produjo este ruego, que no era la primera vez que me había repetido durante la noche, pero esa corriente transcendental que nos conducía a lo eterno, se detuvo inesperadamente. Nuestras miradas se quedaron fijas y sin que yo pudiera evitarlo le dije:

Estate quieta.

Me desembaracé de sus brazos al notar cómo la calidez se había transformado en frialdad y comencé a vestirme.

Adiós, Paloma —le dije cuando abandonaba su habitación.



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