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Cerrado hasta nuevo aviso


No llevaba mucho tiempo subido a la escalera apoyada en el poste ni gateando por el suelo en busca de las antiguas cajas del cableado telefónico, pero percibía con claridad que el trabajo era duro y que el oficio que había elegido no era tal como lo había imaginado mientras cursaba Formación Profesional. Nada de montajes industriales ni de cuadros inmensos de oficinas, nada de ferias comerciales en las que poner en marcha todo el sistema eléctrico. Lo único que había encontrado al poco de obtener el título era instalar fibra óptica por la comarca más apartada de la provincia. Con el paso de los años, el cableado estaba llegando a los rincones más recónditos gracias a las subvenciones y al deseo de los ayuntamientos de proporcionar oportunidades a los emprendedores locales y de atraer a jóvenes cuyo trabajo pudiera realizarse a través de una conexión rápida. Poco a poco, la gente sencilla de estas pequeñas localidades se animaba a solicitar esta nueva conexión. Solo hacía falta que uno de ellos lo hiciera para que los demás sintieran envidia y no quisieran quedarse atrás.

Aunque no se había hecho a la idea del esfuerzo físico que se requería ni de las complicadas posturas que debía de adoptar para trabajar, comprendía que era una falta de previsión que solo le atañía a él. Con lo que no contaba era con los conflictos con las personas. De ninguna manera se le había ocurrido que algo tan sencillo y neutro, como extender un cableado y poner los puntos de conexión, fuera motivo de conflictos y que buena parte de su jornada laboral la hubiera de dedicar a resolverlos. La persona a la que había que dar de alta en el servicio se obcecaba en meter el cable por donde quería, casi siempre por la parte de atrás de la vivienda para que el cordón no se viera y no afease la fachada principal, sin tener en cuenta las vueltas y giros que se debían dar hasta llevarlo por el lugar señalado; incluso, en casa, se empeñaba en que no se viera, sin haber instalado previamente una manguera en la pared por donde introducirlo. De nada valían las explicaciones serenas resaltando las dificultades, o la simple imposibilidad de realizar ese recorrido. En alguna ocasión, se había visto obligado a abortar la instalación, pues el cliente se enrocaba en su deseo y no había forma de razonar con él. Si hubiera sido empleado de la empresa encargada de prestar el servicio, este fracaso no habría importado, porque habría cobrado al finalizar el mes. Sin embargo, trabajaba por cuenta propia, y cobraba por cada acometida ejecutada, por lo que se veía obligado a irse sin obtener ninguna ganancia. Esto, el trabajar en balde, le ocurría también en otras ocasiones no a causa del solicitante del servicio de fibra, sino de los vecinos que no daban permiso para que el cable cruzara su propiedad o fuera fijado a la fachada de su casa. Poco podía intervenir en estos roces vecinales, porque era consciente de que asistía la razón a los que se negaban, y delegaba la resolución de los problemas al interesado en la fibra. Muchas veces, mientras ellos discutían, esperaba cruzado de brazos hasta comprobar si había visos de resolución o la negativa a conceder permiso era cada vez más clara y desistía de ejecutar el trazado. Las conversaciones entre los vecinos eran largas y no siempre se centraban en el litigio capital, sino que se perdían en absurdos preámbulos, exégesis que no venían al caso y en relatos no oportunos, hasta que de manera imprevista volvían a caer en el asunto que a él le concernía.

Todas esas adversidades las soportaba con un estoicismo que no era natural en un joven recién incorporado al mundo laboral. Hasta ese momento siempre había caído simpático a los compañeros de pupitre y a sus profesores. Decían estos que mostraba un grado de madurez superior al del resto de los alumnos. Nunca se le había visto discutir ni manifestar opiniones con acritud, como si estas fueran simplemente una de las muchas posibilidades para abordar un tema o resolver una controversia. No le importaba que al final sus ideas no fuesen tenidas en cuenta, aceptando aquellas que, por consenso, resultaban triunfadoras. Quizá, también, no creaba animadversión el hecho de que no fuera en exceso guapo o feo, ni alto ni bajo, ni de constitución fuerte o endeble. Con ligereza se contorsionaba entre la gente sin hallar obstáculos que le permitieran ser feliz. Con seguridad, el contratista con el que trabajaba también creyó que tratar con él no le causaría problemas y que no sería complicado convencerlo de que la razón siempre estaba de su lado. Algo parecido percibieron también las primeras personas a las que dio conexión a la banda ancha. Sin embargo, se percató de que la natural desenvoltura con la que su vida había transcurrido hasta ese momento no fluía entre los barrios y las fincas donde iba tendiendo los hilos marrones. No le importaba que no lo saludaran, que se sintiera vigilado desde que llegaba con la furgoneta por la mañana temprano hasta que se retiraba, ni que oyera, de espaldas y subido a la escalera, los murmullos sobre su persona de quines estaban de caraba, pero, cuando se negaron a orientarlo para llegar a la dirección que buscaba o le proporcionaron indicaciones incorrectas, percibió que su presencia resultaba molesta en la pequeña comunidad. No supo por qué razón se había producido ese rechazo. Por un momento llegó a pensar que no era él el motivo de su enemistad, sino el servicio que ofrecía, como si la ventana que iba a abrirse en el pueblo mostrara un mundo del que querían desentenderse. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que esa hipótesis les atribuía un grado de superioridad intelectual y moral que esos necios no tenían.

No se convenció por completo de que su presencia era molesta hasta que el dueño del único bar del pueblo tardó en servirle el café que había pedido. Al final, le acercó la taza con parte del líquido vertido en el platillo y mojando el azucarillo. No se atrevió a negarse, pero le quedó bien claro que no estaba dispuesto a atenderlo nunca más. No todos los días entraba a consumir algo, y si lo hacía era más para utilizar el servicio, y de alguna manera, confraternizar con los habitantes. Él mismo había explicado al dueño del bar quién era y lo que le llevaba allí, sabiendo que con tal de que se lo dijera a él, todos los demás se enterarían. Tal vez el origen de la animadversión que sentían hacia él se había originado en ese centro cívico abierto a todos los vecinos.

No obstante, el ritmo de las contrataciones de fibra óptica se mantuvo constante, por lo que no le quedaba más remedio que acudir a ejecutar las instalaciones que se solicitaban. Estuvo a punto de buscar alguna excusa para declinar los nuevos trabajos que le encomendaba el contratista, pero nunca se decidió a rechazar ninguno. Es verdad, que no eran fáciles de llevar a cabo y que había ocasiones en las que echaba la jornada en balde, pero, al final, estaba conforme con el sueldo que se sacaba, y albergaba la esperanza de que los encargos futuros fueran en otra localidad más amable y no tan alejada. Cada día que se aproximaba al pueblo albergaba la esperanza de que fueran vanas las sospechas de malquerencia y deseaba percibir detalles amables que confirmaran que se había formado una opinión falsa, pero transcurrían las horas y llegaba el final de la jornada sin haber percibido ninguna señal que le permitiera ser optimista. Más bien, lo que se encontraba eran adversidades que le impedían trabajar de manera eficiente: instalaciones que, aunque acabadas y funcionando a la perfección, dejaban de hacerlo a los pocos días sin causas aparentes, obligándolo a repararlas sin poder cobrar por estar aún en periodo de garantía; aparatos recién desprecintados por él, con olor aún a fábrica, resultaban dañados con inexplicables manchas negruzcas, como si los materiales se hubieran recalentado, que había que sustituir por otros nuevos.

En el trayecto hasta la localidad, mientras conducía, intentaba adivinar los contratiempos que se encontraría y siempre, al final, se hallaba con problemas que no había previsto. Su cuerpo comenzó a reflejar la angustia con la que vivía a través de desórdenes digestivos. A veces era en forma de diarrea; otras, con cortes de digestión que terminaban en vómitos secos.

Procuró que el sufrimiento con el que llevaba a cabo su trabajo no afectara a su rostro amable ni a su tono de voz sereno cuando conversaba con las personas con las que debía tratar. Si bien nadie le dio muestras de apoyo, sí que percibió en algunos síntomas próximos a la compasión, que, más que consolarlo, lo hundieron más anímicamente. Se trataba de un complot de toda una comunidad contra un trabajador, pues así se sentía él: no era fulano, con nombre y apellidos, sino una persona que desempeñaba un oficio con el que sacaba un jornal. No comprendía cómo había individuos que atentaran contra ese derecho sagrado a ganarse el pan con el sudor de la frente. Estas reacciones íntimas de rabia le dieron brío para no desfallecer y seguir llevando a cabo las instalaciones nuevas, aunque ya no pudo mantener la vista serena, sino que elevando la cara un punto más de lo normal, miraba desafiando a unos enemigos invisibles que lo acechaban. Enorgullecido por ese empeño en no ceder ante la opresión anónima, trabajaba con más ahínco y sacaba adelante las tareas con más rapidez y seguridad. Se cercioraba de que quedaran perfectas y de que funcionasen sin ningún fallo. Cuando se alejaba del pueblo al finalizar la jornada, se sentía satisfecho de su capacidad de reacción ante los infortunios.

Fue al salir del coche y cerrar la puerta cuando se dio cuenta de que una línea blanca se extendía ondulante en la chapa amarilla. Antes de que en su mente quedara claro que un malnacido le había rayado el vehículo, repasó mentalmente a ver si él mismo había realizado alguna maniobra arriesgada fruto de la cual la carrocería hubiera sufrido ese rasguño. Cuando llegó a la conclusión de que no había sido él, supo sin duda que el responsable se hallaba en el pueblo de cobardes que lo acometían sin dar la cara.

Estuvo una semana sin regresar al tajo. El contratista le metía prisa para que no se le acumulara el trabajo, ya que nuevas solicitudes de fibra óptica se iban amontonando en la mesa de su oficina. Se excusó diciendo que un lumbago le mantenía postrado en la cama casi sin poder levantarse. No sabía muy bien por qué mentía y por qué no quería de momento regresar al pueblo. Su mente era incapaz de hallar una estrategia diáfana de cómo solventar la parálisis que estaba padeciendo. Es cierto que le rondaba la idea de rendirse y de mandar al garete el compromiso de realizar las instalaciones, pero supo que no era esa la razón de esa atrofia en la toma de decisiones. Algo tenía claro, aunque no se aclarara por qué; sin embargo, intuía que cuantos más días transcurrieran sin prestar el servicio que reclamaban, mucho mejor sería para él. Al mismo tiempo, no pudo por menos que recapacitar a ver quiénes podían estar detrás de los destrozos que estaban sufriendo las instalaciones y su vehículo. El primer sospechoso fue el carnicero. A pesar de sus pocos habitantes, a su establecimiento acudía a abastecerse mucha gente de los alrededores, ya que sus productos cárnicos eran apreciados por su buena calidad. Los daños sufridos en su instalación acabada recientemenre no eran normales. Él fue de los primeros en solicitar el enganche, algo comprensible en una persona con un negocio tan boyante. No consideraba factible que él mismo hubiera estropeado su propia línea, ya que los daños sufridos en el equipo se habían producido en el salón de su vivienda, y resultaba extraño que alguien allanara la propiedad con el propósito de causarle desperfectos. Sin embargo, él estaba convencido de que los daños del aparato no podían achacarse a su escaso uso. Aunque no encontró ninguna pista que le condujera a considerarlo un sospechoso, no pudo dejar de pensar en él.

El tabernero era otro cuya figura arrogante, detrás del mostrador, se le presentaba a juicio, aunque él no lo convocara. Tampoco existía ninguna acusación explícita para considerarlo sospechoso, pero en su mente aparecía y desaparecía como el títere de cachiporra en un guiñol.

Tardó más tiempo en regresar de lo que había previsto y lo hizo aún sin una estrategia clara. Se presentó a media semana. Las peticiones de línea eran seis. Nada más que aparcó en las inmediaciones del bar, alguno de los solicitantes se acercó a él para saber si acudiría a realizar su acometida. Les dijo que de momento no podía asegurarlos cuándo se ocuparía de ellos, que había otros antes a los que atender. Lo cierto es que su intención era dejar postergado ese trabajo. No había motivo ni tenía otras ocupaciones que le impidieran sacar adelante los atrasos. Seguía estancado, sin encontrar una salida al atolladero mental en el que se sentía atrapado. Se movía por las calles con la furgoneta amarilla y se paraba junto a postes donde había cajas de conexión. Bajaba la escalera de la baca del vehículo y con ella ascendía haciendo ver que examinaba las clavijas, como si buscara una avería difícil de detectar. Sin ninguna razón desconectaba alguna de las líneas en funcionamiento sacando la punta del cable de la ranura en la que se hallaba incrustada. Reflexionó que mejor que proceder al albur, era desconectar alguna conocida a propósito. A esas alturas, sabía a quién correspondía cada uno de los hilos que manaban de esas cajas. Sin ninguna razón sacó el que daba conexión al ayuntamiento, dejándolo al aire. Se desplazó a otra caja y procedió como en la anterior. Con el destornillador aparentaba que ajustaba las clavijas, o que pelaba cables para introducir sus hilos en el hueco correspondiente.

No contaba con que el alcalde fuera en su búsqueda. El coche se detuvo detrás de su furgoneta. Lo acompañaba el alguacil. Le pidieron que bajara un momento, pero no descendió de inmediato, sino que tardó unos segundos hasta que finalizó la falsa conexión que aparentaba estar realizando. Sabía a qué se debía la visita, pero fingió sorprenderse por la avería que había dejado sin ningún tipo de comunicación al ayuntamiento. Se ofreció para revisar las instalaciones municipales, sugiriendo que el origen del problema quizá se encontrara allí, en lugar de en el cableado exterior. Demoró la revisión de las dependencias y procuraba transmitir que la solución no era fácil y que, tal vez, tardaría tiempo en dar con el problema. Ante tal eventualidad, el regidor se alarmó y, como forma de encauzar su cólera, comenzó a despotricar. Al principio el instalador no entendía muy bien los improperios, pero consiguió al final sacar algo claro. El alcalde sabía que se producían incidentes no fortuitos en la instalación del cableado. Incluso, estaba convencido de conocer quiénes lo boicoteaban, no obstante, carecía de pruebas para acusarlos. Se había resistido a denunciar los hechos en el cuartel de la guardia civil, pensando que si los más afectados por los daños, la compañía y su trabajador, no los habían aireado, no iba a ser él el primero.

El instalador dejó de mirar las cajas y de comprobar la integridad del cableado para escucharlo. No efectuó preguntas; fijaba los ojos en su cara para darle confianza de que se dirigía a una persona discreta. Hasta entonces no había advertido su rostro abrasado. Se trataba de un ganadero. Pese a que vestía ropa limpia, y seguramente haberse duchado para ir a despachar en el ayuntamiento, su cuerpo aún desprendía un olor intenso a cuadra. En su frente se podía percibir la persistente duda que flotaba en su mente, preguntándose si había sido una buena idea dedicar parte de su tiempo a gestionar los asuntos de todos los vecinos, considerando las numerosas tareas pendientes de su negocio y su familia. En esas horas de servicio público no podía evitar el mal humor, sobre todo si los problemas que se le planteaban era nimiedades, o en sus manos no se hallaba la solución. Parte de ese hastío también se debía a las malquerencias de otros vecinos que se sentían humillados por ser él el representante elegido por el pueblo, y no uno de ellos. El alcalde tuvo la fortaleza suficiente para proclamar el pecado, no así los pecadores. No quiso el instalador apurarlo para saber quiénes eran. No le sería difícil averiguarlo.

A última hora de la mañana, restableció la línea del ayuntamiento.

Pese a los sinsabores que padecía, no había sentido hasta esa mañana la comenzó de la punta del dedo anular de la mano izquierda, infectada con un hongo persistente, que pese al tiempo transcurrido y a los tratamientos aplicados, seguía manifestándose de manera sorpresiva, aunque se había percatado de que cuando se producían las molestias, era porque anunciaban una variación térmica inminente, o porque el nerviosismo se adueñaba de él. Se chupó el dedo para apaciguar el picor, mientras pensaba.

Uno de los que le habían metido prisa para instalar el cable era un joven que acababa de alquilar una casa. Le explicó las razones por las cuales le urgía disponer de conexión. Era un músico, un saxofonista. Le dijo con rapidez que, aparte de tocar en una banda de jazz, daba clases particulares por internet. Después de conocer a qué se dedicaba, lo observó con más detenimiento. Le había dicho que era argentino, un dato que no hubiera sido necesario aportar. Le calculó que sería por lo menos diez años mayor que él. También dedujo de manera intuitiva que no andaba sobrado de dinero y por eso creyó que él merecía ser el primero en instalarle la línea. El muchacho quedó muy agradecido por la diligencia del operario. Al despedirse esa mañana, acordaron que charlarían otro rato los días siguientes.

Se fue contento. No siendo la amistad superficial con el argentino, no había habido ningún otro suceso al que atribuir la razón de su gozo. Dejó que el bienestar que lo inundaba rezumara por todo su cuerpo.

Los días siguientes se dedicó con arrojo a sacar adelante los atrasos, casi olvidando por completo el enojo sufrido con anterioridad. Cuando volvió a encontrarse con el argentino, no fue por casualidad. Apenas lo saludó, le contó que le habían arrancado el cable; no es que lo hubieran cortado, sino que parecía como si lo hubieran enganchado con un gancho, o una soga con contrapeso, y tirado de él hasta arrancarlo de cuajo de sus sujeciones. Lo acompañó a ver los despojos sin decir palabra, dejando que el extranjero se desahogara. No necesitó mucho tiempo para corroborar la hipótesis sobre los destrozos: sin ninguna delicadeza habían tirado del cable, no por la punta, sino por la mitad del tendido. Con aparente calma reparó la instalación sabiendo que quizá no se mantuviera intacta mucho tiempo.

Le sorprendía a sí mismo esa pesada cadena de tranquilidad que le permitía soportar las calamidades con un estoicismo al borde de la claudicación, sin aparentar la preocupación que en realidad sentía. También le asustaba, porque en ese oasis de concentración serena se gestaba una venganza que podría escapársele de las manos. Sabía que la materialización tardaría en llegar; no obstante, estaba seguro de que era inevitable. Lo que más temía era la improvisación, pero asumía que no sería capaz de llevar a cabo una planificación meticulosa que previniera efectos no deseados. Este temor, quizás, le paralizaba hasta hallar la forma precisa de resarcirse de todo el mal que le estaban causando.

Volvió a encontrarse con el argentino al día siguiente. La línea funcionaba, pero le notó en alerta ante un peligro inminente. En la charla que mantuvieron, le explicó que se había empadronado en la localidad y que ya era un vecino más, que tal vez no era bien recibido por todos, pese a que la alarma de despoblación por esa comarca se había encendido desde hacía varios años atrás. No le había hecho falta vivir mucho tiempo en el pueblo para enterarse del enfrentamiento existente. Le confirmó al instalador lo que él ya sospechaba. A una parte de los vecinos, encabezados por los propietarios de negocios —quienes siempre habían ocupado el cargo de alcalde—, no les agradó que en las últimas elecciones un ganadero fuera elegido por amplia mayoría. Lo consideraban un intruso y lo insultaban para resaltar su incapacidad para gestionar la administración municipal, diciendo de él que malamente sabía echar una firma. Conociendo las líneas generales del conflicto, no fue complicado enterarse de más detalles del enfrentamiento, en particular, de lo relativo a lo que a él le concernía. Las ayudas para trazar la nueva línea de fibra óptica habían sido solicitadas por la actual corporación, y el exalcalde y los antiguos concejales no aceptaban que tal logro no hubiera sido cosa suya. Por eso, sin pruebas claras, para muchos era evidente que, tras los desperfectos del nuevo cableado, eran obra de los anteriores gestores municipales, quienes habrían intentado boicotearlo.

Al instalador no le interesaban estas trifulcas personales, pero era él quien pagaba las consecuencias del enfrentamiento y no podía quedarse sin hacer nada. Sin embargo, una voz prudente en su conciencia le avisaba de que faltaban pocos días para completar su tarea en la localidad, y que allá penas se las arreglaran como pudieran. No obstante, un prurito de dignidad personal le empujaba a no aceptar la derrota sin haber asestado algún daño a los causantes de los sinsabores pasados.

Recorrió despacio las solitarias calles con su furgoneta. De algunas puertas o ventanas asomaban cabezas para escrutar el vehículo, pero comprobando que no era un vendedor, regresaban a la oscuridad del portal.

En la carnicería, situada a la entrada del pueblo, había varios coches aparcados y pensó que el carnicero se estaba poniendo las botas a vender. Se detuvo delante del poste en el que se encontraba la caja de la que nacía la conexión que daba línea al establecimiento. Subió con rapidez por los escalones marcados en la viga de hormigón y con un rápido movimiento de llave desbloqueó la portezuela y, sin aflojar el tornillo, tiró del cable. Desapareció de allí dirigiéndose a la carretera para marcharse del pueblo. Mientras conducía se regodeaba e imaginaba la reacción del carnicero cuando se percatase de que su conexión no respondía. Su placer se incrementaba al saber que ya no sería él el que reparase la línea, pues el periodo de garantía había vencido y tendría que ser otro profesional el que acudiera a solucionar la avería. Que sufriera en carne propia las incomodidades que otros habían padecido, se atrevía a articular mostrando con sus labios una sonrisa de venganza consumada.

Pasó un día entre medias antes de regresar. Tenía que realizar la que tal vez fuera la última línea. Como ya hacía con frecuencia, se dio una vuelta por el pueblo observando el tendido del cordón y comprobando que no había anomalías visibles. Al pasar delante de la carnicería, salió el propietario y con un genio de mil demonios se quejó de que tardaran tanto tiempo en arreglar su línea, pensando que era el instalador el encargado de restablecer la conexión. Lo desengañó de manera pacífica. Ya no le incumbía a él y, además, no podía meter mano en las instalaciones de la compañía. Lo que tardaran en venir a solucionar el problema no era asunto suyo, y le animó a que no desistiera de llamar para meterles prisa. Cuando se quedó solo, una vez más se dibujó una leve sonrisa de satisfacción en la cara del joven.

No tardó en tender el cableado de la nueva cometida. La línea salía de la misma caja que daba servicio al bar. Durante el breve tiempo que le llevó finalizar la última conexión, le tentó la manera de escarmentar también al cantinero. Recordaba de una de las veces que había ido a tomar algo al bar, que le oyó quejarse a otros clientes de que arrastraba dolencias persistentes en una de las rodillas y de lo mal que funcionaba la Seguridad Social, pues estaba en espera desde hacía casi un año para operarse. A unos metros se hallaba la caja de conexiones telefónicas. Descendió y sin quitarse la faja de las herramientas, se introdujo en el coche. Calibraba la oportunidad y el riesgo que corría si llevaba a cabo la idea que se le había cruzado en su mente. Lo que más le remordía era aprovecharse de la red telefónica para realizar el plan: era una intromisión que quizá no se perdonaría, no porque albergara temor a que lo descubrieran, sino por una simple cuestión de ética profesional. No quiso prolongar la duda. Sin tomar su escalera, ascendió por los estribos finos de acero clavados a ambos lados del palo hasta llegar a la caja. No tuvo ninguna dificultad en identificar el cable negro que venía de la fachada del bar. Tiró un poco de la punta hasta averiguar cuál era la conexión que buscaba. Conectó el cable del teléfono de obra que portaba y llamó. No lo respondieron hasta que el timbre sonó varias veces. Al final, al otro lado, descolgó el auricular una mujer a la que se dirigió preguntando por el cantinero. Este se puso y le notó en el tono que estaba muy ocupado. Simplemente le comunicó que el lunes de la semana siguiente debería ingresar en traumatología para proceder a la operación programada.

No sabía con qué criterio juzgaría pasado un tiempo lo que acababa de hacer, pero, en esos momentos, se sentía bien. Había conseguido realizar lo que creía que era su obligación. No podía ser que los provocadores se salieran siempre con la suya y que no recibieran el castigo acorde a su fechoría. Incluso, juzgaba que lo que había hecho no dejaba de ser una venganza pueril y que se merecía algo más fuerte, pero se consoló pensando que por lo menos probaría una pizca del sabor del escarmiento.

Como no estaba seguro de que la llamada con el aviso del ingreso hubiera resultado verosímil, el lunes, a primera hora, se presentó en el pueblo con el único propósito de verificar si el engaño había dado sus frutos. Antes de llegar se cruzó con un coche que no era el del tabernero, pero le pareció verlo a él en el asiento del copiloto. Se dirigió al local y sin bajarse pudo leer el cartel que ponía: “Cerrado hasta nuevo aviso”.

Mientras recorría las calles camino de la carretera, respiró con satisfacción y supo que quizá no regresaría nunca más a esa localidad apartada.





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