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CANTERO, CAPÍTULO VI (PRIMERA PARTE)


Se avió con una alegría parecida a cuando era un chaval. Su madre le había sacado del armario el traje con la camisa blanca y la corbata, que solo se ponía en ocasiones señaladas. Una vez vestido, se contempló en el espejo y le gustó la imagen que reflejaba: recién afeitado, su piel demasiado oscura y requemada era más tersa y fresca en esos momentos del invierno. Unos días antes había acudido al barbero y a su pelambrera rústica, después del corte, se la podía, con paciencia, domesticar con un peine hasta dejar señalada una atenuada raya a la izquierda. Tomó el pañuelo limpió que en el último momento le ofreció su madre y lo metió en el bolsillo del pantalón de tergal. Su hermano también se había preparado y los dos salieron de casa cuando las campanas tocaban por segunda vez. Los vecinos iban todos en dirección a la iglesia. Al llegar se juntaron con el resto de mozos arremolinados debajo de los olmos. Se saludaron con afecto contemplando el atuendo de cada uno de ellos y charlando animadamente se intercambiaban bromas que eran reídas por la concurrencia, aunque pronto la conversación giró para comentar la cuestión atmosférica. El tiempo había cambiado; estaba húmedo y el deshielo se producía a buen ritmo; por las cunetas corría el agua; los charcos y barrizales en las calles obstaculizaban el paso, y más con la ropa de fiesta. Se notaba cierta pesadumbre al anticipar el fin de los días de holganza que habían disfrutado y pensar en la vuelta al duro trabajo en las canteras, aunque bien sabían que el entusiasmo regresaría en cuanto reiniciaran el labrado de la pieza que dejaron sin acabar.

Al oír el último toque con el esquilín, la conversación amainó para prestar atención a las mozas que en parejas o en grupos, engalanadas con sus más preciados vestidos, llegaban a la iglesia. Ellas solo se detenían en el atrio unos instantes, por lo que el paseíllo era breve. Cantero prestó atención a ver si distinguía a Andrea. La vio, acompañada de una prima, antes de subir las escaleras a la plazuela que rodeaba al templo. Esperaba al menos una mirada de ella, algo que le hiciera pensar que la llama de la pasión seguía viva. Era difícil distinguir esa individualización en sus ojos estando él perdido en el corro de mozos. Se apartó a un lado y cuando entró en el atrio pudo ver con claridad que ella desviaba la mirada del frente para con disimulo girar la cabeza a donde él se había colocado. No sonrió, pero adivinó un brillo vivo en sus ojos. Sin embargo, al percatarse de su vestido negro y su pelo recogido en un pañuelo del mismo color, sintió un dolor en lo más profundo de su ser. Se adelantó al resto y entró en la iglesia para averiguar el sitio en el que se sentaría la muchacha. Se aposentaron en un banco de la fila izquierda, cerca del púlpito. Conociendo su ubicación, subió rápido hacia la tribuna y se colocó en el banco primero. Permaneció de pie, apoyado en la barandilla que le protegía de caer al vacío, sin perder por un momento de vista a Andrea. Ella y su prima hablaban entre sí. Comprobó que alguna mujer se aproximaba a darle el pésame por la reciente muerte de su madre y creyó intuir otra mirada demasiado forzada para no ser intencionada hasta el punto en el que se encontraba.

Don Aureliano, exultante en el día de la patrona, observando que la iglesia y la ceremonia lucían como nunca, tras los desvelos de los días previos, comenzó la misa. Los feligreses se complacían y derrochaban satisfacción y alegría al ser partícipes de la celebración tan especial que estaban viviendo ese año. Cantero se encontraba contento también, pero mostraba una ansiedad amorosa que le inquietaba o lo aupaba emocionalmente a intervalos regulares. El ritmo monótono de la celebración se eternizaba sin que permitiera variar la postura de Andrea. Esperaba impaciente la comunión. No estaba seguro de que ella se incorporara para ir a comulgar, aunque confiaba en que así fuera, al ser reciente el fallecimiento de su madre. Se levantó y, cuando salió al pasillo central, intuyó una mirada al lugar de la tribuna donde él se encontraba. No estaba seguro, pero creyó que sí. En cambio, de regreso a su banco, tras la comunión, con los brazos cruzados y la cabeza bajada en señal de recogimiento, no percibió que desviara los ojos.

Antes de que finalizara la ceremonia y el sacerdote pronunciara el «Podéis ir en paz», Cantero se anticipó para ser de los primeros en desocupar el coro y salir de la iglesia por la puerta pequeña antes de que el sacristán abriera los dos grandes portalones para que la evacuación de los feligreses fuera más cómoda. Los mozos eran los primeros en salir, deseando la mayoría prender un cigarro cuanto antes. De nuevo se acercaron al cobijo de los olmos desnudos. Los chascarrillos y las sonrisas estaban presentes en sus bocas después del tormento de la misa, al que se sometían como primer eslabón de la cadena de acontecimientos que se sucederían en la jornada festiva. Cantero se colocó de nuevo en una posición que con discreción le permitiera vigilar a Andrea. Las mozas se demoraban en el interior del templo hablando entre ellas. Después de misa, ahora sí, se detenían en el atrio y saludaban a los familiares. Varias mujeres aprovecharon la ocasión para darle el pésame a Andrea, al mismo tiempo que la besaban. Los miembros de la junta de la cofradía, con su banda cruzada en el pecho, esperaban impacientes a que don Aureliano se despojara de sus hábitos eclesiales para acompañarlo hasta el salón de la asociación. Cuando sus amigos emprendieron la marcha, Cantero hubo de alejarse sin observar un detalle de la muchacha hacia él. No encontró ninguna excusa para permanecer delante de la iglesia. Aunque barajó distintas posibilidades, ninguna de ellas era tan sólida como para no ponerlo en evidencia delante de la muchacha y de los propios vecinos que no entenderían que no estuviera junto a los cofrades en el banquete. La privación de la presencia de Andrea le producía una congoja que temía pronto notarían los que le rodeaban, sobre todo en una ocasión tan alegre como la festividad de la Santa. Luchó por que sus zozobras íntimas no se manifestaran. Quizá por eso bebía con más ímpetu de lo habitual y hablaba más de la cuenta; muchas veces se percataba de que lo hacía sin ton ni son, aunque, en la algarabía general, los demás no lo notaran. Por momentos, lograba alejar la imagen de la muchacha y la preocupación agobiante que sabía le ahogaría todo el día. Durante el discurso, siempre breve, del cura a los cofrades, transmitiendo más con sentimientos que con palabras el cariño que sentía por ellos y recordándoles encarecidamente los compromisos y obligaciones que adquirían al pertenecer a la asociación, pudo entrever en el público invitado, niños y mozas, a la prima de Andrea. No esperaba encontrarla allí, debido a los rigores ligados al luto, pero parecía que se consolaba observando a alguien próximo a su persona. Era una idea descabellada la de intentar comunicarse con Andrea por medio un familiar; sin embargo, en esos momentos de silencio en los que absortos todos escuchaban al cura, su mente calibraba esa posibilidad. No creía probable que entre las dos chicas existiera un grado de confianza tal que hubiera permitido a Andrea sincerarse para contarle la breve relación mantenida con él. Sin embargo, Cantero escrutó el rostro de la muchacha con la intención de averiguar si esa comunicación había existido. Se mostraba alegre y parlanchina y en ningún momento pudo comprobar que lo mirase a él, por lo que llegó a la conclusión de que lo que había pasado entre ellos era un secreto no desvelado por ninguna de las dos partes.

Cuando el convite finalizó, el grupo de amigos se dirigió al primer bar del recorrido habitual. No se sentía con mucho ánimo para acompañarlos y, además, notaba los efectos de una ingesta de vino más alta de lo normal durante el convite; no obstante, se apuntó sabiendo que pasarían por delante de la casa de Andrea. Aunque consumía las correspondientes rondas en cada uno de los establecimientos, el alcohol no le afectaba más de lo que ya lo había hecho en el salón. Su lucha era que los de la panda no le notaran nada raro, por eso pedía de beber en cada una de las tabernas y charlaba y reía como uno más, pero su mente estaba en otro lugar. Sabía que era absurda la inquietud, porque era poco probable que pudiera verla. Sería demasiado atrevido que ella se asomara y contemplara con descaro cómo pasaban delante de su puerta. Un nerviosismo íntimo se apoderó de él cuando emprendieron la marcha en la larga calle que los llevaría a la taberna de El Cazador. A medida que se aproximaban a la vivienda dejó de oír las conversaciones de los compañeros y su atención se centró en las ventanas y la puerta de Andrea. La hoja superior de esta se encontraba abierta, pero una cortina impedía la visión del portal. Los cuarterones de las ventanas estaban entornados y unos visillos obstaculizaban ver lo que había en el interior. Con seguridad no estaría detrás de ninguno de ellos o de la cortina de la puerta espiando lo que sucediera en la calle, sino ocupada preparando la comida, pero él se la imaginaba pendiente de su deambular. Al recorrer la fachada y no observar ningún temblor en las telas ni detalle que delatara su presencia en el interior de la casa, se sumió en un creciente desánimo.

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