Se avió con una alegría parecida a cuando era un chaval. Su madre le había sacado del armario el traje con la camisa blanca y la corbata, que solo se ponía en ocasiones señaladas. Una vez vestido, se contempló en el espejo y le gustó la imagen que reflejaba: recién afeitado, su piel demasiado oscura y requemada era más tersa y fresca en esos momentos del invierno. Unos días antes había acudido al barbero y a su pelambrera rústica, después del corte, se la podía, con paciencia, domesticar con un peine hasta dejar señalada una atenuada raya a la izquierda. Tomó el pañuelo limpió que en el último momento le ofreció su madre y lo metió en el bolsillo del pantalón de tergal. Su hermano también se había preparado y los dos salieron de casa cuando las campanas tocaban por segunda vez. Los vecinos iban todos en dirección a la iglesia. Al llegar se juntaron con el resto de mozos arremolinados debajo de los olmos. Se saludaron con afecto contemplando el atuendo de cada uno de ellos y charlando animadamente se intercambiaban bromas que eran reídas por la concurrencia, aunque pronto la conversación giró para comentar la cuestión atmosférica. El tiempo había cambiado; estaba húmedo y el deshielo se producía a buen ritmo; por las cunetas corría el agua; los charcos y barrizales en las calles obstaculizaban el paso, y más con la ropa de fiesta. Se notaba cierta pesadumbre al anticipar el fin de los días de holganza que habían disfrutado y pensar en la vuelta al duro trabajo en las canteras, aunque bien sabían que el entusiasmo regresaría en cuanto reiniciaran el labrado de la pieza que dejaron sin acabar.
Al
oír el último toque con el esquilín, la conversación amainó para prestar
atención a las mozas que en parejas o en grupos, engalanadas con sus más
preciados vestidos, llegaban a la iglesia. Ellas solo se detenían en el atrio
unos instantes, por lo que el paseíllo era breve. Cantero prestó atención a ver
si distinguía a Andrea. La vio, acompañada de una prima, antes de subir las
escaleras a la plazuela que rodeaba al templo. Esperaba al menos una mirada de
ella, algo que le hiciera pensar que la llama de la pasión seguía viva. Era
difícil distinguir esa individualización en sus ojos estando él perdido en el
corro de mozos. Se apartó a un lado y cuando entró en el atrio pudo ver con
claridad que ella desviaba la mirada del frente para con disimulo girar la
cabeza a donde él se había colocado. No sonrió, pero adivinó un brillo vivo en
sus ojos. Sin embargo, al percatarse de su vestido negro y su pelo recogido en
un pañuelo del mismo color, sintió un dolor en lo más profundo de su ser. Se
adelantó al resto y entró en la iglesia para averiguar el sitio en el que se
sentaría la muchacha. Se aposentaron en un banco de la fila izquierda, cerca
del púlpito. Conociendo su ubicación, subió rápido hacia la tribuna y se colocó
en el banco primero. Permaneció de pie, apoyado en la barandilla que le
protegía de caer al vacío, sin perder por un momento de vista a Andrea. Ella y
su prima hablaban entre sí. Comprobó que alguna mujer se aproximaba a darle el
pésame por la reciente muerte de su madre y creyó intuir otra mirada demasiado
forzada para no ser intencionada hasta el punto en el que se encontraba.
Don
Aureliano, exultante en el día de la patrona, observando que la iglesia y la
ceremonia lucían como nunca, tras los desvelos de los días previos, comenzó la
misa. Los feligreses se complacían y derrochaban satisfacción y alegría al ser
partícipes de la celebración tan especial que estaban viviendo ese año. Cantero
se encontraba contento también, pero mostraba una ansiedad amorosa que le
inquietaba o lo aupaba emocionalmente a intervalos regulares. El ritmo monótono
de la celebración se eternizaba sin que permitiera variar la postura de Andrea.
Esperaba impaciente la comunión. No estaba seguro de que ella se incorporara
para ir a comulgar, aunque confiaba en que así fuera, al ser reciente el
fallecimiento de su madre. Se levantó y, cuando salió al pasillo central,
intuyó una mirada al lugar de la tribuna donde él se encontraba. No estaba
seguro, pero creyó que sí. En cambio, de regreso a su banco, tras la comunión,
con los brazos cruzados y la cabeza bajada en señal de recogimiento, no
percibió que desviara los ojos.
Antes
de que finalizara la ceremonia y el sacerdote pronunciara el «Podéis ir en
paz», Cantero se anticipó para ser de los primeros en desocupar el coro y salir
de la iglesia por la puerta pequeña antes de que el sacristán abriera los dos
grandes portalones para que la evacuación de los feligreses fuera más cómoda.
Los mozos eran los primeros en salir, deseando la mayoría prender un cigarro
cuanto antes. De nuevo se acercaron al cobijo de los olmos desnudos. Los
chascarrillos y las sonrisas estaban presentes en sus bocas después del
tormento de la misa, al que se sometían como primer eslabón de la cadena de
acontecimientos que se sucederían en la jornada festiva. Cantero se colocó de
nuevo en una posición que con discreción le permitiera vigilar a Andrea. Las
mozas se demoraban en el interior del templo hablando entre ellas. Después de
misa, ahora sí, se detenían en el atrio y saludaban a los familiares. Varias
mujeres aprovecharon la ocasión para darle el pésame a Andrea, al mismo tiempo
que la besaban. Los miembros de la junta de la cofradía, con su banda cruzada
en el pecho, esperaban impacientes a que don Aureliano se despojara de sus
hábitos eclesiales para acompañarlo hasta el salón de la asociación. Cuando sus
amigos emprendieron la marcha, Cantero hubo de alejarse sin observar un detalle
de la muchacha hacia él. No encontró ninguna excusa para permanecer delante de
la iglesia. Aunque barajó distintas posibilidades, ninguna de ellas era tan
sólida como para no ponerlo en evidencia delante de la muchacha y de los
propios vecinos que no entenderían que no estuviera junto a los cofrades en el
banquete. La privación de la presencia de Andrea le producía una congoja que
temía pronto notarían los que le rodeaban, sobre todo en una ocasión tan alegre
como la festividad de la Santa. Luchó por que sus zozobras íntimas no se
manifestaran. Quizá por eso bebía con más ímpetu de lo habitual y hablaba más
de la cuenta; muchas veces se percataba de que lo hacía sin ton ni son, aunque,
en la algarabía general, los demás no lo notaran. Por momentos, lograba alejar
la imagen de la muchacha y la preocupación agobiante que sabía le ahogaría todo
el día. Durante el discurso, siempre breve, del cura a los cofrades,
transmitiendo más con sentimientos que con palabras el cariño que sentía por
ellos y recordándoles encarecidamente los compromisos y obligaciones que
adquirían al pertenecer a la asociación, pudo entrever en el público invitado,
niños y mozas, a la prima de Andrea. No esperaba encontrarla allí, debido a los
rigores ligados al luto, pero parecía que se consolaba observando a alguien
próximo a su persona. Era una idea descabellada la de intentar comunicarse con
Andrea por medio un familiar; sin embargo, en esos momentos de silencio en los
que absortos todos escuchaban al cura, su mente calibraba esa posibilidad. No
creía probable que entre las dos chicas existiera un grado de confianza tal que
hubiera permitido a Andrea sincerarse para contarle la breve relación mantenida
con él. Sin embargo, Cantero escrutó el rostro de la muchacha con la intención
de averiguar si esa comunicación había existido. Se mostraba alegre y
parlanchina y en ningún momento pudo comprobar que lo mirase a él, por lo que
llegó a la conclusión de que lo que había pasado entre ellos era un secreto no
desvelado por ninguna de las dos partes.
Cuando
el convite finalizó, el grupo de amigos se dirigió al primer bar del recorrido
habitual. No se sentía con mucho ánimo para acompañarlos y, además, notaba los
efectos de una ingesta de vino más alta de lo normal durante el convite; no
obstante, se apuntó sabiendo que pasarían por delante de la casa de Andrea.
Aunque consumía las correspondientes rondas en cada uno de los
establecimientos, el alcohol no le afectaba más de lo que ya lo había hecho en
el salón. Su lucha era que los de la panda no le notaran nada raro, por eso
pedía de beber en cada una de las tabernas y charlaba y reía como uno más, pero
su mente estaba en otro lugar. Sabía que era absurda la inquietud, porque era
poco probable que pudiera verla. Sería demasiado atrevido que ella se asomara y
contemplara con descaro cómo pasaban delante de su puerta. Un nerviosismo
íntimo se apoderó de él cuando emprendieron la marcha en la larga calle que los
llevaría a la taberna de El Cazador. A medida que se aproximaban a la vivienda
dejó de oír las conversaciones de los compañeros y su atención se centró en las
ventanas y la puerta de Andrea. La hoja superior de esta se encontraba abierta,
pero una cortina impedía la visión del portal. Los cuarterones de las ventanas
estaban entornados y unos visillos obstaculizaban ver lo que había en el
interior. Con seguridad no estaría detrás de ninguno de ellos o de la cortina
de la puerta espiando lo que sucediera en la calle, sino ocupada preparando la
comida, pero él se la imaginaba pendiente de su deambular. Al recorrer la
fachada y no observar ningún temblor en las telas ni detalle que delatara su
presencia en el interior de la casa, se sumió en un creciente desánimo.
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