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UN ENTIERRO GRANDÍSIMO

Un entierro grandísimo

«Cuando saco punta a mi lapicero con la navaja, el cielo y la tierra y el mar lejano empiezan a estremecerse».

Amanecía. Aún la luz no penetraba por las ventanas, pero ya habían pasado los coches que se dirigían a la fábrica. Poco a poco, los síntomas del despertar se hacían presentes aun sabiendo que su presencia provenía de una lejanía de apatía y maldición. A esas horas, y en ese tiempo, casi todo el mundo se encuentra bien en la cama. Los rigores climatológicos imponen su ley hasta a los más madrugadores. Hay que pensarlo mucho antes de saltar del lecho estando tan caliente. Llega un momento en el que el sueño ya no sirve de evasión ni de limbo, pero la vigilia es más agradable esos días, sobre todo si es de madrugada. De todas formas, ahí están a fuera los perros, muertos de frío, que ladran; ahí se encuentran las vacas hartas de tanta humedad y vaho gélido; ahí estáis vosotros reprochándoos vuestra desgana y señalando perentoriamente la obligación.

El hielo penetra hasta la alcoba a través de las gruesas paredes. La escarcha se filtra hasta atravesar el sobrado para caer sobre vuestra cálida piel. El viento del norte es una guadaña que siega vuestro cuerpo por la mitad. ¡Qué difícil y cruel es despertar! A la noche oscura y negra le espera una palangana blanca con agua demasiado cristalina. ¡Hay que madrugar! Todo el mundo debe trabajar, aunque solo tengas que levantarte a encender la lumbre y poner un puchero de patatas para comer a mediodía.

¡Hay que madrugar!

—¿Es qué no te vas a levantar?

Se han de levantar.

La luna encadenada a la noche abovedada no desaparece hasta que el guardián sol no toma el mando de sus rayos invisibles e ineficaces en un paisaje que no necesita de sus servicios y que se mofa de su fecundidad.

—¿Has puesto la lumbre?

Las chimeneas vomitan humo blanco de verdes chaparros y hojarasca rebozada en paja.

—¿Estás poniendo la lumbre?

 Crepita la hojarasca y chirría la paja en su sacrificio baldío. Es un calor maldito e inservible. Al principio no se aguanta y en seguida se pasa; solo sirve para preparar unas sopas y una tortilla que requiere paciencia y no mucha hambre.

—¡Que te calles, hostias!

La tierra está helada, toda ella forma un bloque indivisible. ¿Hay algún lugar donde se hielen las piedras?

—¡Qué jetuño tienes!

Está bien. Levantaos.

Coge la escoba y barre las losas frías, esas lápidas que pisáis desde que nacéis hasta que la venganza de ellas es la definitiva. No os merecéis otra cosa: un sarcófago, una tumba de piedra de la que no podáis salir.

—¿Has puesto la lumbre? Voy a poner la leche y a llamar a los muchachos.

No podía ser de otra manera. La muerte no proviene en la tormenta ni en el vendaval, sino en un amanecer sereno y con una helada inmisericorde.

Abrís la puerta seguros de que no vais a encontrar a nadie, pero es un rito ingénito a vuestra maldición: es necesario madrugar, que la casa esté abierta, aunque no salgáis ni entre ninguna persona. Por lo menos que la puerta esté entornada. Nadie pasa, pero tenéis que estar dispuestos a una improbable llamada proveniente del tirano trabajo: ¡Qué condición, Señor!

Doblan las campanas. Din…, después, don…

El sonido va penetrando por casa; primero se oyen levemente; cuando pasa un instante, se identifican sin dudas. Es un estremecimiento que recorre el cuerpo para terminar en las piernas en un tic. Los murmullos y hablas a media voz reinarán durante todo el día.

Din… Don… Din… Don…, después, el esquilín. Din… Don…

Desde la torre se anuncia la muerte, nunca la vida.

—Están doblando,

—¿Por quién será?

—No sé.

—Serán por la Candela.

—Seguramente. Ayer la trajeron a morir. No tenía remedio.

Vuelves a entrar.

—¿Por quién son las bajás?

—Serán por la Candela.

Sentís pena por la difunta y sentís pena por vosotros mismos. Las muertes estremecen sobre todo cuando son por la mañana y estáis solos. No importa quién sea, pero este caso aún os aterra más. Es mejor no hablar, por lo menos ahora. Cuando vuelvas a salir ya habrá pasado todo, no recordarás nada y empezarás a conversar y, posiblemente, a rezar, pero será inútil, solo confirmarás la triste y desnuda apatía de tus sentimientos perdidos y fraudulentos.

Oyes hablar.

— ... se murió de madrugada»

—¿Por la Candela?

—Sí.

—¡Dios la tenga en su Gloria! En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

—Pobrecilla. ¡Tan joven y ya ves!

—¿Era de tu tiempo?

—Un año mayor.

—Al fin y al cabo, mejor. La pobre ya no tenía remedio y estaba sufriendo mucho, así que gracias a Dios que se la ha llevado.

—¡Pues, sí! Para sufrir ella y sufrir los demás…

—Estas cosas cuanto antes terminen, mejor para todos.

—¿Cuándo es el entierro?

—Será mañana.

—Tendrán que venir los hermanos...

—Despierta a los niños para que vayan a la escuela.

—Es la Candela. Cuarenta y siete, de mi tiempo.

—Ya me lo dijo el otro día Pedro: “Es mi hermana, pero según está, cuanto antes, mejor”.

Cuando el sol se despereza y logra situarse en el culmen de su apogeo majestuoso, la pólvora parlotea y cual murmullo que va conquistando el ámbar nacarino de mandíbulas desdentadas y atrofiadas, todos al unísono se enteran del evento que les apartará por un día de sus quejas atmosféricas o de la envidia encubierta en sus chismorreos.

—Ya decía yo que esta mañana había oído un coche que bajaba y se lo dije mi mujer: ¡Quia, esa es la Candela!

—Pues dicen que eso del cáncer lo tenemos todos.

—¡Anda, a ver! Igual que la apendi. A uno se le desarrolla y a otros, no.

—Son como bichos.

—¡Digo yo!

—Pues llevaba ya tiempo con ello.

La vida continúa. Tienen que hacer el hoyo. Se encargan los familiares más alejados o los amigos.

—¡Hostias! ¡Cómo está la tierra!

—Nos vamos a ver negros. ¡Vaya helada!

—¿Tenéis las llaves del depósito?

—Sí. Hay herramientas para todos.

—Lo abrimos en la tumba de abuela Pancracia, han dicho, ¿no?

—¿Sí? ¿Cuánto hace que murió la tía Culebrera?

—¡Vete tú a saber!

—Vamos a chiscar un poco lumbre, si no, nos arrecimos.

—Quia, ahí viene Alfredo con aguardiente.

—¡Buenos días! ¡Vaya una que ha caído!

—Ya lo creo.

—Vamos a entrar en calor. Trae la botella.

—¿Queréis un bollo?

—Vamos a tener que sudar aquí.

El trabajo envilece y alcoholiza la pobre mente de la gente. Los callos son aislantes de una sangre que cada vez se aleja más de la piel.

—En todo trabajo se bebe y se fuma.

—Vamos a echar un trago y que se joda el amo.

Siempre hay mujeres dispuestas a amortajar.

Una gente que es incapaz, y con orgullo, de comunicarse a no ser cuando están decrépitos y sordos sabe acompañar en los velatorios toda la noche de una forma clarividente y consensuada para que haya siempre algún vecino con la familia en la postrera siesta encandilada. Las palabras no sirven, los rosarios son la música y la letra; es el momento de cubrir lagunas en las relaciones que no son tales, sino fórmulas imprescindibles de una reconciliación efímera.

—¿Hay mucha gente?

—No faltan. ¿Ahí anda Mitojo?

—Es temprano aún; seguro que de madrugada hay menos.

—Ya sabes, al que más o al que menos no le falta qué hacer por la mañana.

—¿Tienes muchos bichos?

—La mayoría están secas. A últimos paren dos. Un cántaro y medio echo al lechero.

—Está el campo de pena. ¡Hay que joderse, sin llover desde…!

—Aquí no vale, no hay ni primavera ni otoñá.

—Creo que ha subido la carne.

—No está mal. El otro viernes se vendieron bien los chotos.

Una gente que suele olvidar la amistad sincera de una infancia y juventud breves, después de varios años casi sin intercambiar palabras, se encuentra en estas circunstancias luctuosas sin quedarle más remedio que entablar una superficial charla que, a unos ojos poco escrutadores, podría deslumbrar, pero no hay engaño posible y vosotros lo sabéis bien que, si podéis evitar el encuentro con alguien, no dudáis en rodear para llegar a vuestra casa. No os interesa cómo les va la vida. Os importa un bledo. Tan aislados estáis y tan bien os encontráis, que os marcháis al campo el domingo para no encontraros con nadie, descontentos del demiurgo hacedor de vuestras vidas por haber establecido un día de descanso.

—Tú, como siempre, de madrugada.

—Anda, es cuando menos gente hay y es cuando más lo agradecen.

—¿Estáis rezando el rosario?

—Hija, yo ya llevo tres. ¿Qué vamos a hacer?

 —Era tan joven… bueno, y menos mal que los hijos son grandecitos.

—¿Están las novias?

—Han estado, pero se habrán ido.

—¿Qué tal Perico?

—Hace mucho que no viene. Ya sabes, con los niños pequeños…

— ... y los viajes.

—Pues, sí. . . Mira, ahí entra la tía Berta. Las de siempre.

—Voy a ver si se viene la Teodomira y nos vamos, que ya tengo frío.

Vuelven a doblar las campanas, primeras, segundas y última. Toda una hora larga anunciando que el cuervo está preparando su festín y para recordar lo negro, lo seco, el golpe, los clavos… No se oye nada por el pueblo, ves movimiento, la gente deja de trabajar para acudir al entierro, pero no se oye nada. Son espíritus pardos que se preparan para enterrar.

—Le acompañó en el sentimiento.

—Gracias.

—Le acompaño en el sentimiento,

—Gracias.

—Le acompaño en el sentimiento.

—Muchas gracias.

—...un entierro grandísimo.

 


  

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