La pocilga
Como
perro vagabundo que husmea en busca de alimento o de una mano que lo acaricie,
salía antes de finalizar la hora de siesta y deambulaba por las calles
solitarias buscando la sombra de las casas. No eran muchos los destinos o
puertas a las que llamar, so pena de que lo despacharan con cajas destempladas
por no respetar las horas de descanso en las largas jornadas estivales.
Remoloneaba molestando con un palo a las lagartijas que se torraban en los
poyos, o escarbando en busca de algún ermitaño caracol en las partes húmedas de
las cunetas. Tardaba en acercarse, pero sabía con certeza que sus pasos
indecisos lo remitirían a la casa de la Teodora. Llegaba cuando los vecinos se
desperezaban y arrojaban el agua de la palangana con el que se acababan de
espabilar de la somnolencia insatisfecha con la corta siesta que reconfortaba
sus castigados cuerpos en esa temporada en la que las canteras eran un infierno
y las jornadas en el campo recolectando la cosecha no tenían principio ni final.
Los veía alejarse, temeroso de que alguno lo agarrara y lo arrastrara a esos
trabajos infames. Cuando las calles volvían a la cansina rutina de las tardes
luminosas, se animaba a cruzar el umbral de la puerta entreabierta.
—¿Está
José? —preguntaba al corro de chicas sentadas con su costura.
No
sabía lo que quería: si que estuviera su amigo o que hubiera desaparecido. En
realidad, lo que deseaba era que no se encontrara en casa; si se hallaba
tendría que jugar con él y lo cierto es que se aburría porque no se involucraba
en el divertimento. Sin embargo, también temía que le dijeran que había salido,
ya que entonces no le quedaría más remedio que enfrentarse a sus deseos: estar
en compañía de las tres chicas mayores que él. Dos eran primas; la otra, Puri,
una vecina. Un detalle que admiraba era que, como le sucedía a él, no sentían
la irremisible fuerza del sueño en esas horas de digestión. Su madre le
ordenaba que se acostara en la alcoba para no interrumpir el descanso del
padre, pero meterse en la oscura habitación era como enterrarse vivo en la
penumbra en el momento más luminoso del día. Su mente no paraba de dar vueltas
porque no le entraba sueño y acababa por escabullirse en silencio hasta la
calle solitaria en la que él se sentía el monarca de un reino deshabitado.
—Pasa,
Pedrín —le respondió Casilda, la hermana de su amigo.
Su
temor se cumplía. En casa solo estaban ellas. No era necesario que dijeran
dónde se encontraban los demás. Se adentraba en el portal fresco. Las tres no
levantaban la mirada de la labor.
—¿Qué
pasa? ¿Te da miedo? —lo seguía animando Irene, la prima, a que no se quedara en
medio de la puerta.
Se
coló hasta situarse en el centro de la habitación. Las vio en escorzo
concentradas en su tarea y silenciosas, como si hubiera interrumpido la
conversación que mantenían. No sabía qué decir. Miró alrededor, percatándose
por primera vez de lo que había en el portal: la cantarera y el largo escaño en
el que el padre acostumbraba a echarse la siesta arropado con una manta de
Béjar que había sido doblada. Se sentó en la esquina contraria a donde se
encontraba el ropaje.
—¿Te
ha comido la lengua un gato? —le reprochaba Irene, la más lenguaraz de las
tres.
Puri
sonreía levantando la mirada de las agujas con las que tejía para volverla a
fijar en las varillas, temerosa de confundirse con las cuentas de las puntadas.
Irene
cosía unos corchetes a una falda colorida. Conocía bien esa prenda. Su mano
había explorado los muslos de la muchacha en alguna ocasión apartando esa
prenda. Todas las noches le mandaba su madre al caño. Tomaba el carretillo de
madera con cuatro huecos para los cántaros y se dirigía a la fuente. Esta tarea
le suponía no poder jugar a la malla en las eras o perderse la tertulia con los
amigos, y por eso renegaba de la mala suerte de ser el mayor y asumir muchas
responsabilidades en la familia. Mientras iba a la fuente le albergaba el mismo
temor que le asaltaba cuando se dirigía a la casa de la Antonia: sufría con la
expectativa de no encontrar allí a Irene o de que hubiera otras personas
esperando a llenar sus cacharros; pero también temía si estaba, porque sabía
que, si la ocasión era propicia, se dejaría meter mano. Disfrutaba acariciando
sus tetas y sus muslos, pero acababa cansándose pronto y no sabía qué hacer
después ni qué decir. En todo caso, le gustaba más palpar sus mulos; el pecho
descomunal le infundía temor y tenía la impresión de que era inabarcable. Lo
tentaba un poco por abajo, sin embargo, la gravedad de la masa era demasiada
para su mano pequeña. Por eso abandonaba esa parte del cuerpo y aproximaba la
mano a sus muslos suaves. No osaba rozar las bragas. Si por casualidad sus
dedos tocaban la tela de algodón, los apartaba como si recibiera una corriente
estática. En ese instante retiraba la mano de la pierna. También, cuando
alguien paseaba por la carretera, desarmaban la unión y aparentaban una charla
trivial para entretenerse mientras los cántaros se llenaban con el minúsculo
caudal del caño. Una vez pasado el peligro, Irene se ofrecía para continuar
dejándose magrear, pero llegaba un momento en el que ya no encontraba deseo.
Por no parecer descortés volvía a buscar entre su falda los muslos blandos y calientes,
pero pronto su mano sudaba y ya no le parecía tan agradable. Cuando los dos
regresaban con la carga de agua, la muchacha saludaba con energía a los
vecinos, sentados en sus poyos, que tomaban el fresco. El chico llevaba la
cabeza echa un lío: no sabía si se sentía satisfecho, o si el remordimiento no
le acarrearía pesar, por creer que lo que acababan de hacer no estaba del todo
bien.
Esa
ambivalencia permanecía en esos momentos en los que sentado en el escaño
observaba a las tres muchachas aplicadas en sus puntadas, jaretas, fruncidos…
—Parece
que estás muy callado hoy… —continuaba indagando Casilda sobre su mutismo.
Un
no débil se escabulló entre sus dientes mellados.
—Algo
te pasa... —Le molestaba que se metieran con él.
Las
otras sonreían y también lo azuzaban para que les diera conversación. Con
timidez se aproximó a ellas. Las tres vestían faldas y blusas. El escote de
Casilda permitía al muchacho observarle el pecho. Lo contemplaba con disimulo.
—¡Pero
será atrevido el niño! —exclamó Casilda al estar segura de que no paraba de
mirarle las tetas.
Se
puso colorado, pero negó la conducta que le atribuía.
Casilda
hacía como que se sorprendía, no obstante, su cara era divertida, al igual que
la de las otras. Las tres se lo pasaban bien con el mocoso. En vez de
recatarse, provocativa, Casilda lo animaba a que se acercara y posara sus manos
en el seno. Irene aparentaba escandalizarse con el atrevimiento del muchacho
sin desanimarlo al decir ¡Ay, Jesús, María y José! ¡Diablo de chico! Puri dejó
de hacer punto y con los ojos muy abiertos contemplaba la escena al tiempo que
esbozaba una alargada sonrisa. Casilda lo atrajo hacia sí agarrándolo del
brazo. Él ponía una resistencia insuficiente para que al final acabara pegado a
su cuerpo. Él contemplaba su pecho desde arriba. Veía el canal que separaba
cada una de las mamas permitiendo adivinar en el fondo del valle el ombligo.
Una de las manos de ella se dirigió a la pelambrera pelirroja del muchacho y se
la revolvió.
—¿Te
atreves hacerlo? —lo desafió.
Irene
se alborotaba más aún con el espectáculo. La mirada de Puri, un poco ajena, sin
embargo, denotaba interés en que continuara la escena. El muchacho no sabía
cómo interpretar la invitación. Intuía que podía estar de chufla para reírse de
su inocencia. Con lo que no consentía era con que lo tomaran por un cobarde.
—¿Vamos
a la alcoba? —La hermana de su amigo se había levantado de la silla y tiraba de
él hacia la sala en la que se hallaban los dormitorios, tan solo separados del
resto del espacio por una cortina.
Por
un momento resistió el embate al pensar en el lugar en el que se iba a encerrar
con la muchacha. En la sala había una mesa de madera barnizada con un tapete
central de ganchillo y cuatro sillas repartidas en cada uno de los lados. La
estancia, a pesar de que las cortinas de encaje se hallaban corridas, estaba
más iluminada que el portal. Conocía la casa. Se imaginaba las dos alcobas
situadas al entrar en la pared de la izquierda. En ellas había dos camas altas.
En la primera dormía su amigo y en la del fondo, en una grande, la hermana.
Había visto esa cama femenina grandiosa: limpia y con aroma a mujer. Era allí
donde lo quería llevar Casilda.
—No,
¡vamos a la pocilga!
Casilda
se sentó al oír la contraoferta y las otras estallaron en carcajadas. Para él,
el disentimiento era incomprensible, porque, convencido ahora sí de que quería
hacerlo con la muchacha, era la prueba de que la propuesta de acostarse con
ella no iba en serio.
—Pero,
¡cómo vamos a meternos en la pocilga! ¡Tú estás tonto! —seguía reprochándole—.
Vamos a la alcoba, que allí estamos mejor.
Todas
eran excusas para él. No imaginaba ver a la muchacha con esa luz de la sala
iluminando su desnudez. No podría soportarla.
—No,
no, en la pocilga —insistía convencido de que allí se saciarían por completo
ambos deseos.
También
conocía el corral de la casa de las ocasiones en las que jugaba con su amigo.
Hacía muchos años que no cebaban un marrano. La pocilga se encontraba debajo
del gallinero y estaba seca y limpia, pero con un aroma animal que despertaba
su pasión. Le daba el sol de la tarde y por su tosca puerta de madera, por
alargadas rendijas, se colaban los rayos tenues que creaban la atmósfera etérea
de locura amorosa que encandilaría el ansia de que el cuerpo de Casilda fuera
suyo.
Los
dos se pusieron tercos durante un poco más de tiempo; sin embargo, al final,
las tres estaban de acuerdo en que la pretensión del muchacho era una
cabezonería ridícula y, a pesar de su insistencia, retomaron la costura. Por un
momento, se le pasó reconsiderar la invitación de entrar en la alcoba y ceder,
pero no se atrevió.
Desde
esa tarde ya no volvió a buscar su compañía, aunque cuando pensaba en Casilda
se arrepentía de la oportunidad que había perdido de estar con ella, si bien,
no era una desazón inquietante. Lo siguieron queriendo como el muchacho vivo
que era. Con el tiempo, la prima se marchó del pueblo. La hermana de su amigo,
pasados unos años, se casó. Nunca sus experiencias amatorias fue un impedimento
en el trato normal entre ellos. Seguramente, Casilda pensaría que el muchacho
era aún un niño que no recordaría esas experiencias. Él contribuía a que
creyera eso cerrándolas en un blindado olvido que sellaba con placer y hastío. Sin
embargo, cuando se cruza con Puri, la amiga de las primas, los dos bajan la
mirada y se ruborizan.
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