La gorra
El
niño esperaba un momento de intimidad con su madre. Sus hermanos dormitaban; su
padre se hallaba en el trabajo. Le pedía que le enseñara los recuerdos, que le
mostrara la cubertería de plata que les regalaron al casarse, que le sacara las
fotografías del viaje de novios, que rescatara del baúl la gorra de cuando su
padre cumplió filas. La tiraba de la falda con insistencia para apartarla de la
cocina; pataleaba para que no se fuera a lavar o a atender a los animales al
corral. Siempre con la misma persistencia por parte de él y con igual negativa
por parte de ella. Encontraba la disculpa oportuna para desviar su atención o
para postergar el cumplimiento de su deseo, esperando en vano que su obsesión
desapareciera.
La
desesperación del niño era desconsoladora. Cada vez que se quedaba al cuidado
de su hermano, una vez que lo sentaba sobre la manta extendida en el suelo y
lo rodeaba de juguetes con el fin de que se entretuviera solo, se dirigía al
armario. Sacaba con cuidado las ropas amontonadas para llegar a los rincones
oscuros en busca de las fotografías o de la gorra. No encontraba nada. Volvía a
colocar la ropa con cuidado para que la madre no se percatara de que había
estado hurgando. Después del sofoco causado por la operación, si el hermano
continuaba sin reclamar su atención, regresaba a la alcoba y volvía a abrir la
puerta del armario y a sacar de nuevo la ropa dudando de que con anterioridad
hubiera mirado en todos los recovecos. Se aseguraba de que no estuvieran
escondidas entre las prendas. Desesperado por no encontrar nada, recolocaba lo
que había sacado. Su madre se percataría de que había revuelto el armario. ¿En
busca de qué? Mentiría diciendo que él no había sido, o aceptaría la fácil
explicación de la madre de que había rebuscado caramelos.
Otra
tarde, en vez de revolver el armario, subiría al desván a buscar la cubertería
de plata. El arca que inspeccionaba era vieja y estaba llena de mantas y
ropones en desuso. El polvo la cubría y de sus esquinas se asían telarañas.
Alzaba la tapa con cuidado de que no se desvencijara. La sujetaba con una mano,
mientras con la otra levantaba las sucesivas capas de tejidos. Llegaba al final
sin dar con la cubertería. Estaba seguro de que su madre le había dicho que se
hallaba allí, sin embargo, no era capaz de encontrarla. La tapa se quedaba peor
encajada cada vez que buscaba en su interior, pero no temía que su madre se
percatara de la manipulación, pues no subía por el sobrado con frecuencia.
Había ascendido las escaleras con la ilusión de que esa vez sí que descubriría
los cubiertos, pero bajaba decepcionado, no sabía si a causa de su ceguera o a
la mentira de su madre. Muchas veces le pidió que en días señalados sacara las
cucharas y tenedores de plata para olvidar por unos momentos los que utilizaban
a diario, opacos, grises y deformados. Nunca lo complació. Siempre había alguna
justificación para seguir comiendo con los desgastados cubiertos que se
apilaban en el cajón de la mesa de la cocina.
Con
todo, lo que más excitación le causaba era cuando su exploración se dirigía al
baúl negro remachado con latón dorado, donde su madre le aseguraba que
reposaban las prendas que el padre había traído como recuerdo del tiempo del
servicio militar. Al baúl de la alcoba se aproximaba temeroso porque, en
realidad, lo que más ilusión le hacía era encontrar estas reliquias. Era el
mueble en el que había buscado con más desesperación y donde había cosechado
los mayores fracasos. Era el espacio más laberíntico para encontrar lo que
perseguía. Lo había intentado tantas veces, que no comprendía cómo era posible
no haber dado con ello.
Le
preguntaba a su madre qué donde había hecho el padre la mili, si guardaba la
gorra o una camisa caqui. Ella respondía que sí, sin entrar en muchos detalles,
siempre con la esperanza de que algún día se le olvidase la cantinela.
El
muchacho se conformaba con calarse la gorra de aviador que le había regalado su
tío. Le gustaba esa prenda azul que, sin embargo, le resultaba extraña en esa
tierra alta. Se la calaba en casa, pero nunca salió con ella a jugar a la calle
para que se la vieran sus amigos. La colgaba de un clavo en la subida al
sobrado. La observaba suspendida de la larga punta y se la calaba en la cabeza
unos minutos, pero otra vez la colocaba en su sitio. Más que un consuelo, era
un acicate para conseguir la gorra de su padre, que su madre le repetía debía
andar por el baúl dorado de la alcoba. Confiado en su palabra, esperaba con
paciencia la tarde en que la madre saliera a lavar, para una vez más indagar en
la ciega habitación. Esperaba que esa vez sí daría con la prenda, pero no
aparecía confundida entre retales, sabanas remendadas, chaquetones, jerséis
viejos, camisas descoloridas, fajas flojas, calcetines de basta lana…
Era
tanta su obsesión, que soñaba con sus mismos afanes. Lo que no hallaba en la
realidad mísera de su infancia, lo encontraba en sus devaneos nocturnos. Por
fin daba con la caja con su tapa de terciopelo en la que se inscribía con
letras doradas unas palabras que aludían a la felicidad celestial. Dentro se
hallaba la cubertería brillante protegida por un paño gris perla. La gorra
militar se mostraba con la visera tersa y la hebilla de la correa reluciente,
como si nunca hubiera sido usada en las faenas militares. La tomaba nueva y se
la calaba durante unos instantes. Salía con ella en dirección a la luna del
armario para mirarse. Se la ladeaba para que su figura no pareciera tan seria,
o se la echaba hacia atrás para que luciera su frente. Saludaba llevando la
mano derecha hasta la sien en posición de firme y la bajaba con una sacudida
marcial. Satisfecho con haberla encontrado, la devolvía al baúl dorado donde su
madre la escondía. Durante unos días la felicidad le colmaba de paz, no
sabiendo si su dicha era consecuencia de haber encontrado realmente la prenda o
por haberlo soñado. No preguntaba a la madre por los recuerdos, con la
certidumbre de que los localizaría con seguridad sin que necesitara su
confirmación. Sin embargo, llegado el momento de su indagación, la
incertidumbre de si volvería a hallar la gorra le devoraba la quietud, mientras
revolvía entre las prendas tan bien conocidas sin descubrirla. El fracaso era
mayor porque se sentía engañado por sus propios sueños y por su madre.
Se
le pasó por la cabeza preguntar a su padre. ¿Dónde había hecho la mili? Suponía
que había servido en el ejército de tierra. ¿Si se había traído la gorra de
recuerdo? No le había oído hablar de sus experiencias castrenses; nunca se
atrevió a sacar el tema. Era un secreto paterno que solo podía descifrar por
mediación de la madre. Y esta le daba largas, esperando que algún día creciera
y se olvidara de la gorra y de dónde hizo su padre la mili.
Siguió
soñando que encontraba la gorra y por unos momentos saboreaba con orgullo las
hazañas militares de su padre y él mismo se imaginaba con un fusil marchando
junto a otros soldados formando una gran tropa que avanzaba abarcando un ancho
frente y levantando polvo al desfilar y lanzando gritos de exaltación. Después,
exhausto, depositaba la prenda en el baúl dorado en el que no la encontraría
cuando con ahínco acudía despierto a buscarla.
Acabó
por no preguntar a su madre por la gorra ni por las fotografías de la mili de
su padre; tampoco volvió a insistir en que le dijera dónde escondía la
cubertería de plata, pues un día la descubrió olvidada en un basar. La caja de
terciopelo rojo estaba llena de polvo y los cubiertos morroños se habían
desencajado del hueco en el que las gomas ya rotas los habían sujetado.
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