El remate
Han transcurrido muchos años desde que mi
infancia acabó. Sigo sin saber lo que sucedió en uno de los pocos episodios
desagradables que recuerdo de mi infancia. Mi madre me castigaba con frecuencia,
pero en esa ocasión no lo hizo y nunca ha sacado a relucir en las reuniones
familiares ese bochornoso hecho de mi vida.
Me desperté poco a poco. Echado en mi cama
de la alcoba, me encontraba desorientado. Había pasado media tarde, pero no
recordaba haber comido ni que me hubiera echado para aliviar la modorra, pues
nunca dormía la siesta, menos un domingo. Porque era domingo. Fui hilando unos
detalles con otros, mientras desde la cocina me llegaban retazos de la
conversación de mis padres que, extrañamente, no era alterada; más bien, me
percaté de que habían aumentado el volumen para que me sirviera de aviso de que
era el momento de despertar. Aguanté con los ojos cerrados aparentando que
prolongaba el sueño con el propósito de retrasar la regañina. Mientras tanto,
lo que había sucedido se fue presentando en fragmentos que no siempre lograba
unir con cohesión.
Antes de ir a misa, había realizado las
tareas de la mañana. Había sacado la basura del establo, había llevado las
vacas al abrevadero y desde allí al prado. Pasadas las once, comencé el aseo
semanal. Me lavé en la palangana y me cambié de muda. Mi madre nos había sacado
la ropa de domingo dejándola encima de la cama. Nos revisó cuando nos
vestíamos. Me dijo que me peinara, pero incapaz de arreglarme la cresta de la
nuca, me sujetó y con el pelo mojado, me repeinó hasta doblegar por unos
instantes mi pelambrera pelirroja que tanto me costaba aceptar. Buscó el
monedero y me dio la propina y unas perras gordas para echar en la bandeja,
cuando salieran a pedir en misa.
—Y, después de misa, hay convite en el
ayuntamiento. ¡A ver si no vais a ir! —me advirtió para que los amigos nos
espabiláramos y no despreciáramos la ocasión de degustar algún dulce que se
ofrecía gratis a los vecinos.
La propuesta me desazonaba porque el
convite conllevaría la imposibilidad de jugar con libertad con los amigos,
pero, por otra parte, degustar unas galletas era también una propuesta
interesante. No pensé mucho en el asunto, porque asistir no dependía solo de mí
y cuando saliéramos de misa, entre todos, decidiríamos.
Lo del remate, por otra parte, me
inquietaba. No sabía con certeza qué era, pero me sonaba a algo administrativo
y tedioso, como si antes de comenzar el festín hubiera de soportar un largo
proceso de aburrido debate entre los mayores hasta que se pusieran de acuerdo.
Yo era el más pequeño del grupo de amigos y fueron estos los que me aclararon
en qué consistía. Me dijeron que, en ese remate, en concreto, se ofertaban
varias arboledas para aprovechar los pastos y que los interesados en
explotarlas durante un año habían ofrecido un número de cántaras de vino y de
cajas de galletas. El que más hubiera mandado, se quedaría con ellas. Después
se invitaba a los vecinos al salón del ayuntamiento para celebrar un pequeño
festín. Los primeros que acudían eran los ganaderos que habían pujado; después,
todos los hombres que quisieran. Se permitía también la entrada a los niños a
esta reunión y a cualquier otra que se celebrara. Éramos los primeros en
situarnos cerca de la puerta antes de que se abriera el local. Acudíamos y
tomábamos un puñado de galletas y, después, salíamos a jugar hasta la hora de
comer.
Había varios convites a lo largo del año,
no solo de remates de otras propiedades del ayuntamiento, como dehesas, prados
o tierras, sino también de cofradías en cuyas reuniones participaba todo aquel
que quisiera asistir; los primeros, como de costumbre, los muchachos.
Presentaban la ventaja de conseguir algún dulce, pero no siempre estábamos
seguros de que la golosina que nos daban mereciera más la pena que jugar a
nuestro libre albedrío sin estar sujetos a las miradas inquisitorias de los
mayores.
Los alguaciles habían llenado de las
garrafas los cuartillos con los que servían vino a los concurridos, sentados en
los bancos bajos de madera pegados a las paredes del salón. Las cajas de las
gordas galletas María habían sido repartidas en mesas donde los muchachos
fuimos los primeros que metimos las manos para sacarlas llenas. Lo habitual era
saludar si había algún familiar, pero, si no era así, salíamos ya que no
pintábamos nada allí. Por eso me extrañó lo que ya solo vislumbraba entre las
tinieblas de unos recuerdos confusos. No sabía si era el único que me había
quedado en la reunión o me acompañó algún amigo mío más. Alguien me llamó y
debí resultar gracioso al grupo de mayores. Me animaron a que siguiera hablando
provocándome con sus picardías, hasta que uno me dio a beber un vaso de vino.
Lo recordaba porque me incitaron a que lo pasara de un trago. Después del
primer sorbo ingerido con oculto asco para demostrar mi valentía y que era
capaz de beber igual que ellos, no recordaba más. Levemente rememoraba una
euforia desbordada y mi cantarina voz respondiendo a las provocaciones,
creciéndose creyendo que estaba saliendo airoso del envite…
Recordaba eso. A partir de ahí, hasta
despertar aturdido en mi dormitorio, lo sucedido era una incógnita. Estaba
claro que me había emborrachado, que hubo un momento en el que empezaría a
notar sensaciones extrañas y que me separaría del grupo al que divertía con mis
ocurrencias. Tal vez no se percatarían de los efectos que el vino me estaba
causando. O, a lo mejor, sí, y siguieron hasta que me vieran ebrio por
completo. No recuerdo el rostro de todos ellos, pero sí, el del mayor
provocador: una cara redonda de la que le colgaban las carrilleras; unos
obscuros y anchos orificios nasales por los cuales el aire entraba con
dificultad, por eso recuerdo la sensación asquerosa de su fatiga cuando con
sarcasmo se dirigía a mí. Se sentía satisfecho de haberme embriagado. Lo odié
ya toda su vida hasta que murió. Aún su recuerdo me resulta repugnante.
Quizá fue al verme alguien bajar
titubeante las escaleras desde el salón de plenos hasta la calle el que
advirtió que algo raro me sucedía. Es posible que se dirigiera a mí y no
respondiera. No estoy seguro de que ocurriera así, pero es claro que alguien
notó algo extraño. Era evidente que, cuando salí a la calle, era ya un despojo que
no pasaba desapercibido.
Al verme raro y con una resolución firme
en mi deambular, alguien debió preguntarme a dónde me dirigía.
-Al campo —respondí escuetamente, como si
el que se interesaba por mí se metiera en un asunto que no le incumbía.
No sé a qué parte del término fui, pero
estoy convencido de que dije la verdad. Deseaba huir del pueblo, donde todos me
miraban, hacia el campo, en el que nadie se percataría de mi embriaguez. Estoy
seguro de que caminaba serio, concentrado en mí mismo, mirando al suelo,
intentado no cruzarme con nadie. Creería que era cuestión de poco tiempo
recuperar mi ser y cuando esto sucediera, regresar a la hora de comer sin que
mi madre se enterara de lo que había hecho.
Poco más recuerdo. No sé a qué paraje me
dirigí, aunque hubo de ser por la parte baja del pueblo, pues era la más
próxima al ayuntamiento.
Quién avisó a mis padres de mi estado la
última vez que me vieron, quiénes salieron a buscarme, quién me encontró, si
estaba dormido o despierto, quién me transportó en brazos hasta la cama… No
pude responder a estas cuestiones, mientras continuaba arropado entre las
sábanas, aparentando que dormía.
Mi madre hubo de advertir que estaba
despierto. Entró en la habitación y me llamó como de costumbre.
-Vamos, Luisito, que ya es hora.
Me incorporé con temor sabiendo que no me
podía librar de la reprimenda y de unos buenos azotes en el culo, castigo que
estaba dispuesto a aceptar porque era consciente de que lo merecía.
Me dolía la cabeza y me mantenía en
equilibrio con dificultad, pero no me preguntó cómo me encontraba.
Me tenía preparada la merienda.
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