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Dinero en Acapulco

Dinero en Acapulco

 La puesta de sol ilumina con tenues tonalidades doradas la bahía de Acapulco. La panorámica es un remanso de paz y bienestar. Los turistas yanquis toman una copa en los jardines del gran hotel viendo cómo los últimos bañistas chapuzan en el agua azul de la piscina. Todos muestran una faz llena de plena felicidad.

En una playa apartada de la extensa ensenada que rodea a la ciudad, un hombre alto, fuerte y con una larga cabellera rubia desembarca de una vieja canoa. Camina por la arena en dirección a una mujer impaciente que lo espera para abrazarlo. El marino regresa de recoger perlas y otras curiosidades que solo el fondo del mar sabe atesorar en esas latitudes. Después de las caricias de salutación, abrazados por la cintura, los amantes se dirigen a una rústica cabaña oculta en un bosque salvaje. Palmeras y otros retorcidos árboles rodean su hogar fabricado con cañas y ramaje. El pescador esparce sobre la tosca mesa el botín conseguido en su búsqueda submarina: pescado, coral y raras conchas.

 

La camioneta desciende despacio por la carretera socavada y mal parcheada de alquitrán. Las primeras casas situadas a la izquierda aparecen antes de que la calzada deje de ser peligrosa. De inmediato el caso urbano los engulle y llegan a una plaza en la que se erige una gran cruz de piedra. Debe ser el centro: allí hay una carnicería, un bar, una tienda, la oficina de Correos… No lo dudan, ¿para qué ir más lejos? Parece un pueblo grande; tal vez, puedan echar unas cuantas sesiones. Además, comenzarán las fiestas dentro de unos días. Se acercan a un corro de mujeres que realiza la compra a un pescadero ambulante. Presienten que son simpáticas, a pesar de la actitud recelosa que manifiesta su mirada. Unas los remiten a someterse a la benevolencia del alcalde; otras, a la del alguacil. y alguna, a la del cura, pensando que el único lugar apropiado para poder proyectar una película es el salón parroquial, aunque, terminan por ponerse de acuerdo, lo preferible es dirigirse al alguacil, con el argumento de que, si querían dar el pregón para anunciar su presencia entre el vecindario, él era el encargado. El alcalde no impone impedimentos administrativos y en un par de horas arreglan los permisos y consiguen la llave del salón. El local no es muy del agrado del feriante; es más bien pequeño, con unos cien asientos, a todas luces escasos para las cábalas empresariales que se ha formado. Piensa remediar ese inconveniente alargando los días de exhibición de la película, creyendo, incluso, que algún entusiasta repetirá.

 

En un chiringuito al lado de la extensa playa se inicia una pelea. Se trata de varios individuos enfrentados a uno solo. La discusión se debe al descaro de un joven moreno, medio borracho, al dirigirse a unas chicas. La lucha es cruel y desigual. Cuando el individuo solitario cae a tierra rodeado de atacantes, interviene el marinero rubio, cuyo apodo es El Alemán, para detener una agresión que podía haber finalizado en una paliza atroz. El herido en el suelo es un mexicano pícaro y mujeriego, como únicamente se encuentra en los destinos más turísticos, que le agradece su oportuna salvación sin entrar en las razones que han llevado a El Alemán a intervenir. Los dos comienzan una larga conversación con el propósito de asegurarse el pleno restablecimiento del herido y la huida definitiva de sus agresores. En el transcurso de la plática, aventurando que ese encuentro es el inicio de una franca amistad, El Alemán propone a su nuevo amigo un plan para ganar mucho dinero.

 

No dieron el pregón.

Es una familia pobre, formada por el matrimonio y tres hijos de corta edad. La que parece mayor, pues no es mucha la diferencia entre ellos, no pasa de los nueve años.

Cuelgan en cada uno de los bares de la localidad un cartel anunciando la sesión de esa misma jornada. En la publicidad se indica el lugar de proyección y el precio de cien pe-setas de la entrada. La letra de los anuncios es infantil, garabateada por la mayor de las hijas con un simple bolígrafo azul y sin ningún dibujo. Los vecinos, sin leer los carteles, adivinan que esa noche habrá función.

 

Sobre la mesa de áspera madera en la cabaña de El Alemán, este y su recién amigo mexicano, el vivaracho nativo, diseñan un plan para rescatar la caja fuerte de un avión siniestrado en el fondo del mar. La situación del pecio dificulta la recuperación y, en consecuencia, la operación es muy arriesgada, pero los dos hombres son valientes y expertos buceadores. Uno de los mayores peligros son los tiburones que merodean en la zona, como las moscas que revolotean mientras están reunidos.

 

La primera proyección la realizan el lunes, cinco días antes de que se inicien las fiestas. Aún permanecen algunos veraneantes, sobre todo, jóvenes estudiantes que no se han incorporado a las aulas y quedan bajo custodia de los abuelos hasta mediados de mes.

En los bares, sobre las diez de la noche, se encuentran reunidos los mozos que han salido a dar una vuelta. Son menos que los parroquianos habituales al ser un día de diario, después de un fin de semana. La taberna solo tiene iluminado el mostrador, quedando el resto del local en una penumbra que varía con la intensidad lumínica de las imágenes que salen de la televisión a la que ninguno de los allí presentes presta atención. Nadie se ha sentado a jugar a las cartas. Los pequeños grupos repartidos por la barra hablan con un tono más bajo de lo normal. Comentan con desgana y sorna la representación que los titiriteros están dando en esos momentos.

 

Una pareja entra en el vestíbulo de un lujoso hotel de Acapulco. Pasan desapercibidos para los restantes inquilinos, pese a que la mujer viste con extravagancia y camina con provocativos contoneos. No son simples turistas americanos. El recién llegado es un detective contratado por la compañía de seguros de la nave siniestrada y su cometido es recuperar el dinero sepultado en el fondo del mar. Sin embargo, se encarga de propalar al personal de servicio que el motivo de su presencia es pescar tiburones. Pronto contacta con El Alemán, el mejor guía de esa práctica deportiva. Sin embargo, este desconfía desde el primer momento de las intenciones del supuesto pescador. El hombre, que se hace llamar Jin, cambiando por completo su estrategia inicial, confiesa que es el piloto de la aeronave accidentada. El Alemán contemporiza con él.

Además de este buscador de tesoros, hay un tercer interesado en descubrir la avioneta. Se trata de un mafioso local y su banda de matones que controla los negocios turbios de la zona. El jefe, cuyo alias es El Negro, intuye que hay algo que se está cociendo a sus espaldas sin concretar lo que es.

 

Esa noche acuden unas cuarenta personas, sobre todo, niños en edad escolar; hay algún joven, pero son los menos; ¡hasta un anciano aparece por el local! No es lo que esperaban. El necesitado empresario no augura nada bueno. Quizá, con la experiencia adquirida en el oficio, cuando el negocio no marcha bien, que es la mayoría de las veces, percibe un hedor que le anticipa las aflicciones venideras. En ese momento es el aire demasiado fresco para estar en septiembre. Ese desdichado augurio le sobreviene de manera más evidente que anteriores ocasiones. Su esposa no quiere aumentar la congoja de su compañero sumándose a sus lamentaciones, pese a que es consciente de la realidad cruda que los cierne. Busca razones para levantarle el ánimo con una voluntariedad de apariencia sincera: tal vez, al ser hoy lunes, la gente se retraiga de salir de casa; a lo mejor no se han enterado de que estábamos; mañana, seguro, que acudirán más; la de hoy era una película que habían visto…

Pese a ser menuda y de baja estatura, la mujer parece ser la columna de la familia. Su presencia de ánimo, rara vez influenciable por las circunstancias adversas, es necesaria para que los suyos puedan continuar adelante. El marido es más melancólico y pesimista, disposición de ánimo que lo condiciona en cuantas iniciativas pone en marcha. Para desgracia de ellos, numerosas veces el fracaso le conduce a beber. Cuando llega a estos extremos, la situación familiar se complica, no ya por el dinero que se esfuma, sino por el llanto de arrepentimiento que se prolonga hasta que es capaz de conciliar el sueño. La cabeza gacha y ladeada, las manos en los bolsillos, su torpe caminar…, todo es frustración en el pobre hombre, pero sin arrebatos violentos. La mujer se desespera no sabiendo si permanecer al lado de su marido, o junto a las hijas que observan muy atentas y en silencio la escena.

 

Por el fondo del mar, dos submarinistas con diverso material se deslizan con suavidad, ante la mirada sorprendida de los tiburones, hasta llegar a los restos de la avioneta sumergida. Sus maniobras son minuciosas y delicadas por las condiciones difíciles a las que se enfrentan, pero, gracias a su maña, el trabajo avanza a buen paso. Consiguen perforar la caja fuerte que se halla entre los despojos del aparato, dejando preparada la operación para que en una siguiente inmersión puedan recuperar el dinero.

Mientras los submarinistas realizan las anteriores maniobras de rescate, matones a sueldo de El Negro asaltan la cabaña de El Alemán e intentan sonsacar a la compañera del buscatesoros. El silencio de la mujer es contumaz, por lo cual la violencia y las amenazas siguen al interrogatorio. En ese trance, por casualidad, descubren una maqueta que, con una chispa de ingenio, relacionan con el punto donde se estrelló la avioneta, por lo que se aclaran las actividades desconocidas hasta ese momento del buscador de perlas.

 

Hoy, martes, Dinero en Acapulco, en el salón parroquial, a las diez de la noche. Entrada cien pesetas, reza el cartel escrito con infantil caligrafía que anuncia la programación de la segunda jornada.

La proyección se retrasa casi una hora. Al poco de iniciarse, llaman cuatro jóvenes. Preguntan si ha transcurrido mucho tiempo desde que comenzó la película. Entran. Su cara refleja sorpresa al descubrir tan solo dos filas de asientos con público. En una se encuentran los chicos, unos siete; siete, seguro, los cuentan. Delante, en otro banco, tres niñas, que de vez en cuando se levantan y se dirigen a la puerta, donde se halla su madre, que hace de cajera; o se suben a la tarima del escenario, en la que en ocasiones los jóvenes del pueblo han representado obras de teatro; allí está la cámara, oculta por un biombo, proyectando las imágenes que se reflejan en la sábana a modo de pantalla, sujeta a la pared del fondo con chinchetas. Los mozos se ponen a comer pipas. Al rato se sienta con ellos el hombre. Deja pasar unos instantes, para después preguntarles si en ese pueblo no gusta el cine. Se disponen a responder, pero el hombre enseguida ladea la cabeza refunfuñando. Comenta que es una película que es de estreno, que ahora mismo se está proyectando en Madrid, lo único que la cinta es de 9 mm. Se levanta con rapidez, pues la imagen vibra y es señal de que el proyector se ha atascado. No le da tiempo a regresar al asiento al comprobar que está a punto de finalizar el primer rollo. Cuando se enciende la luz del salón para proceder a su sustitución por el segundo, se contempla el vacío, la nada. Los niños se dan media vuelta para reconocer a los grandullones que han entrado ya comenzada la proyección. Nadie habla, no se oyen risas. Los mayores miran al suelo cubierto de cáscaras.

Segundo rollo de Dinero en Acapulco, anuncia el maquinista a la concurrencia, con un tono tan elevado que pareciera que se dirigiera a un auditorio a rebosar. Su mujer apaga las luces y el hombre se vuelve a sentar con los jóvenes. Les ofrece un cigarro que rechazan. Ya veis, once personas; solo el alquiler de la película me cuesta ochocientas pesetas. El sonido es perfecto y la fotografía, mejor imposible: mirad qué escenas de noche en el fondo del mar. Los jóvenes aparentan no escucharlo inmersos en la intriga de la historia cinematográfica. Se desliza hasta la puerta y manda a la mayor de las hijas a la taberna. Al poco, aparece con una caña de vino blanco. Le da la vuelta a su padre y corre a sentarse junto a su madre, tapándose con su falda por encima de las rodillas hasta ocultar los pies.

 

En el mismo punto del mar de tonalidades verdes se encuentran tres embarcaciones. En el fondo del mar hay una lucha encarnizada entre varios submarinistas que se enfrentan a El Alemán y a su amigo mexicano, todos ellos rodeados por una docena de tiburones. Se suceden escenas muy violentas en las que se muestran cuerpos devorados por los grandes escualos y otros, cruzados por arpones. Al poco rato de esta cruenta batalla, una potente bomba aspira los billetes de la caja fuerte a través de una manguera hasta depositarlos en un gran globo que flota en el aire amarrado al barco. Al salir a la superficie, El Negro encañona a El Alemán, pero, con un rápido movimiento, se sumerge de nuevo en el agua, para volver a emerger por el lado contrario del navío del mafioso, clavándole un cuchillo. Parece que por fin se ven libres de enemigos y se dirigen a su embarcación. Suben, pero, nada más ponerse de pie, son encañonados por el piloto de la avioneta, el falso turista pescador de tiburones. Los dos se miran apuntándose con pistolas, aventurando una muerte segura para los dos, ya que la distancia que los separa no es superior a dos metros. Disparan, pero los proyectiles impactan en el globo que planea en el aire. La esfera se desintegra y miles de dólares llenan el cielo que se van posando en un humilde poblado de pescadores que atrapan los billetes gritando ¡dinero!, ¡dinero!, ¡dinero!

 

El hombre regresa junto a los jóvenes. No habla más durante el resto de la película. No mira a la pantalla. Tal vez murmure en voz baja, tal vez no diga nada, solo piense. A pesar de estar sentado, se nota su inquietud: cruza las piernas; apoya la cabeza en una mano, en la otra; prende un cigarrillo; echa un trago de la caña de vino; se mesa los cabellos; balancea las piernas…

La madre, sentada a la entrada del local, abraza en su regazo a la más pequeña, que, antes de que termine la sesión, se duerme y es trasladada a la litera que comparte con otra de sus hermanas en la furgoneta. La historia de Acapulco acaba cuando parecía que el fin no iba a llegar nunca. El hombre se adelanta hasta la pantalla con paso vacilante y con las manos en los bolsillos y agradece al público su asistencia, deseándoles felices fiestas y esperando que la próxima película sea mejor acogida por los vecinos. La mujer abre la puerta y va despidiendo a todos y preguntando si les ha gustado.

Sí, ha estado muy bien.

 

 

 

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