9. El alto, el bajo y el gordo
Eran
las doce pasadas. Entraron en el despacho del decano y en ese momento sonó el
teléfono. Severino se sentó en un sillón frailuno y los otros en sillas de
madera noble, un tanto incómodas, en opinión de Ambrosio, como si las hubieran
dispuesto delante de la mesa del mandatario con el ánimo de que los visitantes
abreviaran sus exposiciones y demandas.
La
estancia era bastante oscura, teniendo en cuanta la luminosidad de los
pasillos. Las únicas ventanas por las que entraba la luz se situaban casi al
borde del techo y su presencia no lograba iluminar las apagadas paredes en las
que colgaban sombríos cuadros que Ambrosio consideró decimonónicos; sin
embargo, al acostumbrarse sus ojos a las tinieblas, comprobó que sus motivos
eran abstractos. La mesa del despacho se asemejaba, por sus dimensiones, a la
de un billar. Pese a su amplitud, a Severino le parecía faltar sitio donde
ubicar todo el material. La pared frontal estaba ocupada por una gran
biblioteca, cuyos anaqueles, cajones, vidrieras y estantes se expandían por
toda la superficie.
—…
si puede llamar en otro momento, discutiremos el asunto de una forma más
sosegada porque ahora no puedo extenderme en la conversación al encontrarme
reunido —acabó por atajar el decano la charla al cabo de unos minutos al no
poder cortar al anónimo interlocutor—. Perdonad el ínterin —continuó
dirigiéndose a los tres—. Aquí nos tienes a tu disposición para lo que gustes,
aunque, como te he comentado antes, hemos hablamos con los de Salamanca y ellos
te pueden informar de sus pesquisas en la facultad. Arturo y Celestino son
profesores que comparten departamento y son compañeros desde hace algún tiempo…
En
el silencio claustral, la voz de Seve llegaba con nitidez, si bien no lograba
borrar la opacidad de su timbre. Hasta se puso más formal y erguido.
Resguardado detrás de la mesa, apoyados los brazos en el borde labrado y con la
mirada repartida por cada uno de sus interlocutores, aunque se detenía
especialmente en Escaleras, se parapetaba tras la formalidad para defenderse
del interrogatorio del inspector. Sabía muy bien distinguir los dos momentos o
los dos papeles que interpretaba en su profesión: el de los actos
institucionales y el del trato amistoso con el resto de los compañeros y, por
qué no, hasta con los alumnos. Y no dijo nada a partir de ese instante.
«Por
fin —pensó Escaleras— puedo iniciar mi trabajo».
—Bueno,
la verdad es que siento mucho volver a interrogarlos porque comprendo que no
debe de ser un plato de gusto para ustedes y me imagino que no andarán sobrados
de tiempo, como todo el mundo, pero resulta que los que llevamos la
investigación somos nosotros, la Brigada Central de Madrid, que es el lugar
donde se cometió el crimen y, por tanto, los trámites judiciales, exactamente
igual que las investigaciones correspondientes, debemos llevarlas nosotros. Así
que si quieren comenzamos y cuanto antes acabemos mejor.
Nadie
contestó, dando a entender que todos estaban dispuestos a colaborar y terminar
con el asunto cuanto antes.
—¿Se
llamaba Eustaquio? —preguntó por iniciar por cualquier punto las
averiguaciones.
—Sí
—respondieron al unísono—. Gil de P… —se cortó Celestino, que se situaba en el
medio de los tres e impartía la asignatura de Historia del Arte—. Eustaquio Gil
de P… No me acuerdo del segundo apellido.
—Es
igual —intervino Escaleras.
—Si
a mí no me resulta raro…; es Gil de Peñala… —salió en ayuda el que ocupaba la
tercera silla, Arturo Arriero de las Heras, profesor de Dibujo.
—No
os preocupéis —atajó inmediatamente Severino—, ahora mismo busco su expediente
personal y salimos de dudas.
—…
de Peñalba —dijo el inspector para salvar las vacilaciones, viendo que iban a
convertir en asunto primordial del interrogatorio dilucidar cuál era el segundo
apellido.
—Sí,
es verdad. Eso es, Eustaquio Gil de Peñalba.
El
rector se levantó y de un fichero extrajo una cartulina color caramelo y leyó: «Eustaquio
Gil de Peñalba, hijo de Sergio Gil Hidalgo y de Joaquina de Peñalba Sarnosa,
con documento nacional de identidad 15987384 Ñ, nacido en Verín, provincia de
Orense, el día 16 de enero de 1940».
—Muy
bien —dijo Escaleras—. Aquí, en esta facultad, ¿cuántos años llevaba dando
clase?
—Yo,
cuando llegué, ya estaba. Probablemente desde que se abriera o inmediatamente
después; es decir, la facultad se inauguró en el curso 81/82…, diez a once
años, como mínimo.
—Lo
puedo comprobar en un instante en sus hojas de servicio —anunció Seve.
—No
es necesario; no tiene mucha importancia ese dato. Ya me hago la idea de que
llevaba aquí varios años. ¡Muy bien! ¿Y siempre enseñó la misma materia?
—Desde
que lo conozco ha impartido Teoría y me da la sensación de que, más o menos,
entré cuando él.
—Me
parece que sí —corroboró Arturo.
Escaleras
Arriba no sabía por dónde comenzar a preguntar sin ser indiscreto. Los
profesores se fueron relajando, excepto el decano que, aunque había encendido
un cigarrillo, seguía al acecho, como si temiera una encerrona y lo pudieran
pillar fuera de juego. En cambio, los otros dos, observó el policía, comenzaron
a desperezarse y a rebullir en las frailunas sillas. El más pequeñín, Celestino,
una vez que chascó la lengua, mostró unas ansias indomables de meter baza. El
otro, más gordo pero igual de nervioso, esperaba pacientemente para intervenir
moviendo una media melena en la que las canas eran visibles, mas, cuando tomaba
la palabra, entre sonreír y repetir lo que decía muchas veces, no finalizaba
nunca.
Intentó
una estrategia aproximativa intermedia con el deseo de no entrar de sopetón en
los temas clave y de acabar de ganarse la confianza de los profesores.
—¿Cómo
de simpático era Eustaquio? ¿Trataba con todo el mundo o, por el contrario, no
era muy bien visto?
Celestino
y Arturo se miraron y se sonrieron. El rector permanecía tan inmutable como al
principio, pero puso cara de asco ante tal pregunta, aunque enseguida hizo una
mueca y se encogió de hombros adentrándose en los desfiladeros larguísimos de
su cuerpo, que lo condujeron a la abstracción.
—¡Hombre!
¿Qué quieres que te diga? Aquí, en la facultad, seremos unos cien profesores…
Rescatado
con garabatos de las profundidades sinuosas en las que se hallaba inmerso el
rector por alguna palabra mágica que había resonado en el despacho, se despertó
y, apretando fuertemente los labios, corrigió la cifra aportada por el
anterior, como si de esa rectificación dependiera el dominio de la verdad.
—…
ciento uno.
Sin
tomar en cuenta la aclaración de su superior, Celestino retomó lo que parecía
iba a ser un discurso de cierta envergadura.
—…
No hay centro de trabajo, con un colectivo tan numeroso, en el que todos se
lleven bien. Sería algo excepcional que yo hasta este momento, en mi largo
deambular por la enseñanza, no he encontrado. Sin embargo, el caso de Eustaquio
era una sorpresa, porque era un hombre sin enemigos. Con unos tienes más trato
que con otros; y siempre, por mil razones que no es cuestión de abordar en esta
conversación, hay personas que no se hablan. Para mí es absolutamente normal y
no por eso vamos a imaginar que esas pequeñas insidias sean la causa de males
graves. Simplemente no se hablan o se critican mutuamente, pero sin llegar a
enfrentamientos mayores. De Eustaquio podríamos casi asegurar que escaparía de
estos conflictos internos: hablaba con todo el claustro de profesores.
Arturo,
que no paraba de mirar atentamente a Celestino, aunque no lo escuchara con
detenimiento, no dejaba de espiar el más breve silencio perdido por el pequeño
y vivaz profesor en la perorata para introducir él la suya. Sonriendo con todo,
limpiándose gotas de sudor de la frente y ajustándose continuamente las gafas
en la pequeña nariz, al fin encontró el hueco que andaba buscando.
—Bueno,
Eustaquio no tenía problemas con nadie. Se enrollaba con todo el mundo. Con
todos se paraba y charlaba. Se interesaba por cualquier asunto que se le
comentara. Tanto que a veces yo me preguntaba de dónde sacaba el tiempo para
estar con la gente con la multitud de ocupaciones que cargaba en las espaldas.
Y, si con alguien se llevaba mal, jamás se le oía comentar y menos criticar a
su contrincante. La verdad es que tampoco mostraba mucho apego a la facultad.
Con los numerosos asuntos más interesantes que traía entre manos, no se sabe
cómo no la dejaba. De dinero le rebosaban los bolsillos, no era ese el aliciente.
—No
digas eso, porque nadie puede jactarse de que no le hace falta dinero —intervino
cortante y de forma vehemente Celestino, como si la opinión de Arturo fuera un
sentir arbitrario.
Se
alteró y se levantó de la silla de la misma manera que si lo hubieran azuzado
con un punzón en su pequeño trasero. Arturo ni se inmutó mientras Celestino le
soltaba la regañina; se sonreía y, cuando el otro dejaba de mirarlo porque
hacía ademán de retirarse, aunque se sentaba de inmediato, miraba al policía y
con una socarrona sonrisa le señalaba al compañero, alegrándose de haberlo
sacado de sus casillas y disfrutando de verlo enojado. En un momento, Celestino
se sosegó y se sentó, aun cuando no renunciara a los aspavientos.
Sonriendo
y como si la tormenta pasada no hubiera dejado ni charcos, Arturo continuó sin
parar de reír mientras hablaba:
—Está
claro que lo de la facultad no lo hacía por dinero. Si con lo que le pagaban de
diputado y sus negocios de anticuario ganaba un montón de pasta. Tenías que
comprobar qué colecciones y qué antigüedades poseía… Él mismo reconocía que
andaba bien de caudales. ¿Y los libros que había publicado? Los derechos de
autor le proporcionaban unas rentas anuales considerables.
Hablando
de antigüedades, a Arturo los ojos le hacían chiribitas de envidia porque, como
el finado, era también coleccionista y amante de ellas. Los otros se dieron
cuenta de ello y Celestino no pudo por menos que soltar:
—Si
la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría. Si los dos erais iguales en este
aspecto.
—No
le hagas caso —contestó Arturo mirando al policía sin dejar de sonreír,
pareciendo estar de guasa.
Eran
cerca de las dos de la tarde y la facultad estaba a punto de cerrar. Intervino
el silencioso decano para recordar que debían ir concluyendo. A Escaleras le
parecían muy interesantes las aportaciones que revelaban los dos profesores
casi sin formular preguntas y sintió mucho que finalizara esa reunión. No
obstante, tanto Celestino como Arturo le propusieron que se fuera a comer con
ellos y al inspector se le presentó una oportunidad que no pudo rechazar para
indagar sobre la vida del catedrático. Severino se disculpó por no poder
acompañarlos.
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