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7. LA FACULTAD

 7. La facultad


Se despertó bastante tarde, casi a las diez. No había dormido bien; únicamente concilió el sueño de madrugada. Se hallaba muy a gusto en el calor de las sábanas y poner los pies en el suelo para incorporarse le supuso un enorme esfuerzo. Se había metido temprano en la cama. Cenó en una pizzería que encontró al lado del hotel y regresó inmediatamente a su habitación con la intención de acostarse lo antes posible para al día siguiente emprender su misión investigadora, con el ánimo resuelto de esclarecer el caso con diligencia y regresar a su hogar. Sin embargo, cuando se puso el pijama, no resistió la tentación de tomar el mando a distancia de la tele y encenderla. Nunca había visto la televisión desde la cama. Realizó un repaso veloz de las distintas cadenas. No sabía qué buscaba. No le apetecía ver una película, ni un programa de variedades, ni noticiarios, pero cambiaba de canal con desesperación. Hasta que se percató de que, en parte, esa excitación era consecuencia de la circunstancia insólita de encontrarse él solo viendo la televisión sin tener pegada a su mujer. Y lo que rebuscaba en la pantalla era la imagen de mujeres sugerentes y atractivas; trataba de descubrir los desnudos femeninos en escenas de películas, las piernas más esculturales de las vedetes, o los culos más prominentes y los pechos más turgentes o inflados en las azafatas de concursos insulsos. Cuando las protagonistas desaparecían, realizaba un barrido por todos los canales hasta tropezar con otra chica que le gustara. No tuvo suerte en esa ansiosa búsqueda. ¡Tantas veces como salían en otras ocasiones y ahora, que se hallaba solo para excitarse sin miramientos, no aparecía ninguna mujer que mereciera la pena! ¡Vaya mala suerte! Con esa fogosidad se entretuvo demasiado tiempo y, cuando se decidió a apagar el televisor y dormirse, se encontraba en un estado de tal nerviosismo que no le fue posible conciliar el sueño.

Al salir del hotel, miró hasta la recepción para cerciorarse de la presencia de Hortensia. Desilusionado, comprobó que, en su lugar, atendiendo a los huéspedes, había un chico alto, trajeado y con una enorme sonrisa en los labios.

Entre los planes previstos por Escaleras para dar luz al caso y descubrir al criminal, el primero era visitar la universidad en la que el catedrático había impartido sus clases. A pesar de que la mañana se hallaba en su apogeo, el sol se ocultaba tras una capa nubosa alta y fina que le impedía mostrar sus rayos de luz. El día era opaco y triste, y hasta el bullicio y la algarabía del mercado de abastos y del tráfico agobiante de las estrechas calles terminaba deglutido por la solidez de la opacidad. Más por llevar algo entre las manos que por deseo de leer compró el periódico. Se decidió por La Gaceta, deseoso de minusvalorar la prensa provincial. Preguntó al hombre que despachaba los diarios en qué dirección se localizaba la Facultad de Bellas Artes. Dudó antes de responder.

—No me haga mucho caso, pero creo que esa se encuentra por Pizarrales. ¡Hay tantas!

Subió las escaleras que conducían hasta la plaza Mayor. A esas horas, la gente que paseaba lo hacía por dentro, bajo los soportales. Casi todos eran jubilados y algún que otro extranjero joven, seguramente estudiante de español. En la parte descubierta y en los bancos más próximos a las terrazas de los cafés, discutían en amena charla grupos de gitanos que no parecían resentirse de las inclemencias climatológicas, aunque de vez en cuando miraban en dirección donde se suponía debía de andar el sol y se frotaban las manos y echaban el aliento para calentárselas. Compró un cupón de la ONCE a uno de los innumerables vendedores que estratégicamente se situaban en cada una de las puertas de acceso y que le señaló con el brazo el arco al que dirigirse para llegar a Pizarrales.

El trajín cotidiano de los salmantinos se extendía mucho más allá de las inmediaciones de la plaza Mayor. Con la señalización deíctica del ciego se orientó hacia calles comerciales que conducían hacia la parte alta de la urbe. Ambrosio marchaba despacio, deleitándose con el jolgorio de los transeúntes, fijándose especialmente en los numerosos estudiantes que se cruzaban en su camino con sus carpetas y bolsos. Sintió envidia de ellos. ¡Cómo le hubiera gustado haber estudiado! Enseguida aprendió a distinguir a los bachilleres, que seguramente hacían novillos, de los universitarios, por su vestimenta estrafalaria a veces, otras desenfadada y hasta hippie, con complementos como pañuelos, fulares, gorros y sombreros. Se situaba detrás de grupos de estudiantes, mejor de chicas y, a la vez que regocijaba la vista con sus contorneadas figuras, procuraba captar el enigma de las conversaciones. Cuando alguien lo miraba a la cara, se sonrojaba como si lo hubieran sorprendido espiando la más secreta intimidad.

Así, casi sin querer, caminó, pasó semáforos, cruzó calles y avenidas y se internó por jardines hasta llegar un momento, una vez alcanzada la estación de autobuses, en que la ciudad desapareció. Al distinguir los primeros descampados, el inspector comprendió que por allí difícilmente hallaría ninguna facultad y preguntó de nuevo por la de Bellas Artes. No le aclararon con seguridad su ubicación, aunque sí le aseguraron que por aquellos barrios no existía ningún centro escolar, no siendo el instituto de enseñanza media. Desalentado, Escaleras tornó sobre sus pasos y, al encontrar la parada de taxis de la estación de autobuses, se subió al primero de la ociosa fila de coches que se alargaba al lado de la acera.

—¡Pues sí que lo han orientado bien! ¡Si se halla a la otra punta! De todas formas, no se extrañe usted, ya que las facultades se encuentran desperdigadas por la ciudad y es normal que la gente corriente no sepa dónde están. Las más antiguas, como la de Filosofía y Letras o Medicina o Derecho, esas sí las conoce todo el mundo, pero esta, además de no ser muy antigua, es muy rara. Queda a las afueras, en la carretera de Toro, más arriba de la plaza de toros. De todas maneras, aquí, en estas ciudades pequeñas, se llega enseguida. Eso sí, si no hay mucho tráfico, porque hay días que es imposible. Ahora, con la moda de llevar a los niños al cole en coche las mañanas que hay niebla o llueve, la circulación se convierte en un caos… Mire, esa es la plaza de toros. ¿Le gusta la lidia? Aquí, en Salamanca, hay una afición de miedo. De siempre. En ferias, si te descuidas un poco, te quedas sin entrada a la mínima. ¡Un mes antes las ponen a la venta!

Ambrosio seguía con curiosidad las divagaciones del taxista, que no paró de hablar en los diez minutos que tardó en realizar el recorrido, informándole de que gracias a la universidad Salamanca sobrevivía. «Si fuera por la industria, apaga y vámonos. Sobre todo, para nosotros, el sector del taxi, los estudiantes son el alma del negocio».

Y así llegaron a lo que parecía un gran seminario o colegio de frailes, donde se ubicaba la facultad. El taxista lo dejó al pie de las escaleras que llevaban hasta la portada con gigantescas columnas del edificio, que se asemejaba a la fachada de un templo dórico.

Ambrosio se ruborizó al ver que una multitud de chicas sentadas en los peldaños miraban cómo descendía del taxi. El policía fue consciente de que llamaba la atención y no sabía bien por qué, aunque inmediatamente descartó una: no curioseaban por su atractivo físico. Quizá por el hecho insólito de su llegada a la facultad en taxi o tal vez porque no llevaba ni carpeta, ni cuaderno, ni libro que significara su condición estudiantil.

Dentro del vestíbulo había dos dependencias acristaladas que supuso eran la conserjería. Allí se apiñaba un montón de estudiantes, como si estuvieran esperando turno para conseguir algo. Se quedó inmóvil sin saber qué hacer. De la misma forma que un poco antes se había sentido el centro de atención de la multitud, en ese momento se percató de que pasaba desapercibido. Iba a presentarse en portería, pero le parecía de lo más ridículo esperar una cola para comunicar su presencia a un conserje.

El vestíbulo poseía tres accesos por los que no dejaban de entrar y salir universitarios: una escalera central y dos puertas giratorias enfrentadas. Ambrosio se escurrió por la de la derecha y llegó a una especie de claustro acristalado con un patio en medio a cielo abierto. En él había setos, arriates y árboles cuya altura sobrepasaba la del edificio; también, un pequeño estanque en el que flotaban unos patos.

Desde el pasillo que circundaba el patio se accedía a las aulas. Los jóvenes se encontraban en su inmensa mayoría sentados en los banquillos esparcidos a lo largo de la pared. Unos fumaban, otros charlaban u hojeaban apuntes. Poco a poco, sin que hubiera una señal de aviso, los estudiantes se fueron perdiendo dentro de la maraña de asientos de las clases; las puertas de las aulas se cerraron y los bancos se quedaron vacíos. Alrededor de los ceniceros había cigarrillos que humeaban, así como envoltorios diversos que no habían sido encestados en el aro de la papelera. Los murmullos procedentes de las clases se fueron apagando y el silencio reinó en la paz del convento. De vez en cuando se dejaba escuchar alguna voz estentórea y amenazante de algún profesor que amonestaba a sus alumnos.

Ambrosio fue avanzando a lo largo del pasillo, acercándose a los tablones de anuncios y leyendo la información de numerosos y amalgamados papeles con ofertas de habitaciones de alquiler en pisos de estudiantes, venta de libros, compra de apuntes, convocatorias de actos culturales y conferencias, proyección de películas, fechas de múltiples fiestas, bailes y marchas discotequeras, mecanografiado de tesinas y apuntes, panfletos de agrupaciones políticas y de universitarios católicos… Aquellos escaparates eran los más entretenidos. Había otros, protegidos por cristal, en los que la información era meramente académica y oficial y resultaban más prosaicos y anodinos: horarios, relación de asignaturas y profesores, listas de notas, avisos de cobro de matrículas, requisitos de becarios, convocatorias de exámenes… Ambrosio hasta se interesó por la oferta de libros que se exponían en una vitrina y que habían sido escritos por los insignes doctores de la misma facultad. Para su asombro descubrió que ninguno era de bellas artes, sino referidos a psicología. «Bueno, será posible que no acierte con la dichosa facultad. Solo me faltaría que me hubiera equivocado de nuevo. ¡Estamos bien! Me voy a tirar toda una santa mañana para saber dónde se encuentra la puñetera universidad».

Avanzando con la intención de regresar al vestíbulo, descubrió la cafetería, que estaba de bote en bote. Le apeteció tomar un café y no se cortó en entrar, aunque no pudo disipar el temor a que le formularan la tan temible pregunta de si era él un estudiante para andar merodeando a su libre albedrío por el centro. Sin embargo, nadie se metió con él.

Al camarero que tan diligente y raudamente le sirvió le preguntó en qué facultad se encontraba, y le confirmó que, efectivamente, era la de Psicología, pero la cafetería era de las dos, de Psicología y de Bellas Artes.

—Fíjate en los lienzos que cuelgan de la pared. Bellas Artes se encuentra nada más atravesar la puerta que te vas a encontrar al salir al pasillo. O, si vuelves a la entrada, el ala de la izquierda es Bellas Artes —le respondió el camarero gordito cuyo cometido era la de tirar cafés en la máquina.


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