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4. LA RECONVERSIÓN GANADERA

4. La reconversión ganadera

 

Ambrosio Escaleras miró directamente a los dos guardias jurados. Ellos aún lo observaban de hito en hito, aunque sin la intensidad ni la curiosidad profesional propia de quienes ejercen el oficio de la vigilancia. Enseguida se percató de que su comportamiento en la sala obedecía más a los dictámenes de un turista que a los de un policía encargado de aclarar y tomar notas del lugar donde se había cometido un espantoso asesinato. Cambió el registro y su rostro adoptó un gesto adusto, rígido, con unas leves muecas de enfado. Antes de acercarse a ellos se dio otra vueltecita —ya sí con afán detectivesco—, pero sin mucha convicción porque no quedaban señales que indujeran a pensar que allí se hubiera derramado una gota de sangre. El ambiente todavía guardaba una atmósfera aséptica, con minúsculas efervescencias a cloroformo que las sucesivas fumigaciones y capas de pintura no habían logrado borrar.

—¡Buenos días! Soy un inspector de la comisaría Centro —se identificó enseñando su placa policial, que mostró detenidamente para que ambos la pudieran contemplar a fondo. Él no era como otros compañeros que cuando se identificaban hacían ademán de sacar la placa sin llegar a mostrarla. En sus pesquisas, a él le gustaba que el ciudadano supiera que estaba siendo interrogado por un verdadero policía. Albergaba el temor de que la gente pudiera tomarlo como un estafador, algo que le hacía sentirse inseguro y tímido ante la persona a la que interrogaba, que, por nerviosismo o por falta de interés, no se fijaba escrupulosamente en su placa.

La pareja estaba compuesta por un hombre y una mujer. Si no podía ver a esos colegas espurios, menos soportaba la presencia de mujeres en aquel oficio difícil y comprometido. Escaleras aún pensaba que el elemento de la fuerza física era esencial e intrínseco al desempeño del ejercicio policial. Solo la prestancia y porte de unas buenas espaldas, unas gruesas piernas y un cabezón eran suficientes en el noventa por ciento de las ocasiones para evitar cualquier conflicto. Y si en un momento dado había que dar un sopapo a alguien bastaba levantar la mano para persuadir a cualquier osado. Sin embargo, Ambrosio no era de esos que continuamente se estaban metiendo con el sexo femenino por quitar puestos de trabajo a los hombres. Simplemente no le cuajaba ver, como a esa señorita, a una mujer enfundada en un traje oscuro portando porra, esposas y pistola.

Quien sí cumplía con los requisitos ideales del buen guardián del orden era el chico. Se lo veía jovencillo, no pasaría de los veinticinco años. Era robusto, aunque la mirada carecía de malicia. Escaleras tuvo la intuición de que, incluso, era un pedazo de pan: su rostro mostraba una expresión ruda, elemental; su piel era cetrina, tenía los labios agrietados y las manos desmesuradamente hinchadas, como si hubieran estado hasta hacía poco manejando herramientas agrícolas. Su aspecto confirmó sus acertadas deducciones. Cuando Escaleras comenzó un tímido interrogatorio, el otro se vino abajo y sollozando confesó que él era un pobre hombre sin experiencia en los menesteres de la seguridad. Llevaba menos de tres meses y todavía no se acostumbraba al ajetreo de la capital. Toda la vida había sido vaquero, pero las cosas se habían puesto tan mal que lo que le pagaban por la leche de sus vacas no le llegaba ni para cubrir la manutención del establo. «Desde que hemos entrado en la Comunidad Económica Europea, el campo está muerto; el Ministerio de Agricultura me compró mi cuota lechera y me dieron una compensación, pero me dejaron sin mis animales y de algo tengo que vivir».

No le gustaba a Ambrosio que los detenidos o los interrogados se echaran a llorar. A veces se ponía malo, porque a su vez le entraban ganas de gimotear y eso le producía una congoja que no era la más adecuada para llevar el interrogatorio a buen puerto. Con Timoteo, que era como se llamaba el guardia jurado, el malestar se repitió y se acrecentó por la presencia de una mujer que esperaba tranquilamente su turno en el interrogatorio y que lo miraba con ojos saltones y vivos.

—Bueno, chaval, no te preocupes y no te pongas así. Estas cosas pasan. A ti te ha tocado de novato, ¿qué se va a hacer?

Estas entrecortadas palabras de Ambrosio no sirvieron de consuelo, más bien fueron el detonante para que el otro estallara violentamente en una tormenta de sollozos y lágrimas.

—Jope, tío, vaya rollo que te ha entrado. ¡Como si hubieras sido tú el que se ha cargado al pibe ese! —espetó la compañera, haciendo notar a su colega que se pasaba de la raya—. ¡Venga, hombre, que no es para tanto! Que ni tú ni yo tenemos la culpa. 

Con tal de que el muchachote terminara el llanto, Escaleras confirmó la sentencia de la joven, aunque no le gustaran ni sus ojos, ni su expresión, ni su lenguaje —que aún pegaba menos con lo que representaba su vestimenta—, ni con que estuviera allí mismo. No pudo reprimir devolverle una mirada desafiante que la otra ni captó.

—Si es que ni nos enteramos —farfulló el guardia jurado ya más calmado, como si llorar le hubiera relajado y aclarado sus ideas—. Bueno, ya ve usted el público que hay en la sala; pues ayer por la mañana, hasta menos. Para nosotros fenomenal. Estuvimos aquí charlando tranquilamente, casi sin movernos, sentados en estos taburetes. —La otra lo fulminó con la mirada para que se limitara a lo esencial y no contara menudencias que al policía no le importaban. Se percató del mensaje de la compañera y le echó una mirada con ojos de degollado, como si a partir de ese momento sus palabras fueran examinadas no por el inspector, sino por ella—. El caso es que hubo muy poco público; desde las diez hasta las doce, unas quince personas. Todas ellas gente normal, bien vestida. Cuando descubrimos el cadáver, serían cerca las doce pasadas. El primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que estaba desmayado, pero, cuando avisé a Flora y nos acercamos, vimos la sangre derramada por el suelo. El hombre estaba muerto o, por lo menos, muy malherido.

No le gustaba lo más mínimo a Escaleras que los interrogados cantaran de corrido y de sopetón. Prefería ir entresacando las respuestas, atando hilos a medida que planteaba las preguntas, pasar de un aspecto a otro. Ante la confesión atropellada y desordenada del guardia no supo reaccionar; hubiera querido cortarlo, haberle ido preguntado, pero le resultó imposible meter baza.

—Bueno, muy bien. Con más calma, ¿eh?, no tenemos prisas —lo animó y tranquilizó.

Miró a la jovencita con afán de involucrarla también en el requerimiento, mas, por el gesto adusto, comprendió que ella difícilmente se iba a prestar a colaborar con él.

—Como ya le he dicho antes, señor comisario…

—Solamente inspector —rectificó el policía.

—… yo, hasta hace poco, cuidaba vacas en el campo. Me pasaba toda la jornada con ellas; me llevaba la comida, sobre todo cuando los días eran cortos. A mí me gusta mucho el ganado…, pero, de pronto se oyeron rumores de que Sanidad iba a realizar inspecciones en los establos y las vacas que no estuvieran buenas las tendrían que sacrificar. A mí me salieron todas malas. Tenían brucolosis o brucilitis o algo parecido.

—¿Brucelosis?

El inspector por fin pudo meter baza cuando creía que de nuevo se le escapaba de las manos el interrogado. Pero se equivocó porque el exganadero continuó.

—Eso es. —Y se alegró de que el señor comisario tuviera algún conocimiento en la materia—. Pues el caso es que me dieron de plazo un mes para que las quitara. Y yo las quité, pero me quedé sin vacas. Hubo gente que compró otras que traían de Europa, Inglaterra o Francia o Alemania o de algún sitio de por ahí, pero valían tres veces más que las suizas, que son las que de siempre han estado por la provincia de Ávila, que es de donde yo procedo. No sabía qué hacer. La mayoría de la gente del pueblo las quitó y no volvió a comprar. Es lo que hice yo. Porque ya no solo era conseguir las vacas, sino que nos decían que las cuadras estaban infectadas y que las reses que metiéramos se contagiarían. Así que yo me eché mis cuentas y no me atreví a echar más ganado, porque en la ciudad…

—Bueno, ya está bien. ¡A mí qué coño me importa eso!

Antes de terminar esa exclamación Ambrosio se arrepintió de haberla emitido, ya que en el fondo le daba pena el chaval y, además, porque su enfado tenía como origen él mismo, incapaz de cumplir con su cometido profesional dentro de los cánones estrictos de la misión que debía llevar a cabo.

El otro amenazó de nuevo con comenzar a gimotear y la compañera, hasta entonces al margen del diálogo, le recriminó su actitud incomprensiva.

—Pero, bueno, ¿usted quién se cree para tratar así a la gente? ¿No ve que el muchacho le estaba contando su versión de lo sucedido?

—Eso es lo que debéis hacer, cojones.

A Ambrosio no le gustaba la retahíla de expresiones soeces que sus colegas tenían siempre colgadas de la lengua. Rara vez se le escapaba alguna; sin embargo, debía reconocer que a veces con ellas se conseguían efectos fulminantes. Por lo menos, a Timoteo le cortó en seco el iniciado llanto, aunque a Flora la hundió por completo en un ensimismado silencio, con un gesto de asco.

—Bueno, vamos a ver si nos aclaramos —retomó la iniciativa más que nada para echar tierra sobre el incidente del taco—, entonces me decís que esa mañana la sala estuvo casi vacía, que muy poca gente entró a visitar la exposición. Decís que, como apenas había trabajo, estuvisteis relajados y no prestasteis mucha atención a las pocas personas que entraron aquí. ¿No es así?

—…

—… y que, por lo tanto, no observasteis ninguna cosa rara: ni personas sospechosas, ni ruidos, ni golpes, ni voces, ni nada de nada. ¿No es cierto?

—Sí, señor —contestó Timoteo, que seguía muy atento a la recapitulación del policía, alegrándose de que lo hubiera comprendido porque eso quería decir que se había explicado con claridad.

—Y nada más. ¿Eso es todo lo que me podéis ayudar?

—…  


  

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