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15. OTRA COPA MÁS

 

15. Otra copa más

 

—Danos otro licor de manzana —ordenó seriamente Celestino al vago camarero. No consultó a sus compañeros si les apetecía, cargando a sus espaldas la responsabilidad no solo del posible efecto del alcohol en su cuerpo, sino asumiendo el compromiso de relatar los secretos mejor guardados de la facultad.

El barman, ante la perentoriedad de la exhortación, reaccionó de modo más raudo que la primera vez. En un acto de suprema generosidad, vertió el licor en una segunda copa limpia, retirando discretamente el servicio del café para que no se les acumulara la vajilla en la porción de barra que ocupaban. Las partidas de mus habían finalizado y únicamente permanecían en el local ellos y un grupo de jugadores que, aun habiendo concluido, seguían debatiendo los lances de las jugadas claves. Hasta que no hubo servido y pagado la nueva ronda, no se reinició la conversación. Celestino consultó su reloj de pulsera casi sin mirar, sacando la conclusión de que, por la hora que era y porque la relación con el inspector no debía prolongarse ya mucho más, era necesario ir directamente al grano. Y no solo porque se estaba haciendo tarde sino porque se había percatado de la lentitud y parsimonia con la que el policía iba planteando los temas. Ese Escaleras Arriba le resultaba afable, pero lo poco y lo mucho desagrada y, con los pies en la tierra, era consciente de que la incipiente simpatía y trato con ellos no podía ir más allá de lo que había ido.

Arturo, en cambio, dejaba hacer a su compañero. Aquel hombre inmutable no se alteraba. No se opuso a tomar otra copa ni su gesto varió un ápice cuando el otro les ofreció un rostro adusto y fruncido ante la seriedad que prometía la conversación. Incluso se recostó apaciblemente en el mostrador esperando a que su colega iniciara la transcendental confesión, adoptando una actitud un tanto escéptica y reservada, como si de antemano supiera lo que iba a soltar su vehemente amigo.

 —Antes de nada, me interesa dejarte claro —comenzó el profesor, dirigiéndose al inspector— que lo que diga aquí no debe saberse oficialmente. Es decir, no deseo actuar como testigo en el hipotético caso de que esta declaración sea oportuna en un proceso judicial. Y esto me lo debes prometer con todas de la ley. No creo, en cualquier caso, que lo que te vaya a contar esté relacionado con las causas por las cuales se lo han cargado, pero, si por casualidad sí lo estuvieran, a mí no me metas en este berenjenal y tú busca la forma de justificar la información. ¿Está claro?

El inspector no fue demasiado explícito a la hora de prometer las seguridades que requería el universitario; no obstante, sus gestos indicaron que ¡por Dios, faltaría más, eso ni se plantea!, otorgando la confianza suficiente para que el otro cantara.

—Como habrás adivinado por lo que se ha comentado de Eustaquio, se encaprichaba de muchas alumnas con suma rapidez. No había muchacha que asistiera a su clase que estuviera buena a la que no le tirara los tejos. Eso sí, era muy discreto y fino en su acoso. Aprovechando sus cualidades en las relaciones sociales, en su derroche de simpatía, en su facilidad de palabra y en la sencillez de su plática, poco a poco, iba envolviendo en sus redes a las más guapas. A veces, incluso, se acercaba simultáneamente a varias estudiantes, llegándose a establecer una lucha velada para ver quiénes de ellas lograban captar más su atención. Como le aseguraba uno de nuestros colegas a Eustaquio, medio en broma medio en serio, «si es que te acosan por los pasillos como si fueras un playboy». Y era verdad. Eustaquio, cuando no impartía sus escasas clases, estaba rodeado de una multitud de seguidoras, ávidas de hablar y reírse con él. Era capaz de mantener una conversación coherente al mismo tiempo con cuatro mujeres, hablando cada una de un tema; para todas ellas tenía el dicho ocurrente, la afirmación incuestionable, el chiste que despertaba la sonrisa admiradora. Dejaba a unas y otras lo rodeaban. Él, imperturbable, sin mostrar desánimo, se detenía e iniciaba un nuevo diálogo, alardeando de una memoria encomiable al recordar a pie juntillas otras charlas anteriores que salían a colación de nuevo. Siempre preguntaba por los asuntos que adivinaba eran preocupación para cada una de ellas. Las animaba con palabras sinceras y las piropeaba con un detalle distinto cada día…

Celestino dejó de hablar y bebió de la copa. Los otros dos realizaron el mismo gesto y esperaron, sin despegar los labios pringosos del licor, a que continuara su discurso. Antes de hacerlo, el pequeño profesor examinó lo que había a su alrededor, como si temiera que algún extraño se hubiera colado de rondón y pudiera escuchar la confidencia. Dedicó otra mirada al camarero y, al verlo subido en su atalaya oteando atento la televisión, se concentró para retomar el hilo de su disertación.

—Te hemos comentado que Eustaquio era un hombre simpático dentro de los ambientes un tanto claustrales de la facultad. ¿Cómo eran juzgadas estas relaciones licenciosas de Eustaquio con sus alumnas? Es difícil valorar la opinión de los demás. Desde un punto de vista meramente ético, incluso penal, no había ningún aspecto ilegal, porque casi todos los estudiantes superan con creces la mayoría de edad. Probablemente, por eso en público nadie sostenía una crítica, aunque tan solo fuera irónica y distante. ¡Allá cada uno con su vida! Y, hoy día, cuando no se perturba el orden penal, el ético se soslaya con facilidad, reduciéndose a algo personal e íntimo. Sin embargo, nadie puede cerrar o, mejor dicho, debería hacer cerrado sus ojos ante un asunto referente a la ética profesional, según la cual no es aceptable una relación amorosa entre profesores y alumnos, de manera general, si bien siempre puede haber casos particulares. Por cierto, yo afirmo que no son tan escasos, pues cada vez se conocen más parejas de profesores y alumnas, no al revés; es decir, alumnos con profesoras. En el caso de Eustaquio no se trataba de una relación esporádica y única, sino que mantenía varias al mismo tiempo y a lo largo de todo el año…

Arturo lo miraba un poco sorprendido, como si expresara extrañeza ante algunas afirmaciones exageradas. Con todo, no se atrevió a corregir a su colega o a manifestar su particular valoración.

—Otra cosa era lo que se opinaba en privado o los escuetos comentarios que de vez en cuando se dejaban caer en las pequeñas reuniones con gente de más confianza. Ahí, la cuestión variaba sensiblemente. Pero ninguno nos atrevíamos a no tratar con Eustaquio, sabiendo que era un cabroncete. Reíamos sus chascarrillos y charlábamos con él amigablemente, porque en el fondo su trato era muy agradable. Sin embargo, yo sé por alguien que conoce no pocas de sus travesuras donjuanescas que Eustaquio en este tipo de asuntos se aprovechó de su posición ventajosa como profesor para conquistar a alguna alumna. Y de una manera bastante poco elegante, diría yo, aprovechándose de las debilidades e inseguridades de sus víctimas…

Cuando soltó esto, aspiró hondamente una bocanada de aire, como si hubiera sentido un profundo alivio y, acto seguido, bebió el almibarado licor. El inspector Escaleras lo miraba sin pestañear, dando tiempo a que continuara hablando. Le parecía muy interesante esa información, pero se trataba del principio. Muchos pormenores descritos de los anales diarios de la vida docente le podrían aportar una clave con la que poder mover su investigación. Los tres permanecían inmóviles, esperando a que acabara de revelar algo capital. Aun así, Celestino, atusándose los escasos pelos rebeldes de su crecida calvicie, no mostraba interés en abrir la llave del grifo con el propósito de que el chorro verborreico fluyera libre y cantarín.

Cuando menos lo esperaba el inspector, intervino Arturo.

—¿Te refieres al caso de Zulema? —le preguntó al mismo tiempo que su mirada se fijaba en la de Celestino, que esbozó una diminuta sonrisa. Sus finos labios se apretaron formando una presa o una línea de contención del aire.

—Zulema y otras que no son Zulemas. ¡A ver qué te crees tú!

—Yo no me creo nada; solo lo que se comenta —le replicó Arturo, reconociendo que a él esos gazpacheos le traían al fresco.

 El inspector, cuando notaba que la conversación lo excluía, se sentía acongojado. Y quizá no solo porque la información que recibía era borrosa y oscura como nube negra preñada de agua, sino por la sensación de desprecio y respeto con que era tratado, relegándolo a un segundo plano.

 Celestino, con excelentes dotes psicológicas, se percató del malestar y el retraimiento del policía y procuró ser condescendiente con él.

—Zulema fue una de las conquistas más sonadas y celebradas por Eustaquio en la universidad desde que lo conozco. Esta jovencita era muy buena. Cuando eso sucedió estaba en cuarto de carrera y en los cursos anteriores había sacado unas notas excelentes. La muchacha tenía un talento reconocido por todos sus profesores. Además de estas cualidades académicas, era muy agradable y simpática con todo el mundo, tanto con sus educadores como con sus compañeros… No era el caso típico de alumna de Bellas Artes. Era modosita, con un alma cándida, a pesar de llevar cuatro años estudiando; no hacía ostentación de una forma de vivir estrafalaria y bohemia, como suelen mostrar nuestro alumnado y alguno de los enseñantes. Vestía con cierta elegancia y estilo. A la hora de pintar era ordenada y limpia, su bata impoluta se asemejaba a la de una farmacéutica más que a la de una pintora. Hablaba sin esos dejes pasotas y coloquiales de sus camaradas de aulas. En la cafetería, como mucho se atrevía a tomar algún café con leche, si bien su bebida habitual eran los zumos. No fumaba y en sus labios siempre había dibujada la flor de una sonrisa. Su pintura no se aproximaba a las producciones desgarradoras y terroristas de la generalidad, no obstante, tampoco se podría afirmar que fuera clásica: en ella primaba el efecto colorista y la luz sobre la composición misma. En fin, era un primor de muchacha. Digo «era» porque este año ya no está matriculada. Sin embargo, me he encontrado con ella en la calle y hasta he visitado alguna exposición colectiva en la que exponía algún cuadro… —Celestino hizo una breve parada y continuó—: Pues de esta chicuela tan estupenda se encaprichó el bueno de Eustaquio. Cómo se produjo la conquista no viene al caso, a pesar de que algún detalle o jugada me han comentado. Pero, para que te hagas una idea exacta de la situación, te diré que esta moza mantenía una relación formal con un novio casi desde que era pequeñita; no solo formaban una pareja sentimental, sino que lo eran para la danza, pues los dos eran bailarines… El baboso, porque no se le puede llamar de otra manera, después de ganarse su confianza, de mantener charlas innumerables en los pasillos, en la cafetería, de bajarla en coche hasta la ciudad, acabó por confesarle que se había enamorado irremediablemente y que no podía vivir pensando siempre en ella. La otra, comprensiva, no lo rechazó al conocer sus intenciones; más bien, se interesó por él, lo trató de consolar, le permitió que se desahogara y le contara todas las penas… Al final, acabó liándose con él. Dejó a ese novio formal; las notas y sus trabajos fueron perdiendo calidad, no dibujaba… Lo más triste del caso es que, cuando acabó por entregarse, Eustaquio pasó olímpicamente de ella. Tuvo otro romance con otra alumna y procuraba evitarla al cruzarse en los pasillos… ¡Si hubiera sido yo! ¡Con lo guapa que era esa criatura!

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