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12. EL COMEDOR UNIVERSITARIO

 

12. El comedor universitario

           

Arturo, una vez que agarró la cuchara para comer las lentejas, cesó de reír y casi de hablar; se concentró en el estofado, ingiriendo legumbres sin descansar hasta que rebañó el plato con esmero. Entonces, delicadamente, colocó el cubierto en la bandeja y esperó con paciencia a que acabaran los otros comensales. No obstante, no debió de satisfacer por completo las necesidades más urgentes del hambre, pues, del pedazo de pan, que hasta el momento se encontraba intacto, pellizcaba de tanto en tanto.

Celestino comía despacio y mirando cada una de las cucharadas que se llevaba a la boca, temiendo quizá encontrar chinarros que le pudieran romper alguna muela al masticarlos. Se erigía casi verticalmente. El recorrido que realizaba la cuchara era largo y se aproximaba a su destino con maniobras de ligero equilibrio. Al tragar no podía ocultar unas facciones de asco por la comida.

Hasta que no iniciaron el segundo plato, reinó silencio entre ellos, excepto para ponderar el gusto exquisito del guiso.

—Del primer plato se puede repetir las veces que quieras; por lo menos antes era así. La gente se levantaba y ponía el plato en aquel hueco y a los pocos instantes te devolvían otro lleno hasta los topes. La verdad es que, por el precio que cobran, no dan mal de comer. Quizá, la pega que se oye comentar a los alumnos es que se repiten demasiado los menús y los que vienen con frecuencia acaban por hastiarse. De todas maneras, los chavales lo suelen frecuentar el primer año que llegan a Salamanca, después se acomodan en pisos y aprenden a cocinar como pueden. Y luego si vuelven a pisar por aquí es de guindas a brevas; a no ser algún domingo o en días muy contados. Pasa casi lo mismo con lo del hospedaje. En el primer curso, los padres buscan pupilaje a los hijos en los colegios mayores, en las pensiones o en pisos con pensión completa y se quedan más tranquilos; sin embargo, para el siguiente curso, con los amigos que han hecho en la clase alquilan un piso con cuatro muebles y a los padres no les queda más remedio que aceptarlo, porque es lo que hace la mayoría de los estudiantes y porque les resulta más rentable económicamente. Y en cuanto al miedo a la libertad y a las malas compañías, los progenitores se convencen de que la vida que lleven sus hijos no va a depender sino de ellos.

A Celestino le encantaba realizar estas divagaciones sobre la realidad universitaria y se preciaba de conocer las inquietudes y la forma de vida de sus alumnos.

—¡Bien! Vamos al grano que si no nosotros nos enrollamos y a ti lo que te interesa es aclarar el asunto por el que te has trasladado a Salamanca —concluyó Celestino, percatándose de que el inspector no se atrevía a meter baza en el espinoso tema del asesinato.

—La verdad es que me interesa mucho lo que cuentas y despierta mi curiosidad por el vivir cotidiano de los estudiantes y de la ciudad. Pero… sí que nos conviene hablar cuanto antes, porque no querría entretenerlos más de lo que sea preciso…

—No nos llames de usted, nos haces sentir muy viejos. ¡Si casi somos de tu tiempo! ¿Verdad que sí, Arturo?

El otro no dijo ni sí ni no y simplemente se sonrió, dándole lo mismo que se dirigieran a él de tú o de usted, como perfecto camastrón en lides sociales.

—Está bien. Aunque ya hemos comentado algo de su faceta de profesor, me gustaría, en la medida de lo posible, ahondar más en esta cuestión. ¿Qué tal enseñante era? ¿Cómo era su relación con el resto de los colegas y con los estudiantes? No sé, mil aspectos de su vida que posiblemente sean superfluos o demasiado privados, pero obligatorios a la hora de realizar una investigación en toda regla con el fin de averiguar qué movió al asesino a matarlo. Nunca se sabe lo que es relevante o accesorio. Cualquier detalle por nimio que parezca puede ser el inicio de una pista que nos lleve a la solución de este espinoso asunto. Por cierto, que no observo mucha pesadumbre entre los profesores, ni entre los alumnos, ni, en general, en el ambiente. Otras veces, cuando se produce una muerte en un barrio, en un bar o en una calle, llegamos allí y enseguida se respira ese aire pesado que inunda la atmósfera del crimen. Aquí, en cambio, y me sorprende mucho, no aprecio pesadumbre ni rastro de lágrimas ni pesares.

Casi sin querer, como por osmosis, el discurso del inspector Escaleras se había aproximado al del profesor. ¡Qué placer se siente cuando la disertación se hilvana sola! Los profesores, sobre todo Celestino, porque Arturo continuaba explayándose con su filete con patatas, se sorprendieron y una mueca de escepticismo se dibujó en su rostro, no se sabe con visos de certeza si por la oratoria del policía o por el reproche que indiscretamente les había dejado caer. No siendo cuestión de análisis del metalenguaje de la conversación, el pequeño docente se centró en la ausencia de duelo en la facultad.

—¡Hombre! No sé qué decirte. Tampoco nos ibas a encontrar llorando. Creo que toda la comunidad universitaria siente la desgracia que ha sufrido Eustaquio. Era una buena persona, como ya te hemos dicho esta mañana. Y una muerte así, tan violenta, ha sorprendido mucho. No obstante, las cosas vienen como vienen. Nada más suceder esto, al día siguiente, se presentaron muchos policías o inspectores. Preguntaron a todo el mundo. Y la gente vuelve a la normalidad con rapidez. Quizá sorprenda un poco el que no se sepa de manera clara quién fue el asesino y eso preocupa a todos, pero el que más o el que el menos se está haciendo a la idea de que la vida continúa y ya se sabrá lo que ha sucedido. Posiblemente, lo que extraña es que se lo hayan cargado en Madrid y en un sitio tan concurrido como un museo…

—No lo creas, la sala se encontraba vacía. ¿Por qué llama la atención que lo hayan matado en Madrid?

Continuó respondiendo Celestino, pero Arturo se incorporó a la conversación, por lo menos, manteniendo contacto visual. Escaleras se percató de que, a pesar de lo risueño del opulento docente y de su carácter abierto y festivo, era muy comedido y controlaba más las indiscreciones que su colega.

—La verdad es que lo podían haber asesinado en cualquiera de los dos sitios. Quizá a nosotros nos sorprende que lo hayan matado en Madrid, puesto que vivimos en Salamanca y lo que sabemos de Eustaquio está relacionado con la ciudad. Y, además, porque esto es muy pequeño y aquí es sencillo controlar los movimientos de una persona. No sé; a lo mejor es una impertinencia por mi parte realizar esos comentarios.

—No, ni mucho menos; me parecen muy constructivos —le dijo el policía temiendo que interrumpiera con la presa de la prudencia el torrente de palabras que cantarinamente saltaban de su boca.

—Resulta muy difícil y me da reparo hablar de alguien que no está aquí y mucho más en este caso, en el que la persona de la que se comenta ya no vive. Me parece como si cualquier aspecto de su vida o de su carácter del que realizara una observación careciera de validez y al mismo tiempo diera a entender cierta animadversión contra él. Quiero dejar patente que no ha habido ningún roce entre nosotros, que dentro de lo que era la convivencia diaria de la facultad no he tenido el más mínimo encontronazo con él. Incluso, si me detengo a reflexionar ahora, no encuentro el más pequeño motivo por el que no me acabara de caer bien. Con todo ello, hablando sinceramente, no era santo de mi devoción.

Quizá el más sorprendido por esta declaración no fuera el extrañado policía, sino el colega. Por un momento ambos mantuvieron la mirada seriamente, pero enseguida, casi al mismo tiempo, estallaron en una amplia sonrisa, como si se hubieran hecho un guiño de complicidad.

Arturo, con ánimo de suavizar la incipiente tensión del grupo por la sincera afirmación de su compañero, afirmó con una leve sonrisa cargada de una chispa de ironía y distanciamiento:

—Es posible que tengas razón. Es probable que a mucha gente no le cayera simpático y, como tú mismo reconoces, no hay motivos suficientes para afirmar que te caía mal. Simplemente no congeniabais y no creo que merezca la pena dar más vueltas al asunto. Eustaquio era en algunos aspectos muy suyo, como pienso que somos los demás. Y, de la misma forma que para ti era insoportable, a mí me resultaba agradable.

—¡Nos ha jodido! ¡Porque erais almas gemelas! Por lo menos compartíais algunas aficiones.

—Siempre estás igual y sacando a relucir lo mismo —le replicó Arturo sin que apareciera una brizna de enfado en su perpetua sonrisa.

El inspector sentía que por momentos se le escapaba la conversación de los otros dos y temía que se enzarzaran y no poder separar el grano de la paja de los detalles que poco a poco iban desgranando.

—Si no os importa vamos más despacio porque me pierdo. Habéis comentado que Eustaquio compartía contigo, Arturo, algún hobby, ¿cuál?

El profesor se percató de que le era inevitable entrar directamente en la conversación. Procuró intervenir de manera tranquila y sin perder el color de sus sonrojados carrillos ni su eterna sonrisa.

—A lo que se refiere Celestino es que a ambos nos gustaban (bueno a mí de momento me siguen gustando) las antigüedades; a veces hablábamos de lo que encontrábamos en las tiendas, de lo que comprábamos. Nos informábamos de lo que nos interesaba en particular e incluso viajamos juntos por este motivo a Madrid o íbamos a diversas ferias donde se venden reliquias de otros tiempos y nos hicimos encargos cuando uno de los dos no se podía desplazar. Pero nada más. Por otra parte, no compartíamos ningún otro interés. Yo me llevaba bien con él y me era agradable. Sin embargo, mi relación se circunscribía a este aspecto común. Como la ciudad es muy pequeña, a veces coincidíamos en el cine, en el Rastro o en la plaza Mayor y, cuando teníamos oportunidad, nos tomábamos un café. En alguna ocasión hasta me invitó a entrar en su casa.

—¡Coño! ¡Y te parece poco! ¿Qué más quieres? —le espetó Celestino, como si acabara de confirmar la hipótesis lanzada con anterioridad.

—Has comentado que los dos comprabais objetos antiguos… En concreto, ¿qué cosas?

Como si tuviera ganas de meterse con su pingüe compañero, Celestino, que creyó encontrar el punto flaco, apostilló:

—Cualquier cosa. Compra de todo. Si su casa parece de por sí la tienda de un mercader de obras de arte…

—No le hagas caso, que este es un exagerado… La verdad es que compro lo que me llama la atención y me gusta, cachivaches curiosos… En cambio, Eustaquio solo se dedicaba al arte: bocetos, tallas, adornos sacros…, pero su inclinación mayor era la pintura barroca. Curiosamente, aunque lo que más interés artístico y crematístico poseía eran estas obras de arte, lo que le apasionaba de su colección eran las plumas de escribir y cualquier utensilio que hubiera servido para trazar garabatos.

—¡Pues anda que tu colección no es rara…! ¡Más que las sopas de ajo!

Nuevamente los dos enseñantes se echaron una mirada a degüello. Celestino se reclinó hacia atrás y apretando los finos labios le sonrió amortiguando la tensión provocada por la indirecta. Otra vez, el inspector les solicitó que aclararan las referencias tácitas que se intercambiaban.

—No es nada del otro mundo, es que poseo una colección muy numerosa de dedales…

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