Su infancia está llena de miedos. Miedo a los adultos, que le pueden abroncar o, incluso, dar un soplamocos; miedo a los perros que lo intimidan con sus ladridos o cuando muestran sus afilados dientes; miedo al infierno; miedo a los maestros que le pueden dar un mandoble o reírse de su poca capacidad de entendimiento para comprender sus explicaciones; miedo a muchachos brutos… Superará con el tiempo estos miedos y le extrañará que de pequeño lo acongojaran tanto. Lo que no será capaz de vencer es el miedo a la iglesia, a todo lo relacionado con la iglesia.
La iglesia ha sido reformada en su ambientación. Sin que se hayan abierto nuevas ventanas, el templo es más luminoso; ahora parece de mayor amplitud, quizá porque han retirado de las paredes estatuas, altares, pinturas que había antes. A pesar de que han transcurrido más de cincuenta años, la iglesia parece ahora más nueva de lo que era cuando él había cumplido siete. El caos de reclinatorios y asientos ha desaparecido para dejar dos lados simétricos, con bancos con respaldo de madera corridos que delimitan con claridad un pasillo central amplio por el que los feligreses acceden y salen, o forman cola para ir a comulgar. Pese a estos cambios, el miedo no ha desaparecido en el ahora adulto que recuerda las angustias padecidas cuando era solo un niño que acababa de descubrir que era lo suficientemente inteligente como para comprender el sacramento de la eucaristía.
Otra obsesión que el transcurso del tiempo no ha logrado borrar de su conciencia es la pretensión de su madre, y de la mayoría de las madres con niños de una edad parecida a la suya, de que su hijo, recién tomada la primera comunión, entrara de monaguillo, primer paso para continuar la carrera religiosa, bien entrando en el seminario de curas o en los colegios de los frailes que cada primavera visitaban la población para captar nuevas vocaciones.
También es cierto que el niño si acabó vistiéndose la túnica roja y el roquete no fue solo por el deseo materno, sino porque sentía envidia de los monagos que ayudaban en misa levantando la casulla y tocando la campanilla y saliendo a pedir con la bandeja y poniendo debajo de la barbilla un plato para que, si la persona que comulgaba no atrapaba bien la forma, no se cayera al suelo. Comparada la actividad que desarrollaban sus compañeros con el aburrimiento de las largas ceremonias dominicales que había de soportar sentado, bien apretadito al resto de muchachos, en los primeros banquillos de la nave central, vigilados tanto por el cura, como por sus mismas madres, sentadas no muy lejos de donde se encontraban ellos, era mucho mejor la libertad de movimientos de los acólitos. Su madre, además, le recordaba que don Fulgencio recompensaba a sus ayudantes con una peseta, que, junto a la que recibía de paga dominical, eran el doble de propina. Por otra parte, alguno de sus amigos ya había ingresado en la lista de chiquillos que se ponían a las órdenes del cura y del sacristán. Ambos eran buenas personas, aunque de vez en cuando propinaran un coscorrón, sobre todo el segundo. El sacristán era muy delgado y nervioso. Daba gusto oírlo tocar el órgano y en los duetos con don Fulgencio, siempre su voz acababa por tapar a la del propio cura, tal era el entusiasmo con el que cantaba las letanías y responsos. De hecho, no solo era llamativa su preponderancia en las partes de la liturgia en las que intervenía, sino que los vecinos sabían que la voz cantante en cuestiones de la iglesia no era incumbencia de don Fulgencio, sino del sacristán. Y si las cosas no se realizaban como él quería, no se hacían; o si se llevaban a cabo, era sin su presencia. No eran palabras vanas, pues llegó a cumplir sus amenazas dejando solo al cura. Fue entonces cuando el pueblo se percató de que, sin la presencia del sacristán, con sus cánticos y las melodías de su órgano, las misas de don Fulgencio no sabían a nada. El cura, un hombre bonachón, con un carácter en el que no cabía el rencor, detestando las controversias del cariz que fueran, acababa cediendo a las apetencias de su subordinado, no solo para que las misas volvieran a tener el relumbre de antaño, sino también por conciliarse con él como personas humanas que eran los dos. Sin embargo, muchos vecinos mal pensantes especularon que si el cura reculaba era porque no solo se había quedado sin ayudante, sino también sin compañero de tute en las partidas que se jugaban, bien en su casa o en la del sacristán.
Considerando que todas eran ventajas, excepto el hecho de que, además de las misas dominicales, sería requerido para ayudar en misas ordinarias y en rosarios vespertinos, y que también complacía a su madre, se dejó arrastrar por Serafín, el amigo que había ingresado como monaguillo antes que él. Serafín fue el que lo apadrinó y del que recibió la información indispensable para poder ejercer. Los dos formaban pareja y, cuando acompañaban al sacerdote (siempre él desempeñando el papel predominante), le recordaba mediante señas cuál era el instante preciso en el que debía intervenir, o bien, con la habilidad sibilina de un maestro de ceremonias, le corregía los desaciertos que el neófito cometía.
Su estreno se produjo en una misa de domingo, con la iglesia abarrotada de feligreses. Las expectativas creadas se cumplieron con creces y cuando la ceremonia acabó, notó un vacío existencial por la rapidez con la que había transcurrido esta y el poco rato que había disfrutado de los laureles de la exposición pública, pues él creía que todos estaban pendientes de él, no del cura y menos de su compañero. Para su sorpresa, don Fulgencio también lo recompensó con la peseta con la que gratificaba a los monaguillos, pese a que tan solo había prestado servicios efectivos ese mismo día. Además de entregarle la moneda, le levantó con la mano la mamola para verle la cara y le sonrió como si le hicieran gracia las perdigonadas de pecas repartidas por los mofletes y sobre todo en la nariz.
Menos le gustó lo de ir al rosario, pero estimó que, aunque ya tenía sus más y sus menos con su madre con eso de ir a ese rezo de las primeras horas de la tarde (porque don Fulgencio quería aviar pronto con el propósito de reunirse cuanto antes con sus compañeros de partida), aún no había logrado imponerse a la determinación materna y no le quedaba más remedio que ir a oír cuarenta avemarías y unas letanías interminables junto a otros chiquillos y un montón de mujeres. En estos rezos el protagonismo de los monaguillos se reducía a avisar del comienzo con el toque de campanas, encender algunas velas y después apagarlas. Ni tan siquiera se vestían con su roquete. Don Fulgencio espabilaba y, sin terminar los feligreses la parte de la oración que les correspondía, solapaba su final con el comienzo de la siguiente suya: era una carrera entre él y el coro femenino que lo acompañaba, siempre dejándolo atrás en el recitado de la oración. Todos acababan con la boca seca, por no haber momento para descansar y pasar la lengua por los labios resecos. En cambio, en las interminables letanías, las mujeres recobraban el aliento, pues su respuesta invariable era muy breve, ora pro nobis, mientras el oficiante desgranaba la lista interminable de santos, vírgenes y otros conceptos abstractos a los que invocaba para solicitar su protección. El único aliciente del rosario era que cuando finalizaba, los monaguillos y otros chavales se jugaban a la rayuela parte de la paga que les habían dado el cura y sus padres. A veces se iba con más dinero que el que portaba; otras, en cambio, lo espolichaban.
La mañana del primer día de la semana se levanta alegre. El sol inunda de luz las calles y dora las paredes de piedra de las casas. El hecho de salir una hora antes de la habitual para ir a la escuela es una novedad que llena de expectación el ánimo del niño. La asocia al protagonismo alcanzado el día anterior al ayudar al cura. No sabe con certeza si volverá a sentir la misma vanidad, pues las misas de diario no son tan suntuosas como las de los días de fiesta, pero ansía que, siendo él monaguillo, el relumbre sea similar.
Busca a Serafín. Los dos llegan a la pequeña plazuela de la iglesia. El amigo se dirige a la casa parroquial para que el cura le dé la llave del templo. Están ellos dos solos. Cuando abren la puerta, examina por primera vez el interior vacío. El ruido procedente del exterior se extingue en las frías losas de piedra y en la alta bóveda. El templo se presenta con una apariencia nunca antes vista. Las alturas, iluminadas por las pequeñas ventanas situadas al borde de los paramentos, con su artesonado mudéjar, son el único elemento vibrante, pero inaccesible. El resto se oculta en una tenebrosidad a la que no está acostumbrado. La iglesia es gente, cuanta más, mejor. Vacía de personas es fría y el niño se siente perturbado por esas imágenes que, sin que haya nadie más dentro, a la fuerza han de posar su mirada en él. Se junta todo lo que puede al amigo para que no lo invada el miedo. Los dos se dirigen a la parte de atrás, a la zona más oscura, donde los más viejos se sitúan cuando acuden a los oficios religiosos. Allí, en la pared del fondo, se encuentra la puerta que conduce a la tribuna. Ese primer tramo de escaleras está levemente iluminado, al igual que el espacio anterior. Cuando llegan al estrado superior, la luz aumenta porque hay una ventana al ras del entarimado. Se queda alelado al descubrir lo que nunca antes había visto, pues es la primera vez que pone los pies allí. Su compañero lo deja que investigue, pero le advierte que mire bien dónde pisa porque hay tablas sueltas y se puede hundir. Sus advertencias no son exageradas, ya que encuentra huecos y él mismo se siente inseguro al caminar, al comprobar que el suelo es endeble, especialmente cuando se acerca a un cuarto que tiene la hoja de la puerta deformada y comprueba que está repleto de lo que parecen ser muebles desvencijados llenos de polvo y telarañas que los envuelven en un aura irreal. Se acerca a la barandilla que impide que los mozos, que oyen misa allí, caigan abajo. La perspectiva de la iglesia desde las alturas le da vértigo y siente un leve mareo: teme hundirse al ceder la tarima podrida o precipitarse, al no sujetarlo la barandilla. En días sucesivos, cuando sea él solo el que haya de tocar las campanas, investigará el resto de ese espacio elevado: el desvencijado órgano, cuyas teclas nacaradas parecen la dentadura de un anciano; o las hileras de sus tubos torcidos que sobresalen del frente; o el gigantesco fuelle para dar aire que, después, no siendo monaguillo, sino un simple adolescente en sus primeras incursiones en el lugar reservado a los jóvenes, habrá de manejar subiendo y bajando el inmenso palo con el que dará aire al órgano. Ese primer contacto lo dejará pensativo, no sabiendo si anhela adentrarse en él y hacerlo suyo, o detestarlo por parecerle peligroso y poco reconfortante para los riesgos que se asumían por ocuparlo. Lo que le esperaba, una vez acabara su niñez y su etapa de monaguillo, era ese espacio en el que los jóvenes cantaban acompañando al sacristán y en el que oían la misa con libertad, ya que estaban fuera de la mirada de las madres y muy alejados del oficiante, pese a que este se subiera al púlpito cuando predicaba. Desde el coro, apoyados en la baranda, al igual que otros jóvenes, contemplará a las mujeres cuando se levanten a comulgar o se conformará con las miradas desviadas que ellas los dirijan desde sus asientos. Aprenderá más tarde que a los mozos, del sermón, solo les interesarán las amonestaciones de aquellos que iban a casarse y las convocatorias que regularmente don Fulgencio señalaba para reunirse con ellos en el salón de la asociación. Después, mientras el cura comente las escrituras y exhorte a los vecinos a que lleven una vida santa, se subirán al campanario a echarse un cigarro y a contemplar los contornos únicos con los grandes ojos de esa atalaya de ladrillos rojos que es la torre. Mientras no pase ese tiempo en el que el niño no sienta vergüenza por llevar pantalones cortos, en esa primera misa de diario, tendrá que subir a la torre, guiado por su anfitrión.
La puerta de acceso es pequeña y han de agacharse mucho para introducirse. El primer paso conduce a un nivel más bajo que el suelo de la tribuna y produce sensación de caída. De hecho, la primera parte del recorrido es casi llana y deben continuar agachados, incluso siendo pequeños. El niño, al entrar, solo oye los pasos del que va delante, pues la oscuridad es absoluta. Levanta las manos y toca las paredes frías. El túnel zigzaguea a la derecha. Aunque tiene miedo de tropezar, no siente que sus pies vayan escalando peldaños, sino montones de tierra, aunque nota en alguna ocasión la dureza de la piedra. El trayecto es largo y lo desorienta. El amigo lo anima a que continúe avanzando sin miedo, que ya falta poco. Piensa que se está quedando muy atrás porque las indicaciones serpentean hasta que llegan a sus oídos, pero, con todo, le insuflan ánimo y obedece. Cuando por fin, al final de un lado de la escalera, ve la claridad procedente de las alturas, nota alivio y piensa que el espanto llega a su fin. La sonrisa de su compañero, que ha esperado para contemplar el estado en el que acaba la ascensión, delata la palidez de su rostro y, aunque intente demostrar su valentía, él mismo se percata de que es vana su pretensión, porque la angustia se palpa en su piel de gallina.
La sensación de haber avanzado en la subida pisando tierra se confirma al ver el firme terroso del campanario. El espacio le parece más amplio del que desde abajo se podía prever. Aunque todavía no se ha asomado a ningún hueco para comprobar la altura, se marea y se apoya en las paredes, porque él y la construcción se bambolean. No se siente seguro y el lugar le parece inhóspito. La brisa entra por todos los lados abiertos. Algunos huecos en los que en otros tiempos hubo colgados campaniles, están huérfanos, o bien, penden campanas rajadas sin badajo ni cuerda para moverlo. Contempla impasible a sus compañeras en uso. Son tres. Para el primer aviso y el segundo, tañen las dos más grandes. Su amigo toma los cabos de la soga con los que moverá los badajos y comienza el toque marcando un ritmo de dos golpes a la campana de la izquierda y uno, a la de la derecha. La velocidad aumenta a medida que llega el final. El segundo toque lo dará él. Nervioso por la responsabilidad y por temor a que no le salga bien y los vecinos sepan que ha sido él el inepto que está tocando, sigue las indicaciones de Serafín. No es tan difícil, pero se siente como si fuera un músico subido en un escenario ante un multitudinario auditorio. El último toque, rápido y nervioso, lo darán con el esquilín.
Nada más acabar, Serafín le advierte que deben bajar de prisa para ayudar a vestirse a don Fulgencio. Parte antes de terminar de hablar. El niño reacciona también con prontitud para no perder la estela del que le precede, pero se queda atrás porque el piso inclinado es resbaladizo y no calcula lo que mide cada uno de los tramos oscuros antes de girar. Si la subida le pareció que no acababa, la bajada le resulta igual y con un final imprevisto, pues al salir a la tribuna, no hay ninguna luz intensa que lo oriente en la parte última del descenso.
Al llegar a la sacristía, Serafín abre varios cajones y extrae de ellos la vestimenta misal, colocando en la repisa de madera las piezas en el orden inverso a como las vestirá don Fulgencio: la casulla, la estola, el alba, el cíngulo y el amito. También verterán vino y agua en las vinajeras y hostias en el copón.
El sacerdote entra segundos después y se pone la ropa ayudado por ellos. Cuando salgan hacia el altar, el niño se percatará de que solo hay sombras enlutadas que se pierden en la oscuridad del tempo. La desolación de la ceremonia, comparada con la alegría de la misa del día anterior, le dejará una aflicción que aumentará a medida que acuda a diario a ayudar al cura. Ni las misas dominicales, ni las otras ceremonias masivas repartidas a lo largo del calendario anual de festividades, logrará disipar la soledad y la inquietud que va calando en su ánimo cada vez que entra en las galerías altas y frías de la iglesia vacía.
Serafín lo acompañará pocos días más, pues pronto abandonará el pueblo al ingresar en una orden religiosa para continuar los estudios iniciados en la escuela. Las primeras ráfagas de desaliento que le transmite el templo, sin la protección del amigo, se transformarán en vendavales de terror y angustia. Moverse por las naves sabiendo que se encuentra solo, es una terrible prueba que no logra superar y cada vez que ha de entrar del atrio al interior oscuro, o salir de la sacristía al presbiterio, nota cómo se le encoge el estómago y las piernas se le ponen rígidas. Se engaña creyendo que es cuestión de tiempo lograr superar sus temores, pero aún le quedan por conocer otros. Los monaguillos más veteranos dejan al novato que acompañe al cura los días de diario, si bien siempre lo escoltará alguno de los mayores. Las enseñanzas transmitidas por el amigo que se fue no serán suficientes para conocer todos los intríngulis del oficio. En especial, echará de menos que no le previera contra la maldad de la comunidad de monaguillos, sobre todo, de aquellos que llevan más tiempo ejerciendo y tienen unos años. No solo es la edad, es la altura y corpulencia que resultan temibles para el niño. En compañía de ese veterano, en las misas diarias, o de todos esos grandullones, en las misas dominicales, sentirá el desprecio y altanería con los que se dirigen a él. No solo será el que realice las tareas más tediosas, sino que soportará sus desplantes y oirá los descalificativos más humillantes. Llevará con paciencia y temor los improperios, creyendo que es cuestión de tiempo superar estas persecuciones, bien porque habría un momento, cuando esté más seguro o encuentre su lugar en la jerarquía, en el que él mismo se opondrá, o bien porque el enemigo entienda que el neófito ha pasado las pruebas que todo novato ha de superar para formar parte de la hermandad de monagos.
La lista de suplicios es amplia y la maldad de cada uno de sus actos muy alta. Una vez que se han percatado de sus miedos, la crueldad no tiene límites. Le mandarán que suba a la torre a tocar. La expedición en la oscuridad del templo, desde el primer tramo de escaleras hasta llegar a la tribuna y del interminable segundo hasta culminar la ascensión al campanario, serán retos muy duros, pero cada vez que logra tañer las campanas sentirá mucha satisfacción. La malicia de sus compañeros aparece en esos momentos. Cuando desciende contento y desprevenido, cada vez más confiado, porque va logrando dibujar el trazado de las escaleras, oye a sus espaldas un ruido. Acelera el paso y se cae golpeándose la cabeza. El dolor y el pánico consiguen que se ponga a llorar. Al salir por la pequeña puerta que comunica la tribuna con el campanario, le espera riéndose Venado, el más veterano de los monaguillos.
—¿Has visto un fantasma, Chapli?
Reta aparece por la boca del pasadizo a la torre y extiende los brazos y lo rodea como si volara, al mismo tiempo que emite un sonido ululante.
—Uy, qué miedo.
Huye de las risotadas y llega a la sacristía. Se da ánimos e intenta considerar que lo que ha sufrido es una broma pesada y que pronto se desanimarán cuando comprueben que las burlas no dejan mella en su ánimo. No sabe si conseguirá causar esta impresión, pero, por lo menos, ese día ya no sufrirá más acosos. La presencia de don Fulgencio es la de un juez serio que no permite chacotas a su alrededor y se siente protegido junto a los hábitos talares que siempre viste. Piensa que, si no fuera por su bondad y porque rara vez regaña, no hubiera aguantado más tiempo. ¡Que pensara lo quisiera su madre y si se llevaba un disgusto, que se lo llevara! ¡Allá penas!
A su madre no le cuenta las trastadas que padece. Le pregunta qué tal y siempre responde que bien, sin entrar en detalles.
Los días pasan, no su temor a sufrir nuevas penalidades. Sigue yendo a tocar las campanas. Ya no es el miedo a la oscuridad en sí misma, sino lo que esta esconde. Sube con precaución, palpando las paredes frías de los pasillos y, fruto de la exploración minuciosa, descubre un pequeño hueco en el que es fácil acomodarse y concluye que es ahí donde se escondió Reta. Le parece oír una respiración profunda y se detiene para anticiparse a cualquier sorpresa, pero es una percepción falsa. Avanza despacio procurando que sus pisadas sean mullidas para poder percibir cualquier ruido que sea indicio de la presencia oculta de alguno de los monaguillos mayores. No hay nadie. Es consciente de que ya no podrá subir a la torre sin ponerse en alerta. Han conseguido lo que querían, que el miedo forme parte de él. Le da rabia que se rían y está tentado de contar a don Fulgencio la tirria con la que lo tratan, pero no se atreve, porque sabe que la venganza de los mayores puede ser peor.
—Como te chives, te damos pajillas mojás —ya lo habían advertido en varias ocasiones.
Pensar en esa humillación le hace desistir de hablar con nadie y soportar todas sus bravuconadas. Tan solo con oír ese tormento le entran escalofríos. Nunca lo había sufrido, pero había sido espectador pasivo y miedoso que no había tenido las suficientes agallas para intervenir a favor del reo impidiendo que los verdugos restregaran en la cara del muchacho caído en desgracia el puñado de hierba rociado con el orín de cada uno de ellos. Lo más humillante siempre eran las amenazas últimas, aquellas que recordaban a la víctima que lo siguiente que sufriría sería peor, si hablaba, si se lo contaba a algún adulto.
Sabía lo que era peor, por ser también un tormento que se aplicaba a los timoratos, a aquellos que no se atrevían a superar los retos, o a los que los abandonaban en su transcurso por miedo a los peligros. La advertencia había sido formulada con anterioridad y aceptada por todos. El que no lo consiguiera, le machacarían los clavos. Cuando oía esto, su primera imagen eran las paredes de piedra de mampostería que rodeaban los corrales más próximos a la iglesia o a la escuela, en especial, aquellos muros situados en lugares recónditos que, aunque se gritara de dolor, nadie oiría los lamentos. Esas paredes con cantos sin caras planas, sino con aristas afiladas y desnudas por haberse desprendido el barro con el que en su día fueron revestidas, se le clavaban y le dolía, aunque solo fuera imaginando el tormento: cuatro esbirros sujetándolo de manos y pies y bamboleándolo y golpeando con violencia su culo contra el muro, contra esas piedras duras y ásperas, mientras los quejidos se le escapaban de la boca.
Aquellos muchachos que habían sufrido estos martirios quedaban señalados y un estigma los marcaba durante buena parte de su infancia. Todos los chicos eran cómplices de los tiranos y aceptaban su ley del silencio. Temía ser uno de los señalados, de aquellos obligados a soportar un desprecio que no se extinguía. Quizá por eso también considere que salirse de monaguillo tan pronto le podría acercar a los proscritos entre la chiquillería.
No siempre los mayores lo tratan mal, a veces, hasta se divierte con sus travesuras. Le permiten que se moje los labios con el vino de consagrar, aunque ellos den un trago mayor a la botella que la pizca que él apura de la vinajera, resto de lo no vertido por el cura en el cáliz en el momento de la consagración. Quizá, piensa, esa invitación no es fruto de su generosidad, sino una incitación malévola a ser cómplice de ellos para que no se chive a don Fulgencio. También comparte los recortes de las obleas dejados en una bandeja de la que todos toman trozos. Incluso, lo enseñan a capar las campanas, si bien se percata de que lo hacen con malicia y buscando el escándalo para comprometerlo.
Una mañana, Alfredo, el caudillo de todos ellos, estando los dos solos, se lo pregunta. Cuando este capo se dirige a él se pone nervioso. Es un chico alto y gordinflón, con fama de ser violento y con muy mala uva. No sabe a qué se refiere con lo de capar, pues no siendo a los marranos destinados al cebo, nunca había contemplado esa operación. Lo acompaña al campanario y le manda que dé el primer toque. Mientras esperan unos minutos para dar el segundo, el veterano toma la barra de metal por la argolla donde se anuda la soga.
—Consiste en mover el badajo a pulso hasta tocar la pared de la campana sin que suene —le explica.
El niño observa con atención el lento recorrido de la pieza y cómo el brazo se contrae y la mano se acerca avanzando imperceptiblemente hasta lograr juntar ambos bronces y rozarlos sin que se escape ni una mínima vibración. Alfredo, acabada la demostración, emprende el segundo toque.
—Mira, chaval, aprende…
Se apoya en el ángulo de la base de piedra y el suelo terroso y agarra los dos cabos de soga de las campanas y en el momento de comenzar el repiqueteo, echa el cuerpo hacia atrás, solo sujetado por las cuerdas a las que de manera ágil imprime un movimiento con el que consigue un toque rítmico muy vivo. Siente envidia de su habilidad y sin saber de qué manera, comparando su torpeza con la soltura del mayor, su mente justifica que en algún momento lo desprecien.
—Me voy. Practica un poco, mientras das la última —le manda Alfredo ya bajando el primer tramo de la escalera.
Con la conciencia de su escaso valer, se anima a practicar para comprobar si la operación es tan fácil como parece. No toma el badajo de la campana más grande, sino el de la compañera que es un poco más pequeña. La pieza es pesada, sobre todo en la última parte del trayecto, cuando está a un puño de la pared ovalada. Sabe que es cuestión de mantener el pulso y de aproximarse con suavidad, pero la mano parece desear finalizar la prueba con prisa, por lo cual, cuando se juntan las dos piezas metálicas, se produce un toque solitario que no tiene sentido y que será interpretado como una trastada propia de un chiquillo que está jugando con las campanas. Ya no se atreverá a intentarlo más.
Cuando baja y se encuentra en el medio del recorrido, se alarma por su inconsciencia, pues piensa en la posibilidad de que Alfredo se haya escondido y le prepare una emboscada en ese húmedo laberinto elevado de oscuridad. Casi se frena y avanza con precaución para que la sorpresa no sea tan violenta, pero llega hasta el postigo de la tribuna y nadie le ha asustado. Otra vez piensa que juzga con severidad a su compañero y se afianza en él la idea de su minusvalía. Está deseando llegar a la sacristía para acercarse a él y observar lo que hace con el afán de aprender de un maestro sin igual, o esperar mendigando alguna enseñanza directa con la que menguar la desigual capacidad de los dos. Es tanto el entusiasmo con el que desea acercarse y la velocidad con la que se mueven sus piernas, que tropieza con una de las losas mal asentada y se da de bruces en el suelo, con tan mala suerte que se parte uno de los paletos de su dentadura. No se percata en ese momento, en el que solo siente la quemazón de las palmas de las manos, sino cuando lo vea el cura y le pregunte qué le ha pasado, que tiene mellado un diente. No quiere ser un quejica y aguanta el dolor que va apareciendo con lentitud, mientras don Fulgencio despacha con habilidad la misa para las cuatro beatas de todos los días. Al final, por un momento, se olvida por completo del sufrimiento, cuando Alfredo le enseña a apagar en un periquete las velas repartidas por los altares.
—Mira, chaval, aprende —le dice cuando lo ve soplando las velas.
El monaguillo mayor se moja los dedos pulgar e índice y aplasta la llama humedeciendo el pabilo. Repite la operación con cada uno de los cirios y en un momento se extinguen todas las luces, menos las rendijas iluminadas de la puerta por la que ha salido sin despedirse.
Pronto va a saber cuál es su lugar en el escalafón, cuando los domingos y las festividades relumbrantes lo aparten del servicio y vuelva a ocupar los banquillos en los que están en misa el resto de chiquillos. En esas ocasiones serán los monagos con más experiencia los que escolten a don Fulgencio a ambos lados del altar. Cuando al final del servicio religioso vaya a la sacristía a recibir la paga semanal y se repartan los días de diario, los mayores se escabullirán para que los nuevos sean los que tengan que acudir a los oficios religiosos ordinarios. Ese mismo reparto desigual en el que los novatos se llevan la peor parte se produce en las celebraciones especiales, pues los veteranos se reservan para sí los bautizos y las bodas, en los que recibirán colaciones exclusivas al permanecer cercanos a don Fulgencio. Cuando el enjambre de niños que sigue a la comitiva con el recién nacido sea metido en el corral para después pasar en fila por el portal delante de la madrina y recibir un cucurucho de confites, ve en la sala, junto a los otros invitados, a sus compañeros sentados zampándose un bollo de manteca. Ya, en la calle, en la aglomeración de chiquillos, jalea al padrino para que sea rumboso cantando junto a los demás «Bautizo meao / bautizo cagao / si cojo al chiquillo / lo tiro al tejao». Se pelea por coger el mayor número de monedas que el padrino arroja subido en un poyo. En la tierra, en el barro, donde van a parar bastantes piezas, porque el público mayor disfruta más contemplando la pelea, busca la propina que el padrino ha entregado a sus colegas y que se han guardado en el bolsillo sin la necesidad de ensuciarse ni empujar a nadie para que no le arrebaten la moneda de dos reales que ha visto perdida entre la calderilla de perras gordas y pequeñas.
No le importa ocupar ese lugar secundario en el escalafón, pues por ser más pequeño y, sobre todo, por su menor inteligencia, comprende que no se comete ninguna injusticia. Sabe que es cuestión de espabilar. Esa palabra se la repiten todos: sus padres, los maestros, los compañeros de juegos cuando se aprovechan de su inocencia para sacar tajada de los lances más favorables: espabílate. La lección está muy clara, nadie te va a ayudar, lo que tú consigas, no esperes que te lo regalen. Aprende de los espabilaos. Pero a él le falta esa chispa de ingenio que le impulse a descubrir las oportunidades para sacar tajada. Está como dormido en un limbo en el que flota cómodamente. Comprende que ha de tener los pies en la tierra y estar atento. Estar atento a que no te la den, estar atento para que no te tengan que repetir las cosas dos veces… No, no tiene malicia, le dicen justificando su inocencia. Ya aprenderá, sentencian. Esa falta de maldad, ese estado hipnótico en el que está perdido sin pensar en nada, le impide prestar atención a lo más importante de toda la misa del domingo, los momentos iniciales del sermón, cuando don Fulgencio sube al púlpito acompañado por los monaguillos y escala con dificultades por su gran corpulencia la escalerilla de caracol que lo conduce a la plataforma. Extrae del bolsillo de su sotana una pequeña agenda y se aproxima al antepecho. Mientras la abre y aparta las hojas con el cordón hasta encontrar las anotaciones que le interesan, el público aguarda en completo silencio a que don Fulgencio comience a hablar. No se oyen toses y los niños reciben una reprimenda preventiva para que su mutismo se prolongue unos minutos, mientras el cura anuncia las amonestaciones de aquellos que se van a casar, los nombres de aquellos que han encargado las misas correspondientes a los días de la próxima semana para encomendarse por el alma de sus difuntos, ante la eventualidad de que aún permanezcan en el purgatorio, y las misas de ocho días o de año encargadas por los familiares de los difuntos cuyo primer aniversario se celebrará en los días venideros… En el momento en el que el sacerdote cierra la pequeña agenda negra, se forma un gran revuelo: la gente cuchichea para enterarse con detalle de los nombrados, si alguno no cae en la cuenta de quién es; los muchachos, contenidos a duras penas, se revuelven y se pinchan entre sí para provocarse y los mozos abandonan la barandilla de la tribuna para subirse a la torre a echarse un cigarro y contemplar el pueblo desde las alturas, mientras el cura intenta con sus buenas palabras y su paciencia infinita explicar las enseñanzas que se derivan de las lecturas previas, que pocos han entendido y, después de los minutos transcurridos, ya casi han olvidado.
Cuando acabe la misa y se reúna todo el colectivo de acólitos para cobrar y se repartan los oficios de la próxima semana, al niño, como de costumbre, le tocará lo peor. Cuando le encargan su primera misa de difuntos por la tarde, no protesta. Para él es una novedad; además, se celebrará a una hora no habitual. Enseguida se percata de que el encargo, le impedirá jugar con sus amigos, pero la expectación de la novedad justifica la privación de esos momentos de esparcimiento. Cuando llega, las campanas ya están doblando. No hace falta que nadie le diga que el que está tocando es Alfredo, el monaguillo gordinflón, el mejor. Se extraña de que esté también allí. Luego se enterará de que quien había encargado la misa es un familiar suyo. Entra en el templo y ve que las velas encendidas son más numerosas que de ordinario, pero lo que le llama la atención es la presencia en el presbiterio de un catafalco mortuorio, cubierto por un tapiz negro que oculta un féretro. Piensa que se trata de un entierro, pero se percata de que no es ese el proceso habitual. Se acerca con espanto. Aunque sabe que ahí no hay un muerto, que nadie ha fallecido, ese sepulcro elevado contiene todos los cadáveres del cementerio, que sus almas caben en ese féretro y no salen de dentro porque el cortinaje que llega al suelo les impide volar para ocupar cada una de las oquedades altas de las naves del edificio. No osa acercarse y se cuela en la sacristía rozando los bancos pegados al muro. Ve a don Fulgencio que se pone para oficiar ropas moradas que había visto con anterioridad colgadas de los armarios, pensando que ya no se usaban por estar muy deslucidas. El sacristán está a su lado y le ayuda a vestirse. Cuando se da cuenta de su presencia, nervioso, lo regaña sin saber si es por haberse presentado tarde o por un desliz involuntario que inconscientemente ha cometido. Le da miedo la presencia del sacristán vestido con un traje renegrido, junto a don Fulgencio, que, con sus ropajes morados y oscuros, espanta. El sacristán le entrega el acetre con el agua bendita y el hisopo introducido. Él toma el incensario y la naveta y le ordena que se quede a su lado. Salen de la sacristía y se aproximan al monumento funerario. Se colocan enfrente, dando la espalda al público que en silencio ha ocupado la parte delantera de la iglesia. El sacristán saca de la pequeña caja con forma de nave una pizca de resina y la echa en el incensario que al momento desprende un agradable olor a incienso. Los dos cantan unas letanías lúgubres que entristecen el templo y le crean una angustia parecida a la que sienten los familiares más cercanos al difunto, al que recuerdan ya sin lágrimas, pero con el dolor que produce la aspereza de unos ojos agrietados. Le resulta extraño verse en ese cortejo de oficiantes, como si él fuera un intruso inoportuno. El sacristán, con su tétrico canto de gallo, le parece un impostor observando cómo, sin perder una palabra del cántico luctuoso, mira con el rabillo de sus ojos vivos el comportamiento del monaguillo inexperto y capta la vibración que su melodía produce en los asistentes de la primera fila. Don Fulgencio, como siempre que está al lado de su acompañante, le deja hacer sin por asomo querer eclipsar sus trinos de cuervo descarado.
Cuando finaliza la misa, el cura le manda que se vaya a casa, que ya es tarde. Agradece que no sea él, sino Adolfo el que se encargue con el sacristán de desarmar el catafalco. Sin embargo, la experiencia le va a dejar un miedo permanente a la muerte. No podrá pisar las losas donde se levantó el monumento funerario sin pensar en los cuerpos inanes que han posado allí antes de enterrarlos en el camposanto. Para mayor espanto, la caja falsa, vacía, envejecida y llena de carcoma, la van a apilar en la cima de otros trastos polvorientos que hay en la entradilla de la sacristía. Su mirada, cada vez que la cruza, se posa en esa piña de objetos desusados, coronada con el ataúd vacío, e instintivamente se aparta al pasar, como si el montículo se fuera a derruir y el alud de madera se viniera sobre él.
Al comienzo de la Cuaresma, Adolfo desaparece. El niño piensa que se ha salido de monaguillo por ser demasiado grande. No sabe qué le pasa, pero en su cuerpo nota una incomodidad indefinida que no puede relacionar con exactitud con el hecho de que el muchacho ya no forme parte del grupo de ayudantes. Nunca le ha dirigido palabras amables, pero tampoco se ha reído de él ni le ha gastado ninguna broma. Es más, cree que los otros grandullones no se han vuelto a meter con él desde que los dos han coincidido como pareja para ayudar en misa. Será más tarde, al enterarse de que su familia se ha ido del pueblo a Barcelona, cuando con claridad perciba que la vacuidad que nota se debe a la marcha de su compañero. Cada vez que pasa por la casa cerrada en la que vivía su familia, se acuerda de él. Se detiene y mira la puerta a ver si hay una rendija que denote el regreso, pero siempre permanece clausurada.
La iglesia, el retablo mayor y sus altares, cambiará con la marcha de Adolfo y con el comienzo de la Cuaresma. Tampoco será él el que ayude a tapar toda la imaginería con inmensos tapices morados y negros. La oscuridad aumentará y el niño cree que se cubren para infundir más temor en las siempre tenebrosas naves del templo. El Miércoles de Ceniza y las confesiones generales que llenan la iglesia de hombres rudos y viejos que acuden cumplir con el mandamiento anual de limpiar sus almas de los pecados acumulados durante ese tiempo, dejan un olor a ceniza húmeda y polvo agrio, como las culpas confesadas, que consiguen excitar en el niño lágrimas aisladas de miedo. En esos días de tinieblas, de duras reconvenciones generales, de contrito dolor, el alma del niño empequeñece y se asusta de cualquier temblor y leve suspiro que se produce en las cercanías donde se encuentra. En cambio, sus compañeros mayores, en ese ambiente oprimente, se envalentonan y aprovechan el escenario tétrico para arañar en la fina sensibilidad del pequeño. Tal vez sea porque notan su apocamiento o porque su antiguo protector no lo defiende de las ignominias, aprovechan para continuar con los tormentos que se creen merecedores de aplicar al que es débil. El escenario aún es más oportuno a sus intenciones. Ya no es necesario asustarlo cuando suba a tocar las campanas, toda la iglesia es apropiada para sus celadas siniestras. El niño, sabiendo los misterios que ocultan los cortinajes, piensa que detrás de ellos las imágenes inertes recobran vida, pues, sin que se mueva una brizna de aire, vibran a su paso y cree oír las apagadas voces con las que se quejan de los sufrimientos que padecieron mientras fueron torturados. Se imagina a San Sebastián arrancándose las flechas clavadas en su pecho y en sus piernas, a Cristo cambiando de lado en el sepulcro acristalado, a Santa Ana sacándose la china de una sandalia… Detrás de cada telón morado hay una representación oculta de la que solo oye leves rumores, los suficientes para recrear la tragedia que no ven los ojos, pero que con su imaginación recrea. Por eso huye de los altares de los lados y cruza por medio de la iglesia, para alejarse de las zozobras vivientes de las esculturas rígidas.
Los monaguillos veteranos aprovechan la transformación del templo para amedrentar al bisoño. Se ocultan en los altares huecos, se meten detrás de los paños colgantes y desde allí apuntan con sus sonidos ululantes y estiran los cortinajes para acrecentar la alocada imaginación del niño que cree que ya no puede, que no resiste el miedo que lo paraliza, o le hace correr desabrido hacia la sacristía o al atrio en busca de la claridad que le sacuda la pesadilla.
La oportunidad, la salvación, piensa el niño, se presenta por Pascua, cuando un fraile visita la escuela en busca de nuevas vocaciones para su congregación. El maestro, primero, y don Fulgencio, después, lo recomendarán por ser un buen estudiante. La madre está dispuesta —lo desea fervientemente— a que su hijo siga la carrera religiosa: la iglesia asegura la salvación y es un valor para toda la familia. El niño solo piensa en bañarse en la piscina y en los campos de fútbol que el fraile ha resaltado de las instalaciones del colegio, pero, sobre todo, cree que su marcha a ese internado le ayudará a huir del miedo a la iglesia, a la religión, a los monaguillos veteranos…
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