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El laberinto del páramo

Absorto, fijó su mirada en el camino blanco que ascendía por el valle. La empinada cuesta le supuso un i ntenso esfuerzo al comienzo. La mañana amenazaba lluvia. S olo pretendía dar un paseo para estirar las piernas. Cauto, se arm ó de un paraguas por si arreciaba el aguacero. Antes de alcanzar la cota más alta, a su izquierda se presentó el camino real, cuyo cauce estaba despejado de la maleza que habitualmente lo in vadí a. Cambió de plan: ya no cruza ría la llanura en línea recta hasta alcanzar la fuente. Pensó que, si torcía a la izquierda por la ruta que normalmente no estaba libre , el recorrido sería circular y se adecuaría al tiempo que deseaba dedicar a realizar ejercicio. Siguiendo esa senda, esperaba hallar el camino que unía el pueblo bajo con el pueblo alto. Como era previsible, hubo de abrir el paraguas para protegerse de la lluvia. De momento, en esa dirección, le daba de espaldas. El cielo era gris; solo se adivinaba, en su blancura, el algodón de alguna nube
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Habitación interior

  -¡Fóllatela! ¡No seas tonto! Me dejó perplejo el consejo de C., el colega al que le conté que había quedado varias veces con M., la novia de otro amigo llamado P. No esperaba que utilizara palabras tan groseras. Era la primera vez que le oía algo tan soez, después de haber convivido con él durante dos años en el pasado. -No, no puedo. En ese momento, supe que nunca más podría confiar en él ni sincerarme contándole lo que me sucedía. Apenas había pasado un año y medio desde que me hube de ir de la ciudad para cumplir el servicio militar, pero él ya no era el mismo. Supuse que los primeros años de universidad lo habían curtido en el ambiente estudiantil y de ahí, su grosería. No es que no se me hubiera ocurrido la idea. Estaba claro que M. buscaba algo. Tan solo era cuestión de que yo dijera que sí, que tomara la iniciativa de atraerla a mis brazos y besarla. Otro en mi lugar no se habría cortado. Yo no estaba pudiendo. Desde el primer encuentro en mi habitación, quedó claro qu

Lúa

PRIMERA PARTE: LA HUIDA I. La noche caía negra y densa sobre el monte de encinas. Una lluvia de fino hielo se desprendía despacio de las nubes preñadas de temor. Por el camino que descendía al pueblo, un muchacho, con sus ropajes inflados por un viento impúdico, acompañaba a unas vacas ateridas que chorreaban gotas de leche que, al contacto con el suelo, se convertían en hielo. Bordeando el mismo camino, cual fantasma, Lúa, una perrita, igual de negra que la noche, ascendía hacia El Encinar. Cuando el vaquero se aproximaba a las primeras casas, la perrita se encaramó en una gran piedra y contempló desde la lejanía al muchacho, su amo. «Adiós, Carlitos». La última vaca de la piara, volvió la testa y, triste, emitió un largo bufido. — Vieja, ¿qué te pasa? —dijo Carlos, dándose la vuelta y sintiendo solo la noche. Con el hocico pegado al suelo y la cola barriendo sus huellas, continuó la perra. Al finalizar el camino, en el borde mismo del monte, husmeó la presencia de un hombre